Capítulo 2
"Donde quiera se pueda vivir, se puede vivir bien."
MARCO AURELIO
Tarraco, Hispania, Campamento de la Novena Legión Hispana.
12 noviembre, año 62 d. C.
Todavía sentía la adrenalina de la lucha en el campo de batalla, y aquella mujer del campamento era la vía de escape perfecta, siempre dispuesta y complaciente. Fue retirando toda la ropa de ese esbelto y proporcionado cuerpo. Atraído como un imán, tomó con ansia su cara para poder besarla. En un principio, el beso no pudo ser lento, la lengua de ella chocó con la de él, y el ardor de sus cuerpos les hizo responder llenándolos de pasión.
La muchacha oía las rápidas inspiraciones de él. Ese hombre estaba hecho para el pecado. Imponente, alto y musculoso, su cara manifestaba una especie de sensualidad dura. Sus ojos de color índigo mostraban una mirada fría, como si no tuviera alma. Era evidente que ese hombre era capaz de matar sin pensarlo dos veces. Nunca le pedía más de lo que estaba dispuesto a dar. Sabía su lugar. No era hombre para ella pero estar entre sus brazos era como alcanzar el paraíso.
Marco la tomó por la cintura y la atrajo hacia él. La mujer profirió un pequeño sonido, como si fuera un pequeño felino, y restregando su cuerpo inquieta contra él, se dobló hacia atrás para acercar sus sensibles pechos a su boca. Sin poder resistirse, Marco levantó las manos y enredó los dedos entre la larga y tupida melena negra azabache de ella. Bajó las manos por su espalda hasta encontrar sus caderas y atrayéndola más hacia él, la dejó pegada a su cuerpo, un cuerpo demasiado caliente. Su erección, dura y gruesa, era resultado de una necesidad desesperada y prolongada.
Mesalla le rodeó la cadera con las piernas y encontró los firmes músculos de las nalgas masculinas, apretándose aún más. Él gimió con un sonido desgarrador que surgió de su garganta. Le cogió el pelo todavía más y la retuvo entre sus grandes manos.
—Estás jugando con fuego, pequeña gata salvaje —dijo el soldado sonriendo.
Ella alzando la vista le contestó:
—Has estado demasiado tiempo fuera Marco, sabes que la fidelidad no está entre mis virtudes. No consigo que nadie me satisfaga como tú lo haces.
El soldado sonrió y besándola de nuevo se propuso resarcir a aquella mujer por su ausencia.
Marco conocía su propia valía para su emperador Nerón. Tenía todas las características de un legionario perfecto: un cuerpo moldeado desde la infancia para el arte de la guerra, una mente privilegiada para las estrategias y tácticas militares y un cuerpo despojado de alma. Lo que mantenía con vida a Marco era, junto con su habilidad para la lucha, la aceptación de la muerte. Un soldado que luchaba con miedo cometía demasiados errores, nada le unía a este mundo, salvo su hermano Máximus. Con su muerte no habría nada que dejase atrás, salvo una carrera de batallas y éxitos. Todos recordarían al Comandante Marco Vinicius como un gran militar y estratega. Esa sería su herencia.
Mientras sus pensamientos se centraban nuevamente ante lo que tenía en las manos, volvió a prestar atención a su segundo al mando y repasando los mapas desplegados frente a ellos contemplaba la opción más viable para controlar aquel territorio, en ese momento la puerta de la tienda se abrió de repente. Marco y el Tribuno Quinto Aurelius se quedaron mirando al mensajero que pedía permiso para entrar. Asintiendo con la cabeza el Comandante se lo permitió y seguidamente el soldado con una extremada rapidez después de tantos años de entrenamiento, le entregó una misiva procedente de Roma. Desplegándola sobre la mesa, Marco leyó las instrucciones y sin mirar a Quinto le ordenó:
—Nos marchamos, el emperador nos ha encomendado una nueva misión. Ordena a los centuriones levantar el campamento y preparar la marcha.
El tribuno asintió y obedeciendo las órdenes de su superior, salió de la tienda para empezar a prepararlo todo.
Baelo Claudia (Gades, Hispania), 02 de enero del año 63 d. C
Uno de los centuriones del pequeño grupo de legionarios que se había adelantado a examinar el lugar, señaló hacia la entrada cuando divisaron una de las puertas principales de la ciudad. Marco examinó la muralla que se alzaba frente a ellos evaluando silenciosamente el estado de dejadez y deterioro en el que se encontraba y asintiendo encabezó el grupo hacia la nueva misión.
—¡Centurión! Volved al campamento y ordenad a los demás que se preparen para entrar hoy en la ciudad. En cuanto encontremos el sitio más adecuado, procederán a levantar otra vez el campamento—. Ordenó Marco.
—Sí señor—. Y seguidamente el soldado volteó su caballo camino del lugar donde esperaba el resto de la legión.
Julia sabía que estaba maldita. Toda su estirpe estaba condenada, pero en el más recóndito e infinito átomo de su cuerpo no cabía lugar para la lamentación, lo tenía totalmente asumido. Gracias a las enseñanzas de su maestro Tito, no había sido una mujer de mirar hacia atrás y regodearse en sus penas. Estaba de acuerdo con su maestro en que los hijos no tenían por qué pagar la herencia de sus padres, eran libres de elegir su propio destino: luchar por seguir viviendo ¡Qué remedio! Y eso hacía. Aunque delante de todo el mundo Julia aparentaba ser una simple esclava, la realidad era totalmente distinta. Ahora era una esclava pero había nacido siendo una persona libre, y no cualquier persona precisamente, sino como la hija del emperador Calígula. Preparada desde pequeña, su maestro Tito siempre insistió en que el aprender no estaba de más y podía decir que su saber versaba sobre todas las artes existentes: cálculo, lectura, literatura, retórica, latín, matemáticas, medicina,...e incluso había ciertas prácticas de defensa personal. Su maestro la había preparado para el oficio del cual estaba a cargo, era la mano derecha de Tito Livio. Por ella pasaban todas las decisiones relacionadas con la factoría de salazones y la producción del garum. La supervisión de la Casa de Tito también ocupaba parte de su tiempo, y tiempo era lo que le sobraba. Con una infancia marcada desde su nacimiento y con una condena para toda la eternidad, Julia no tenía ningún derecho a formar una familia,... pero ¿qué sacrificio era ese ante la posibilidad de perder la vida? Gracias a la rápida intervención de su tío Claudio y de su maestro seguía viva, en el anonimato, pero viva. Solo lamentaba la ausencia de su madre, de la que no guardaba ningún recuerdo en su mente.
Los esclavos de la Casa de Tito se habían convertido en su familia. La mujer esclava romana no tenía ningún derecho, excepto el de la vida y ni siquiera ese, era propiedad suya ¡Qué ironía la de los hombres! Como si una mujer no les hubiera dado la vida.
Ella, Julia Drusila, era conocida únicamente como Julia, la esclava de la Casa de Tito Livio. Su maestro y amo Tito, era un rico comerciante que se dedicaba a exportar a todo el Imperio las conservas y salazones que ellos mismos producían. La salsa garum era conocida y demandada por cualquier casa patricia de alcurnia que se preciara, por algo debían distinguirse los patricios del pueblo llano. Gustaban hacer alarde de su riqueza, y consumir el exquisito garum era uno de los placeres en todo el Imperio.
Vivía en un entorno privilegiado. Baelo Claudia era una ciudad situada en la Ensenada de Bolonia, en la provincia de Gades. Su estratégica situación la situaba como el principal puerto marítimo del Mediterráneo que permitía el comercio exterior con el norte de África y el resto del Imperio romano. Amaba esa ciudad, sus gentes cosmopolitas, su playa y ese clima que la hacía excepcional. Desde la sierra bajaban agua a través de diversos acueductos que abastecían a la ciudad, tanto para el consumo de la población como para la fabricación de los salazones. En la parte sur de la ciudad, junto a la playa, contaban hasta con un puerto marítimo. Sin embargo, eso conllevaba el inconveniente de que en los últimos tiempos habían tenido varios saqueos de hordas de piratas mauritanos y germanos. Su maestro andaba estos días más nervioso y ajetreado. Roma había mandado el aviso de que un enviado especial llegaría en breve y se ocuparía de la vigilancia de la ciudad, resolviendo el tema de los pasados robos. El enviado iba a alojarse en la Domus de Tito, su maestro. Toda la casa andaba revolucionada preparando el recibimiento del importante e ilustre romano.
Mientras Julia atravesaba el atrium pudo escuchar voces que procedían de la cocina. Toda la casa era un hervidero de actividad, y ella no lograba hacer todo el trabajo a tiempo. Ocuparse de todo conllevaba mucho esfuerzo y dedicación y por desgracia la cantidad de tiempo con que contaban para prepararlo todo era escaso. Aunque contaba con la ayuda de su amiga Claudia, la joven siempre parecía estar en las nubes. No había sentido hambre en todo el día pero su estómago rugió avisándola de que no había probado nada desde la mañana. Conforme iba avanzando unas risas infantiles se escucharon procedentes del porche, por lo que salió a averiguar lo que tramaban ese par de pillos.
—¡Paulo!, ¿cuántas veces te he dicho que cuando se esperan invitados el amo no quiere que andéis jugando por aquí? ¿Qué estabais haciendo?, ¿y esas risas?... No me fío de ti ni de tu hermana, pero ni un pelo.
—Julia hemos visto meterse un ratón dentro de la casa y entre Helena y yo lo hemos cogido-. Señaló el entusiasmado niño.
—¿Dónde está el ratón? —preguntó Julia preocupada.
Metiéndose la mano en el bolsillo, Paulo sacó un pequeño animal envuelto en un trapo.
—Quiero que lo lleves a la huerta que hay detrás de la domus y lo dejes libre, ¿de acuerdo? Y mientras los invitados estén en el comedor no se os ocurra asomaros por ahí, ni hacer ninguna fechoría de las vuestras. Avisados quedáis los dos—. Dijo Julia mirando fijamente al niño y a su hermana, mientras les señalaba con el dedo.
Ambos niños se miraron y riéndose, prometieron portarse bien.
—¿Quieres venirte al macellum Paulo? Necesito ayuda con el pedido que le hice al carnicero—. Al pequeño le brillaron sus ojos de la emoción y asintiendo con la cabeza le aseguró a Julia que iría con ella.
—Llevo corriendo el ratón al huerto y enseguida me voy contigo—. Dijo el niño marchándose corriendo sin esperar la contestación de Julia.
—Está bien, te espero en la cocina, no corras—. Dijo Julia gritando para que el pequeño la escuchara.
Cinco minutos después ambos se encontraron en el portón de la casa, el pequeño se agarró de la mano de Julia y juntos salieron por el pasillo de la casa a recoger las provisiones que faltaban.
El mercado era un hervidero, por las mañanas era imposible moverse por calles que conducían a los distintos puestos. Mercaderes y comerciantes exponían sus mercancías para venderlas. Cualquier cosa podía comprarse en Baelo Claudia, desde los alimentos más básicos para comer hasta las extravagancias más raras traídas desde los distintos y diversos confines de la tierra. Saludando a la gente y a los comerciantes de las tiendas, Julia llegó al puesto del carnicero a recoger su pedido. Mientras el hombre le daba las provisiones, se escuchó un ruido procedente de las inmediaciones. Dándose la vuelta Julia miró hacia el jaleo, apreciando que unos soldados romanos montados a caballo estaban entrando en la ciudad. Por sus vestimentas debían ser personas importantes. El lujo de sus atuendos era solo comparable al de un emperador. Julia observó como el cabecilla llevaba la banda escarlata. Un Comandante de la Legión se diferenciaba del resto de sus oficiales superiores por su coraza musculada más elaborada, y por la capa que se sujetaba al hombro. También tenía alrededor de su coraza una banda de tela fina escarlata que se anudaba en arco alrededor de su cintura.
Marco se fijó desde el mismo momento que entró en aquella abarrotada plaza, cómo una muchacha lo contemplaba extasiada. La miró detenidamente, intentando encontrar una palabra para describirla. Perfecta, curvilínea, de esqueleto menudo y pequeña cintura, su pelo rubio como el oro caía por su espalda y atraía la atención hasta su monumental cuerpo. A Marco, Comandante de la Novena Legión, se le cortó la respiración. Esa joven era exquisita, hermosa y deslumbrante. Con una piel de satén, que podía ser el deleite de cualquier mortal, poseía unos increíbles ojos verdes, del color de las colinas de Roma, bordeados de pestañas espesas y largas. Aunque se podía apreciar que era una esclava por su túnica, debía de pertenecer a alguna casa rica, puesto que la tela era de una calidad superior a la acostumbrada para los esclavos. La túnica se pegaba a su piel haciendo resaltar unos pechos altos, plenos y dejaba al descubierto la línea de su garganta, con unos perfectos y formados hombros. La expresión de su rostro era distante, había líneas de tensión en torno a su boca carnosa y sensual. Esa mujer no era libre, pero todo esclavo tenía un precio, y esa mujer sería suya. Estaba hecha para el placer de un hombre, el de él. De repente, se sintió conmocionado por el giro erótico que empezaban a seguir sus pensamientos, e imponiéndose su rígida disciplina volvió a estar atento a la calzada.
—¡Maldición! —pensó Julia— esos soldados tenían que ser sus inesperados visitantes. Se habían adelantado.
Julia no se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, hasta que percibió que el hombre estaba examinándola de arriba abajo como si de un trozo de carne fuera. Un vistazo a esos ojos deslumbrantemente azules como el mar hizo que le flanquearan las rodillas. Ahora estaba segura de que los dioses se estaban burlando de ella. Tensa y ensimismada en sus propios pensamientos, sin previo aviso, el enorme caballo de guerra del Comandante pareció exaltarse y encabritarse. Para su propio horror comprobó que iba derecho hacia el pequeño Paulo que se encontraba mirando un puesto cercano. Julia corrió intentando alcanzarlos, esquivando a la gente allí congregada, saltó sobre el pequeño y agarrándolo se tiró al suelo, metiéndose debajo de un pequeño carro de verduras que se encontraba por allí, protegiendo a su vez al niño con su cuerpo, mientras pensaba que iban a morir en ese mismo momento.
El enorme caballo negro bufaba y resoplaba, moviendo los ojos como enloquecido, nervioso, agitando la cabeza y tensando las patas. Totalmente encabritado, daba coces contra el carro donde el niño y la mujer estaban agachados, con unos golpes que hacían temblar hasta el mismo suelo. Envolviendo al pequeño cuerpo con sus brazos, Julia se puso encima recibiendo la mayor parte de las sacudidas.
Sujetando el caballo firmemente, el jinete y la bestia eran uno solo. El dueño pudo hacerse con el descontrolado caballo después de unos momentos largos de tensión y peligro. Julia se sentó en el suelo y con el dorso de la mano se apartó de la frente los mechones de pelo rubio que se le habían escapado, dejándose una mancha de tierra. Examinó al niño y palpándolo comprobó que no se hubiera hecho daño. Volviendo la cara hacia la comitiva allí parada, pudo detectar que el hombre la miraba desafiante y con cara de enfado.
El caballo de Marco se acercó un poco más hacia donde esos imprudentes se encontraban, y fijando sus ojos azules en los verdes de ella, el hombre sintió un tirón magnético. Él pasaba una y otra vez de la absoluta admiración por la belleza de aquella mujer a una rabia que lo consumía lentamente. Sintió cada uno de los golpes que se dio la joven cuando cayó al suelo como si los hubiera recibido él mismo. Su caballo podía haberlos matado.
Bajando del caballo se acercó y cogiéndola de la mano la ayudó a levantarse del suelo.
—¿Te has hecho daño esclava? ¿Puedes caminar bien? —le preguntó Marco.
Ella asintió confirmando que estaba perfectamente pero mientras le daba las gracias, el guerrero se había adelantado y cogiendo a Paulo de la oreja fuertemente lo miraba enfadado mientras le decía levantándolo unos palmos del suelo:
—A ti te voy a dar yo tu merecido ¿Qué has hecho para que se encabritara mi caballo?—. Preguntó el general al niño.
Paulo asustado y llorando, confesó que había sacado un ratón del bolsillo y que justo cuando el caballo pasaba por su lado se le había escapado del pantalón. Julia sintió como su cuerpo se encogía por el miedo.
—¡Paulo!, ¿de dónde salió ese ratón?, vi como se lo dabas a tu hermana —dijo Julia preocupada y enfadada por ver como retenía aquel hombre al pequeño.
—No te enfades Julia, pero llevaba dos ratones, solo deje uno—. Dijo el pequeño.
Enfurecida, se volvió hacia el hombre y con las manos entrelazadas con recato y mirada cabizbaja le pidió perdón por el suceso. Prometiéndole a su vez, castigarlo severamente en cuanto llegara a la casa. El orgullo era una cosa y la estupidez otra muy diferente. No podía hacer enfadar a ese soldado, su amo se molestaría enormemente si ofendía a sus invitados.
Marco en completo silencio dudaba sobre lo que hacer, por un lado no había dejado pasar nunca un hecho de semejante naturaleza sin un castigo pero por otro, no quería estar en malos términos con aquella mujer, contemplaba otros propósitos para esa esclava. Asintiendo con la cabeza aceptó la disculpa y volviéndose hacia sus soldados, cogió a su caballo y de un salto montó en él.
—¿Podrías decirme esclava donde se encuentra la Casa de Tito Livio? —dijo el Comandante con altivez.
—¡Tierra trágame!—. Pensó Julia, tendría que decirle a aquel sujeto donde estaba la casa de su amo y no hubiese querido que la relacionase con él de ese modo—. Señor, yo pertenezco a la Casa de Tito Livio, si quiere puedo guiarles a usted y a sus hombres y enseñarles el camino—. Contestó Julia con prudencia.
—¡Vaya! Los astros están de mi parte—. Pensó Marco en silencio.
Ofreciéndole la mano a la muchacha y sin dirigirle palabra alguna, le dio la orden silenciosa de subir con él al caballo. En cuanto la muchacha montó, dio la orden a los demás de que uno de los soldados montara al chico. El Tribuno Quinto Aurelius contempló la escena divertido desde su semental. Y agarrando al travieso e inquieto muchacho lo subió al caballo detrás suyo.
La Casa de Tito Livio se encontraba a orillas del Mar Mediterráneo. La pequeña comitiva descabalgó y los sirvientes atentos y eficientes, cogieron a los animales llevándolos a los establos para que descansaran mientras se ocupaban de ellos. Julia hizo pasar a los invitados dentro de la Casa. La vivienda era amplia, elegante y soleada. En la parte central de la domus, había un espacio abierto en torno al cual se disponía el resto de las dependencias. El atrium, estaba adornado con columnas de mármoles preciosos, e incluso del más caro alabastro. Sus paredes también parecían lujosamente revestidas de piedra y con pinturas al fresco. Con mesas de mármol, estatuas y un estanque central, el atrio parecía ser un lugar verdaderamente delicioso. La esclava los hizo pasar a una sala espaciosa, bien decorada, abierta totalmente al pórtico en su extremo que era utilizada para recibir a las visitas y ofrecer un lugar privado para conversar. Ofreciéndoles asiento se disculpó y salió en busca de su amo.
Marco se volvió hacia su amigo Quinto y le preguntó:
—¿Qué te parece?
Quinto volviéndose le contestó:
—¿La casa o la mujer? —seguidamente, ambos se echaron a reir.
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