Capítulo 8
" El hombre tiene mil planes para sí mismo. El azar, solo uno para cada uno".
ARISTÓTELES
Era ya entrada la noche cuando Julia se hallaba en la cocina y Paulo entraba corriendo.
—¡Mira Julia!, aquí tienes las flores que me pediste, ya no veía muy bien porque era casi de noche, pero te he podido conseguir estas pocas. Las he cogido del huerto que está detrás del establo, ¿te gustan?—. Dijo Paulo nervioso y excitado.
—Sí, son las que necesito para hacer la ofrenda. Son preciosas Paulo.
—¿Tú crees que a los dioses les gustarán?
—Claro que sí, sobre todo si las has cogido tú—. Lo miró sonriendo.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó Paulo observando como introducía algo en una canasta.
—Estoy preparando las ofrendas que voy a necesitar mañana. Tengo que llevar al templo de los dioses la ofrenda, hay que agradecerles que nos hayan protegido.
—Yo quiero ayudarte. ¿Qué tienes que meter ahí?—. Dijo el niño señalando la canasta —¿me dejas ver?—.
—Mira, esta mañana fue Claudia a la Casa de la Vestal en el foro y me trajo la salsa mola y la muries que necesitamos para la ofrenda, eso es lo que estoy metiendo.
—¿Qué es eso de la salsa mola?—. Preguntó Paulo con interés.
—Bueno pues la salsa mola es una torta de harina salada que necesitamos para la ofrenda, se mezcla farro tostado y sal cocida para poder prepararla, y sólo la puede realizar la sacerdotisa vestal—. Le explicó Julia con paciencia.
—No lo sabía, ¿y lo otro?
—¿El qué, la muries?
—Sí—. Dijo Paulo.
—Bueno pues la muries es una salmuera cocida que también la necesitamos para la ofrenda. Si estuvieras más atento, sabrías lo que es porque ya te lo he explicado más de una vez—. Dijo Julia poniéndose un poco seria.
—Pero yo quiero ayudarte—. Dijo el insistente Paulo.
—No te preocupes que mañana me vas a ayudar a preparar la comida ¿Te parece?.
—¡Pufff!, sabes que la cocina no me gusta, a mí me gusta guerrear.
—¿Cómo que guerrear? ¡Como yo me entere de que te metes otra vez en algún jaleo, te voy a dar un pescozón que vas a estar rascándote toda la tarde!, ¿te has enterado? y no te quiero ver cerca del general —dijo elevando la voz—. Seguro que te está metiendo esas ideas en la cabeza ¿Es que no puedes prestar atención a lo que te digo?—. Le dijo Julia a Paulo ya realmente enfadada, el muchacho miraba despistado hacia la puerta detrás de ella.
—Seguro que con los gritos que le estás dando se ha enterado todo el mundo en la casa—. Predijo Marco sonriendo desde el umbral.
Julia volvió la cabeza y le observó apoyado en el marco, debía de haber acabado de bañarse porque llevaba el pelo todavía húmedo. Había cambiado el familiar uniforme militar por una toga blanca con bordes púrpuras que señalaba su condición de senador. Contemplando la amplitud de su pecho, empezó a sentirse de pronto demasiado acalorada para levantar sus ojos hacia él. Ese hombre le sacaba más de una cabeza y era tan impresionante que ni el propio Júpiter podría competir con él.
—¡Hola general!, he hecho lo que me mandó. La he tenido vigilada todo el rato—. Sonrió el pequeño mientras miraba al hombre con una inesperada admiración.
Julia volvió la vista al niño y le regañó con la mirada.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan ingrato? Recuérdame que la próxima vez que haya que limpiar las letrinas te llame a ti.
El niño la miró con cara de agravio y con una mueca de asco empezó a salir de la cocina.
—Adiós, me voy a dormir Julia, ahora le toca a usted vigilarla general. Yo ya la he aguantado bastante—. Decía mientras corría ansioso porque Julia no lo regañara.
—¡Será desagradecido!—. Dijo Julia mientras veía como el general la miraba atentamente y se aproximaba demasiado cerca de ella.
Marco clavó su mirada en la cara femenina pero la joven apoyada en el banco de la cocina evitaba mirarle a los ojos. El hombre la acorraló con su cuerpo un poco más y apoyando sus manos en el banco, la aprisionó finalmente entre sus brazos.
—¿Por qué no quieres que se acerque a mí?, yo soy una buena influencia y el chico necesita alguien con más autoridad que lo guíe.
—Si usted lo dice pero creo que es demasiado pequeño para crearle falsas expectativas. ¿Deseaba algo más?—. Le preguntó Julia intentando separarse de él.
Su corazón empezó a latirle tan fuertemente dentro de su pecho que su respiración se volvió repentinamente agitada. Julia percibía cada parte del cuerpo de ese hombre, desprendía un olor especialmente atrayente a sándalo y especias, a sexo y a pecado, escenas demasiado impúdicas le vinieron a la mente. Aunque nunca había mantenido relaciones con ningún hombre, no era ajena a lo que pasaba entre un hombre y una mujer. En el mercado se podía escuchar gran cantidad de cosas, de las que las mujeres casadas no dejaban de alardear cada dos por tres.
—¿No tenías que estar haciendo reposo todavía?—. Le preguntó Marco levantando la barbilla de ella con el dedo.
Julia le sostuvo la mirada por unos instantes, debatiéndose entre mandarlo al cuerno y contestarle pero se impuso la prudencia, era demasiado fuerte para ella, aunque si le diera un rodillazo en la entrepierna seguro que podría tener alguna posibilidad de salir corriendo de la cocina como Paulo.
—Ni se te ocurra hacer lo que sea que estés pensando, eres tan transparente que no es difícil adivinarte el pensamiento. ¡Sabes que se te podría abrir la herida y tendrían que coserte de nuevo!
—No sé porque le tengo que encontrar cerca de mí cada dos por tres. Sabe que no voy a tener nada con usted por muy agradecida que le esté—. Le dijo Julia.
—Ni yo mismo sé porque los dioses te han puesto en mi camino, ni porqué te deseo tanto, pero no me voy a separar de ti ¿Por qué piensas que es agradecimiento?
—Si no es agradecimiento ¿Qué puede ser?—. Preguntó Julia ingenuamente.
—Deseo —dijo Marco apoyando su cuerpo sobre ella— ¿no lo sientes?
Julia notó todo el cuerpo de él presionando sobre el de ella y las piernas se le aflojaron de repente. Marco la sostuvo sobre su cuerpo siendo consciente de que si soltaba a la muchacha se caería de bruces al suelo. No dejaba de sonreir mientras la miraba y percibía la sorpresa de ella.
— Sé que con la edad que tienes no puedes ser virgen, así que no sé de qué te sorprende que te desee. Tu belleza no pasa inadvertida a nadie, tienes un cuerpo hecho para el disfrute de un hombre y creo que los dos podemos pasarlo realmente bien. No importa los amantes que hayas tenido porque no voy a permitir que nadie se acerque a ti. Vente conmigo al lecho, estoy deseando verte desnuda.
Julia se tensó por momentos, si alguna vez le apetecía acostarse con alguien recordaría no hacerlo con ese engreído y estúpido. Era importante que se mantuviera tranquila y controlada. Alzó el mentón y empujándole fuertemente intentó salir del cerco de sus brazos. Todo el deseo que podía haber sentido se había esfumado como por arte de magia, el muy desgraciado estaba acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies.
Marco se sintió extrañado de que ella se opusiera tanto, sabía que a las mujeres les atraía su cuerpo y se consideraba un buen amante, ninguna mujer se había quejado de que la hubiera dejado insatisfecha. Pero esta mujer parecía sentirse realmente ofendida. No entendía que pasaba por su complicado y atractivo cerebro.
—Sé que sientes el mismo deseo que yo, ¿por qué te opones tanto?, ¿acaso tienes otras preferencias?
—¿Quién te crees que eres para considerarme como a una de tus mujerzuelas? ¿Crees que porque soy una esclava puedes hacer lo que quieras?, te dije que no te acercaras a mí. No creas que me vas a asustar con tus maneras de macho romano—. Le dijo Julia señalándolo en el pecho con el dedo.
De pronto a Marco se le vino un pensamiento a la mente y dudando le insinuó:
—No puede ser que te sientas tan agraviada por lo que te dije, a no ser que todavía seas virgen, no he conocido a ninguna mujer virgen a tu edad—. Le dijo mirándola fijamente y poniéndose de pronto serio. Le sostuvo la mirada esperando que ella lo negara. Pero al no recibir la respuesta de ella, volvió a coger a Julia de la barbilla volviendo a preguntarle.
—¿Por eso estas siempre a la defensiva conmigo?, pero quizás no es solo conmigo —dijo el hombre pensando— ¿todavía conservas el himen mujer?, ¿Cuántos años tienes?.
—Bueno, ¿y a ti que te importa eso?—. Le contestó malhumorada Julia.
Tuvo la impresión de que él podía oír los atronadores latidos de su corazón. Todos sus instintos le chillaron que saliera corriendo del lugar pero era incapaz de apartarse. Porqué los dioses la torturaban de aquella manera. Ya había tenido bastante con Silo y no le apetecía volver a repetir la experiencia.
Marco se había quedado sin palabras, no había esperado ese regalo tan inesperado, pero se sentía encantado de que esa mujer no hubiera conocido varón alguno, los dioses lo habían premiado sin duda alguna.
—¿Sabes que cuando te enfadas me tuteas?—. Dijo sonriendo—. Pasas a tratarme de usted a hablarme de tú ¿Por qué sigues siendo virgen?, es una estupidez a tu edad.
— A los esclavos no se nos permite tener familia y yo no he tenido tiempo para eso nunca. Ahora, ¿dejarás que me marche?, ¿ya estas satisfecho?—. Dijo Julia bastante incómoda.
Marco le apartó el pelo con ternura, no quería asustarla más de lo que ya estaba, alejándose un poco del cuerpo de la muchacha la observó sin pronunciar palabra. En ese momento los ojos de él hablaban de necesidad y deseo, y la miraban con una intensidad que parecía llegarle hasta el alma.
—No pienses que te vas a escapar de mí. No importa dónde te metas, te voy a encontrar siempre—. Le dijo Marco mientras se fijaba en el colgante que llevaba Julia en el centro de sus pechos, por un momento quiso recordar dónde lo había visto antes, le sonaba de algo pero no sabía de qué. Lo que le había dicho era cierto, tendría a esa mujer, costara lo que costara. Sería suya y le haría el amor cuando quisiera. Ningún hombre la tocaría jamás y él sería su dueño. Bajó muy lentamente su morena cabeza acercándose a la cara de ella.
Julia vio claramente sus pestañas increíblemente largas y tupidas, sus labios increíblemente sexys se acercaban cada vez más, sabía que le iba a volver a besar. Aunque debería pararle los pies estaba como hipnotizada esperando algo más sin saber qué, deseaba cosas de las que sabía muy poco. Él no pertenecía a su clase social y su toga así lo indicaba, su gente era muy diferente a la de ella. Como patricio el mundo estaba a sus pies mientras que ella no tenía derecho a nada, si al menos se hubieran conocido en otro momento y en otras circunstancias. Estaba segura que Marco la haría tan completamente suya que nunca podría haber otro hombre en su vida. Sin embargo, dejó que la boca de él se apoderara de la de ella. Un mundo de sensaciones y sentimientos se apoderaron de su alma, porque su cuerpo ya no le pertenecía a ella, sino a él.
Marco se sumergió en su dulzura. Julia era vino y miel, pura ambrosía. Derritiéndose con él, le enrolló los brazos alrededor de su cuello, comprendía que nunca estaría satisfecho de aquella mujer. Deslizó la boca hasta la comisura de ella, y de ahí la bajó por su mentón hasta su perfecto y cálido cuello. Sentía su piel ardiente aunque ella no fuera plenamente consciente de ello. Su miembro se le endureció mientras le devoraba la boca sin piedad, si hubiera tenido una cama al lado, no habría nada que lo hubiera detenido.
Marco la sujetó más firmemente entre sus brazos apretándole las nalgas contra sí, deseaba poseer su cuerpo totalmente. Necesitaba apoderarse de su alma. Tanteando ahuecó con la palma uno de sus pechos y palpándolo sintió su peso, era perfecto cabía perfectamente en el hueco de su mano. Su sangre fluía como un volcán y se abandonó al placer de sentir su exquisita pasión.
Julia era consciente de que debía tratar de forcejear, de soltarse pero él no le permitía apartarse. Y ella no tenía la voluntad suficiente como para dejar de acariciarle el cuello. Cerró los ojos al sentir como la boca del hombre bajaba por su garganta, escapándosele un gemido al sentir como sus manos exploraban sus suaves y blancas curvas.
Marco era consciente de que debían de parar o alguien podría entrar y pillarlos in situ. Aunque él no acostumbraba a dar explicaciones a nadie, no quería que ella se sintiera avergonzada. No sabía porque le importaban sus sentimientos pero así era. Dándole un suave beso en la frente la sostuvo un poco más entre sus brazos hasta que lentamente se separó de ella. Mirándola con pasión y agarrándola levemente para que no se cayera le pidió:
—Quiero que me avises cuando vayas mañana al templo a dejar la ofrenda a los dioses, me gustaría acompañarte, ¿me has escuchado? Desde lo de Silo temo que sus compinches puedan volver a atreverse a hacerte algo más, así que espérame—. Dijo observándola con los sentimientos a flor de piel, parecía medio adormecida y su cuerpo estaba aletargado por el deseo sexual.
—Ya veremos—. Afirmó ella soltándose y agarrándose al banco para no caerse.
Acto seguido Marco salió de la cocina marchándose a su habitación a descansar. Ese día se le había hecho tarde y mañana tendría que madrugar, sin duda hubiera dormido mucho mejor acompañado pero tendría que ser otro día.
Julia no sabía porque ese hombre se salía siempre con la suya. Pero estaba muy equivocado si pensaba que le iba a pedir permiso cada vez que quisiera salir, solo tenía que dar explicaciones a su amo, a nadie más. A los dos minutos de salir el romano de la cocina, Claudia entró corriendo.
—¡Oye Julia! ¿Qué quería el romano?. Acabo de verlo como salía de aquí, estaba guapísimo con esa toga. Siempre andas rehuyéndome pero ahora me vas a explicar que es lo que te traes con el general.
—Ya te he dicho Claudia que no tengo nada que ver con él.
—¡Jaaaa, a otra con ese cuento! Tú te traes algo con él y no me lo quieres decir. Solo tenías que haberlo visto como estaba cuando estuviste convaleciente, no se apartó de ti en ningún momento. Hasta el amo Tito se huele algo, vi como lo observaba con detenimiento.
—¿El amo Tito?, ¿te ha preguntado algo?.
—No, pero algo debe sospechar. Era demasiado evidente.
—Dime que es lo que quiere... y yo te cuento lo de Quinto —le insistió pertinazmente Claudia.
—¿Qué me tienes tú que contar del tribuno Quinto?
—Voy a ir a buscarlo al campamento, ya me he decidido.
—¡Por los dioses que en esta casa la gente está perdiendo la cabeza! ¿Desde cuándo te has vuelto tan atrevida?, si apenas tienes diecisiete primaveras Claudia. Sabes que tarde o temprano los soldados terminarán por irse, no quiero que luego te decepciones. Nuestro destino está aquí, no te olvides nunca de quienes somos.
—Sé cuál es mi posición Julia, pero quiero conocer a ese hombre y no voy a dejar de pasar el momento, sé que me mira cuando cree que no le observo. Y tú deberías de hacer lo mismo. Ese romano está demasiado prendado de ti, y no deberías dejar pasar la oportunidad. ¿Cuántas veces ha pasado un carro tan magnífico por tu puerta? Yo no voy a desperdiciar a semejante hombre, si en esta vida tengo que conocer el amor, quiero que sea con él, y tú como sigas así te vas a convertir en una vieja amargada. Así que no me regañes como si fueras mi madre—. Dijo Claudia enfadada y corriendo salió de la cocina.
A la mañana siguiente, en el campamento Quinto estaba terminando el entrenamiento con los hombres. Un ejército romano bien entrenado era casi imposible de derrotar en el campo de batalla. El ejercicio diario era primordial. Ese día estaban practicando la lucha con espadas que pesaban mucho más que las habituales. Si se fortalecía el brazo era posible que en la batalla un arma de menor peso tuviera mucha mayor rapidez.
Quinto luchaba cuerpo a cuerpo con uno de sus legionarios mientras los demás hombres luchaban también en parejas de dos. Estaba mostrándoles el uso de la defensa con el escudo para así poder utilizar las dos armas a la vez, algo que parecía muy sencillo a simple vista, pero que luego no lo era tanto.
Otro grupo de hombres practicaba el tiro con arco, con la honda y las jabalinas en uno de los muros próximos. Quinto estaba explicando a los hombres que practicaban como realizar cortes, ataques y paradas que infirieran el mayor daño posible a sus oponentes, cuando paró la fuerte estocada de la espada del legionario y pudo ver por el rabillo del ojo como una mujer no se hallaba muy lejos de ellos observando el entrenamiento. Despistado por un momento el legionario aprovechó para golpear con más fuerza en el escudo, haciendo que Quinto tropezara y se cayera hacia atrás, levantó la mano para poder parar el combate y levantándose del suelo le ordenó al hombre seguir el entrenamiento con otro de los legionarios que se hallaba allí presente.
Mirando fijamente a Claudia se dirigió hacia ella. Ese día la muchacha irradiaba una belleza extremadamente radiante, no sabía que tenían las mujeres de esa casa, pero desde que habían llegado a Baelo ni su jefe ni él habían tenido un minuto de paz. Esa mujer lo tenía anonadado, con esos rizos bermellones que le llegaban a la cintura, hacían que sus ojos no pudieran despegarse de sus andares cada vez que la tenía cerca. No sabía que estaba haciendo allí, pero lo iba a averiguar en seguida.
Cuando Claudia vio venir hacia ella al monumental y espléndido cuerpo romano que era el tribuno, puso en marcha su plan. El hombre destacaba sobre todos los demás, era guapísimo. Atrevida y dispuesta a arriesgarlo todo le dijo al soldado descaradamente cuando lo tuvo prácticamente enfrente de ella.
—Buenos días romano.
—¿Qué haces aquí muchacha?—. Le preguntó Quinto interesado.
—Estaba buscándote para hacerte una proposición —dijo Claudia sosteniéndole la mirada. Esperaba que su propuesta no hiciera huir al escurridizo romano. Desde que lo conocía no se había atrevido a cruzar una palabra con ella, a pesar de observar sus insistentes miradas.
—¿Qué proposición quiere hacerme una chiquilla como tú?—. Le preguntó el soldado mientras cruzaba los brazos y la miraba sonriendo por primera vez, ¡mira que era atrevida la pequeña pelirroja!
—Quería invitarte a dar un paseo por la playa mañana por la noche, cuando acabe mis tareas podemos ir si quieres, todavía no conoces la bahía. En la casa hay demasiada gente y no me atrevo a decirte nada, el amo Tito no nos lo permite—. Dijo Claudia intentando aparentar ser más descarada de lo normal.
—¿Y tu madre te deja ir a la playa sola con desconocidos por la noche?—. Preguntó Quinto con aire sereno.
—Como no tengo madre no lo sé, ¿y a ti la tuya?—. Dijo con las manos puestas en la cintura en forma de jarra.
El romano mirándola a los ojos le sostuvo la mirada evitando no reirse. El arrojo que mostraba la joven era refrescante, sabía que la muchacha no era tan experimentada como intentaba aparentar, pero le atraía enormemente esa chiquilla.
—Eres demasiado atrevida para ser tan pequeña, pero ya que me has arrojado la toalla, aceptaré el desafío—. Estaba deseando conocer a esa mujer y ella se lo había servido en bandeja. Definitivamente era decidida y eso le gustaba demasiado.
—A última hora de la tarde te espero detrás de la casa—. Le dijo Claudia y volviéndose empezó a salir del campamento. En cuanto comprobó que se había alejado lo suficiente no pudo evitar que una gran sonrisa apareciera en su cara, estaba demasiado feliz para poder evitarlo.
Puerto de Cartago Nova (Hispania Citerior).
El Puerto de Cartago Nova era un magnífico entrante del mar en la tierra formado por una ensenada natural donde podían fondear los barcos para abrigarse del viento bañado por las aguas del mar de Mandarache. La ciudad de Cartago se hallaba situada en una península conectada al continente por el este y al sur del Mandarache se encontraba la bahía que daba salida al mar Mediterráneo.
Cartago Nova era una puerta de comunicación con los principales puertos del Imperio Romano. Corinto, Rodas, Alejandría, constituían algunas de las vías de comercio entre el Imperio romano e Hispania. En él se desarrollaban numerosas actividades comerciales. En el puerto había una zona de mercado libre de impuestos donde se vendían alimentos o artículos exóticos o importados, de igual modo disponía también de maquinaria necesaria para las distintas maniobras portuarias tales como grúas para el izado de los barcos, e incluso había un pequeño astillero destinado a la construcción y reparación de embarcaciones. Desde el puerto podían partir tanto barcos mercantes cuyas bodegas iban repletas de ánforas con salazones, gárum, aceite, vino, esparto, plata y plomo, productos que eran genuinos de la zona y exportados por todo el imperio, como arribaban navíos de gran tonelaje cargados de artículos de lujo como mármoles orientales y vajillas cerámicas, que solían ser muy preciados por los habitantes de Cartago.
Máximus Vinicius - praefetus classis-, era el prefecto de la flota romana Classis Mauretania, que se hallaba en ese momento instalada en la ciudad de Cartago Nova, controlando y patrullando las costas africanas del Mar Mediterráneo occidental y del sur de Hispania. Máximus se hallaba en el muelle con uno de sus capitanes, comprobando la entrada de uno de los navíos que acababa de atracar en el muelle, revisando el origen de la procedencia de las mercancias.
—Señor, acaba de llegar un mensajero desde Gades—. Dijo el decurión.
Máximus mirando al legionario que se aproximaba le preguntó:
—¿Os ha mandado mi hermano?
—Prefectus —saludó el legionario al mando—. Efectivamente, su hermano, el general Marco Vinicius le manda esta misiva—. Y entregándosela rápidamente a Máximus esperó que el hermano de su general la leyera y le diera nuevas órdenes.
Máximus leyó el mensaje de su hermano. La última vez que tuvo conocimiento de donde se encontraba estaba en Tarraco. No sabía que le habían encomendado reorganizar y dirigir la ciudad de Baelo Claudia. En la misiva le ponía al tanto de su llegada y de ciertos problemas acontecidos en la ciudad marítima, además de solicitarle que tuviera los barcos a su disposición en caso de necesitarlo.
—Que mi hombre le acompañe a descansar, imagino que habrá venido sin parar. Cuando se refresque y coma algo, puede volver a su destino y decirle a mi hermano, que así se hará. Tendré todo preparado para lo que pueda surgir. Puede marcharse.
El soldado despidiéndose se volvió y salió a cumplir la orden. Máximus se alegraba de que su hermano estuviera bien, últimamente no había tenido noticias de él pero las nuevas que le había hecho llegar, le habían dejado preocupado. Tenía ganas de volver a ver a su hermano mayor. No tenía conocimiento de que en esa zona de Hispania hubieran problemas pero se dejaría caer cualquier día de estos.
Valeria, era una auténtica matrona romana. Con doce años había sido prometida a su marido Tiberio, su padre el pater familias, había acordado su matrimonio con la casa de Aurelius. En aquellos días su familia había estado demasiado contenta por los beneficios que representaba la alianza con esa familia de comerciantes, pero hoy en día lamentaba enormemente aquella unión cun manu la cual la hacía pasar de la autoridad de su padre a la de su marido, quedando bajo la potestad de su esposo para toda la vida. ¡Si al menos hubiera sabido de lo que iba la cosa!
Su marido era cada día más insoportable, confinada a las paredes de su domus, hacía demasiado tiempo que Valeria no había pisado la calle. Las lujosas paredes se le venían encima, era su cárcel silenciosa, oscura y dolorosa. Ni siquiera tenía el consuelo de poder acudir a los baños públicos o de poder ver a los suyos, donde por lo menos podría desahogarse con alguien de su familia. Le había cerrado todas las puertas con el exterior, Tiberio sabía dónde hacer daño. Al principio, no se había dado cuenta. Un día Tiberio le prohibía ver a alguien, al día siguiente tampoco podía ver a otro, y ella por no montar ninguna escena, fue otorgándole cada vez más poder, hasta que ya no pudo hacer nada. Así fue como la alejó de todos sus seres queridos y le prohibió el contacto con nadie que él no aprobara.
Gracias a las anécdotas que le contaba su esclava Servia, tenía conocimiento de los sucesos de Baelo y de los últimos acontecimientos que ocurrían en la ciudad. Últimamente Tiberio estaba demasiado irritable y nervioso, no dejaba la oportunidad de castigarla y agredirla cada vez que tenía oportunidad, desahogando sobre ella sus infortunios. Cada vez que lo sentía entrar en casa, intentaba escabullirse pasando desapercibida todo lo posible. Y cuando se emborrachaba era lo peor.
Durante su matrimonio los dioses no la habían bendecido con la llegada de hijos y cada día vivía con el temor de que su marido pudiera repudiarla. Su constante maltrato y amenaza colgaba sobre ella como la espada de Damocles. Era demasiado fácil ser repudiada en aquellos días, con que Tiberio sobornara al censor no tendría ninguna posibilidad. Eso si no la mataba algún día con alguno de sus golpes.
—¡Valeria! ¿dónde te metes mujer?, no estás nunca cuando se te necesita —gritaba Tiberio desde el tablinum.
El tablinumera la sala de trabajo de su marido decorada para impresionar a sus clientes, las paredes estaban ricamente cubiertas con frescos y bustos de la familia de sus progenitores sobre pedestales que se reunían en torno a un altar donde Valeria hacia su ofrenda a los dioses, el lararium. El mobiliario que había sido en su momento bastante lujoso, ahora parecía degastado por el paso del tiempo. En esa habitación Tiberio guardaba los documentos de sus negocios, escribía e impartía las órdenes a Silo. Ella tenía totalmente prohibido abrir aquel armario. Apresurándose por los pasillos llegó a la sala y entró:
—¿Dime Tiberio? ¿Qué te urge, por qué gritas así?
—¿Y desde cuándo te está permitido preguntar sobre lo que yo hago?—. Dijo mirándola seriamente—. Tengo que recibir a una visita importante, ordena a los sirvientes que hoy preparen la comida para dos y que se retiren.
—¿Pero no deseas que yo esté presente? Preguntó Valeria herida y decepcionada.
—¿No te has enterado de que he dicho mi invitado y yo? Tenemos que hablar de negocios y no quiero a nadie en el lugar revoloteando y dando vueltas, sobre todo tú que cada día eres más cotilla y molesta para mi vista. Quédate en la habitación y no salgas.
—Se hará como tú digas Tiberio —dijo compungida.
—Quítame estas sandalias y tráeme las otras nuevas.
—Le diré al sirviente que te atienda ahora mismo— respondió Valeria.
—He dicho que lo hagas tú, ¿no me has escuchado?—. Preguntó fijando sus malévolos ojos en ella mientras una sonrisa demoniaca asomaba a su cara.
Valeria se agachó a desatarle las sandalias pero mientras estaba atenta mirando la hebilla, Tiberio aprovechó para darle una patada a su esposa y tirarla al suelo. La mujer se levantó maltrecha mirándolo con odio, se había hecho daño al caer. Mientras que el hombre riéndose y mirándola desafiante le dijo:
—Era para que no olvides tu sitio mujer y no me mires así que todavía puedes acabar peor—. Tiberio la humillaba para que se atreviera a contestarle, la retaba deseando cualquier mínima provocación—. El suelo es tu lugar, no lo olvides nunca y no mi mesa. Levántate y tráeme las otras sandalias que te he dicho.
La mujer salió cabizbaja de la sala y escapándosele una lagrima se juró que Tiberio se las pagaría algún día, llegaría el momento de vengarse si los dioses lo permitían, y ella estaría ahí para verlo.
Horas más tarde, Tiberio y Spiculus degustaban las viandas que los sirvientes habían dispuesto sobre la mesa.
—¿Cómo has pasado desapercibido al entrar en la casa?—. Preguntó Tiberio a su invitado—. El general ha dispuesto soldados por toda la ciudad y no se puede dar paso sin encontrarse con alguno por el camino.
—Me escondí en el carro que te traía las ánforas por la parte de atrás de la casa. Y por si no te has dado cuenta, tienes también algunos legionarios que te están siguiendo en cada paso que das fuera de tu casa.
—¿Cómo?, yo no he visto a nadie —dijo incorporándose preocupado.
—No están vestidos como legionarios, sino como artesanos. Cuida tus espaldas Tiberio, estos días son particularmente peligrosos. Nadie debe percatarse de los asuntos que traemos entre manos. Sabes que la pena por matar a un general romano es la muerte.
—No te preocupes, estoy haciendo lo que me dijiste. Me dejo ver por el foro casi toda la mañana y de ahí vuelvo directamente a mi casa, donde despacho todos mis negocios desde aquí. Si los soldados están vigilando la casa, deben de haberse dado cuenta de que no realizo otra actividad. No te he contado lo de ayer, cuando me encontraba en el foro, los soldados se presentaron ante mí y me ordenaron ir al campamento, el general quería interrogarme sobre Silo. Me hice el despistado, diciéndole que le había ordenado recoger un cargamento en Gadir. Pero el muy condenado sabía que ya estaba muerto.
—¿Muerto? —preguntó Spiculus.
—Sí, falló en el asesinato de la criada de Tito. Está visto que si quieres que algo salga bien, tienes que hacerlo tú mismo. El general mató a Silo y por lo visto, la mujer sigue con vida. Todavía no he podido comprobar el estado de la esclava.
—No me falles Tiberio, el asunto de ir degastando los negocios de Tito era tuyo. Entre los robos de las ánforas y la muerte de su mano derecha, deberían bastar para debilitar su negocio, la mujer debe morir. El hombre es demasiado anciano para volver a recuperarse de las pérdidas, no tiene un espíritu como el tuyo. Yo me encargo del general, tú encárgate de lo tuyo.
—Así se hará Spiculus—. Y ambos hombres chocaron sus copas y brindaron por el éxito de la misión.
En una sala contigua Valeria y su criada Servia escuchaban en silencio los planes de ambos hombres sin que se percataran de la presencia de las mujeres. Valeria desconocía el destino de Silo, con razón los últimos días no se había presentado a la casa. Si algo había aprendido Valeria estos años era a esperar. La venganza es un plato que se sirve frío. No estaba dispuesta a que su marido siguiera burlándose de ella, se vengaría por todas las humillaciones sufridas. Los últimos años había intentado esmerarse por complacerlo, pero ya no soportaba ni cuando la tocaba en el lecho, le repugnaba su sola presencia. Si ella se hundía, Tiberio no se iba a quedar atrás, lo arrastraría con ella. Ahora podía presumir de su supremacía y poder que tenía sobre ella, podía humillarla y maltratarla, pero ya veríamos quién de los dos ganaba la batalla. Podía creerse el dueño de la vida de todos los habitantes de la casa incluida ella, pero veríamos si los dioses eran tan benignos con el destino de su marido.
Graco trabajaba para Tito Livio desde pequeño, era el capitán de uno de los barcos mercantes de la empresa de su patrono, y junto con algunos hombres más se encargaba de repartir por los puertos romanos la mercancía que se producía en la factoría. Había llegado a la casa de Tito con tan solo diez primaveras, hijo de unos libertos de Corduba, Tito Livio había contratado a su padre para trabajar en la factoría. De pequeño Graco solía acompañar a su padre y observaba como los hombres elaboraban el salazón, como se producía la selección de las mejores piezas para el ahumado y como el resto pasaba a las piletas para elaborar el gárum. En cuanto tuvo oportunidad entró a trabajar de ayudante limpiando el pescado para poder colaborar y ayudar en casa. En cuanto tuvo la edad suficiente para poder trabajar en el barco, se enroló y desde haciendo las tareas más bajas había pasado por todos los puestos hasta llegar a capitanear uno de los barcos más importantes de la flota de Tito. Así que desde los doce años había ido aprendiendo el oficio. Aunque el ayudar a sus padres no había sido el único incentivo que había servido para que a día de hoy estuviera allí. Desde que entró en la fábrica solía observar a la pequeña niña rubia que acompañaba siempre a su patrono cuando visitaba la factoría, esa joven había ido encargándose del manejo de la fábrica y actualmente era raro que cualquier cosa relacionada con el proceso de fabricación y exportación no pasara por sus manos. A pesar de que ella siempre lo había tratado como un trabajador más, la joven nunca se había fijado en él, pero era notorio el interés que la joven despertaba en él cada vez que la tenía alrededor. Según las mujeres que solían acercársele, era un hombre de muy buen ver, su cuerpo atlético y musculado de piel bronceada debido al tiempo que pasaban descargando la mercancía bajo el sol y al trabajo duro que hacía diariamente, hacía que las féminas se le acercaran como moscas. Sus ojos oscuros y rasgados como los de un felino prometían noches de pasión y su pelo era tan negro como el ébano, lo cual contribuía a que tuviera demasiado éxito entre las mujeres. Pero la mujer que más le importaba parecía no reparar en él, todo el mundo se había dado cuenta menos ella. Ese mañana estaba de suerte, acababa de atracar en el puerto cuando el amo le había mandado el requerimiento de que se presentase en la casa. El anciano le había puesto al tanto de los últimos sucesos acaecidos en la ciudad y había dispuesto que aparte de los soldados, acompañara a Julia en cualquier salida al exterior que tuviera que realizar. Los dioses lo habían premiado sin duda. La muchacha debía acudir al Templo de los Dioses, y no había nada que desease más que convertirse en su sombra. Tito quería aumentar la seguridad en la casa y había solicitado que durante algunos días permaneciera allí siempre que las actividades de la fábrica no lo requirieran, así que aunque tuviera que hacer horas extras no desaprovecharía la oportunidad de estar al lado de ella. No sabía porqué Julia no había ido últimamente a la fábrica ni porque necesitaba protección, pero lo averiguaría. No se despegaría del lado de ella. Graco estaba en el atrium esperando a la joven cuando la vio salir con la canasta de las ofrendas. Sorprendida de verlo allí, le sonrió y acercándose a él lo saludo.
—¡Graco! ¿pero cuando has llegado? No te daba todavía aquí—. Y acercándose al hombre le dio un beso en la mejilla—. Es grato verte después de tantos meses.
Graco le devolvió el beso y conforme se agachó pudo oler el aroma tan agradable que desprendía aquella mujer, azahar era su olor, siempre que se acercaba la relacionaba con los naranjos en floración de su tierra natal, no había nada más embriagador que esa mujer. Ayudándola le cogió el peso que llevaba liberándola de la canasta.
—Acabo de llegar y el amo ha solicitado mi presencia para que te acompañe en tus salidas de la casa.
—Te lo agradezco pero creo que no hace falta, sé que tienes mucho trabajo en la factoría y como puedes ver estoy rodeada de legionarios—. Le comentó un poco incómoda mientras miraba hacia los soldados allí formados.
—No te preocupes, puedo con las dos cosas—. Dijo Graco sonriente—. ¿Por qué andas de esa manera? Puedo ver que tu andar es más lento de lo normal, ¿hay algo que yo no sepa? ¿Te ha pasado algo?
—No, no te preocupes. Solo tuve un percance, no quiero hablar de eso. Ya sabes que desde el robo de las ánforas y la muerte de los vigilantes, el amo nos ha puesto más protección en la casa—. A Julia no le apetecía recordar aquellos horrorosos momentos.
Graco era consciente que Julia intentaba zanjar el asunto, por ahora le daría gusto pero no iba a dejar de averiguar cuál era el motivo del infortunio. Seguro que Horacio estaría dispuesto a contarle lo que le había pasado.
Cuando llegaron al foro, se podía apreciar los tres templos gemelos dedicados a Júpiter, Juno y Minerva. Julia subió los escalones que conducían directamente al acceso del templo de Minerva, tenía una predilección especial por los dioses. Júpiter era el protector de la ciudad, Minerva la diosa de la sabiduría, de las artes, patrona de los guerreros y luchadores, así como patrona de los artesanos, mientras que Juno era la diosa del matrimonio. Acercándose al altar cogió con la mano izquierda la salsa mola, la muries y las otras pequeñas ofrendas, depositándolas en una vasija rota. La joven pidió a los dioses la protección para todos los habitantes de la casa, así como para los legionarios que habían llegado a la ciudad para protegerlos. Por último, también pidió por todos los artesanos y comerciantes que vivían en Baelo, en especial para los negocios de su maestro Tito. Una vez que hubo acabado, Julia bajo del templo y acompañada por los soldados y Graco, regresó al amparo de la casa.
Los soldados se quedaron en la entrada de la domus haciendo guardia y Graco acompañó a la joven dentro de la casa. Cuando estuvieron en la cocina Julia le dio las gracias al hombre por acompañarla.
—Muchas gracias Graco por acompañarme aunque no hacía falta, espero que te dé tiempo de volver a la fábrica....—de repente Julia se encontró con que Graco la agarraba fuertemente de la cintura y la aproximaba a él. La joven se quedó sin palabras, observándolo en silencio y anonadada puesto que no se esperaba la reacción del hombre.
—Hay otra forma de agradecérmelo—. Y bajando la cabeza aproximó sus labios a la joven.
Marco se había levantado temprano esa mañana para acudir al campamento, tenía tareas urgentes que le reclamaban con urgencia, sabía que Julia quería ir al Templo de los Dioses y deseaba acompañarla. No le hacía gracia que tuviera que andar sola por el foro aunque estuviera escoltada por sus legionarios. Le había ordenado que lo llamara cuando fuera a salir pero sabía que la joven era reticente a que lo acompañase, todavía no se sentía cómoda con su presencia y trataba de evitarlo. Las horas que había estado en el campamento se le habían hecho demasiado cortas y sin darse cuenta del tiempo se le pasó la hora de acompañar a la joven. Así que salió raudo por si llegaba a tiempo.
Conforme entró a la vivienda preguntó por ella a los soldados de la entrada y le dijeron que se había dirigido a la cocina. Cuando llegó al lugar se quedó estupefacto, un hombre estaba besando a Julia y ella parecía no poner resistencia alguna. Una fuerte ráfaga de odio atravesó su cuerpo y con voz calculadora y mortalmente fría le advirtió:
—¡Suéltala ahora mismo si no quieres que te mate! —y acto seguido dos pares de ojos se volvieron hacia el general.
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