3.1) Sacrificio
Recién arrancaba la madrugada del 15 de marzo. En un pequeño poblado de unos cuantos miles, se encontraba una iglesia como pocas hay, peculiar por estar construida en la cima de una zona arqueológica. No recibía visitantes, irónicamente, para proteger los vestigios del maltrato.
Un hombre aguardaba de pie al borde de la subida escalonada. A pesar de ir vestido como un oficinista, la pureza en la blancura de su ropa cautivó a la luna, haciéndola concentrar toda su luz en él. La misma razón que lo traía allí, era por la cual se mantenía tan alerta. Escuchó el eco de las pisadas saliendo de la capilla y sin girarse, habló con su subordinado.
—¿Y bien?
—Había un par de círculos de... no sé de qué son. ¿Podría venir a verlos? No los encontré en los registros —explicaba el joven mientras se acercaba a su superior.
—Si no los encontraste entonces no son nada. Probablemente fue obra de algún puñado de jóvenes jugando a lo que no deben. Ojalá no hayan usado a ningún animal.
—Fuera de eso, no había más que basura.
—¿Y la recogiste?
—Sí, aunque no le veo el punto. Ésta debe ser la iglesia más alejada de la mano de Dios. ¡Ni las moscas se paran acá!
— No existe tal cosa como un lugar fuera del alcance de Yahveh. Aunque... no es tan trivial como tú crees—acompañó con una llana sonrisa—. ¿Qué crees que representa esta capilla, aquí, en este lugar?
—Pues está sobre las ruinas de un templo blasfemo —se giró a observar la cruz que decoraba la fachada—. Es un símbolo. Una sentencia. Un recordatorio.
Precisamente, no pudiste explicarlo mejor —se desajustó un poco el cuello de la camisa, para liberar su aliento—. Será sobre mi cadáver que alguien o algo mancille éste o cualquier otro recinto. Y henos aquí, para reafirmar dicha voluntad.
El chico que trataba de alzarse en ánimos con bromas se vio abatido por el sermón de su superior.
—¿De verdad es necesaria nuestra... su intervención, señor?
—¿Sugieres desplegar alguna Orden para que se haga cargo?
—Sucede que, en primera instancia, este territorio fue anexado por acción militar, y no divina.
—Te equivocas con descaro, muchacho, aunque me duela decirlo. ¿Cuándo crees tú que se produce la mayor Transustanciación de Energía Divina proveniente de plegarias?
—En... en la guerra, señor.
—Eres muy joven para saberlo, pero cierto es que en este continente se libró una de las Guerras Santas más sanguinarias que he visto. Fue un choque entre mundos sin precedentes. Al final salimos vencedores, mas no podemos decir que fue un conflicto entre humanos y nada más.
—Un momento... ¿Usted participó en esa guerra?
—¿A quién crees que rezaban los de armadura antes de cada batalla? —le miró a los ojos y le cogió el hombro, regalándole un suspiro paternal—. He ahí tu inexperiencia, Tomás, y espero que algún día seas capaz de verla, aunque yo no esté.
—¿P-por qué lo dice?
—A partir de hoy, quiero que entiendas una cosa... Más bien, quiero que te olvides de esa forma en la que te has visto al espejo hasta ahora. ¿Qué somos nosotros?
—Señor, usted sabe que la respuesta a su pregunta varía según...
—¿Qué somos?
—S-somos mensajeros y guerreros del Ejército Celestial... Ángeles.
—¿Y eso es lo que ves cuando miras tu reflejo, o acaso ves una mera interpretación artística y humanizada?
El joven no logró interpretar esas palabras. Mientras el chico pensaba con la cabeza en alguna nube, su superior pasó ambas manos al frente y desplegó una imponente espada forjada en plata y platino. Por su propio peso la punta se clavó en el suelo y el ángel pudo apoyarse en ella. Al sentir la despampanante aura del arma, Tomás reaccionó y volvió a la realidad.
—Señor, ¿qué hace?
De la nada, una ponzoñosa niebla inundó el recinto, cubriendo más de un metro de altura e impidiendo ver por dónde se andaba. Siguiendo su entrenamiento, Tomás activó e hizo visible la aureola sobre su cabeza, invocando por conjuro un fino velo arcoíris, parecido a una pompa de jabón, el cual lo mantendría a salvo del letal humo. El joven, que hasta hace unos momentos subestimaba deliberadamente la situación, ahora sentía miedo, sobre todo al ver que su superior también se vio obligado a desplegar su propia aureola, deslumbrante como un cúmulo de mil soles. En todos sus años como subordinado, nunca se la había visto y más que alegrarse, le aterraba la idea de que ésta fuese la ocasión que lo requería.
—¡Señor! ¡¿Por qué hace esto?! ¡No... no irá a decirme que es necesario!
—¡Silencio! —abanicó con su espada y disipó la niebla, para después colocarse en guardia—. Te ruego que me perdones, Tomás... Todos tus años de preparación y entrenamiento han llegado a un súbito final, pues ésta es la primera de incontables y tormentosas pruebas que se avecinan. Desearía tener más tiempo, pero el día nos ha llegado.
Tomás sintió el aura del superior volviéndose más densa conforme su discurso progresaba. No se lo podía creer. Siempre soñó con ver a su maestro luchar en todo su esplendor, pero él esperaba que eso ocurriese al final de los tiempos como dicen las sagradas escrituras. Se negaba a aceptar que ciertos individuos requiriesen tan apocalíptica determinación suya.
—Retrocede, observa y ni se te ocurra parpadear. Esto... es la guerra.
Una abrumadora presencia cuya fuente era indetectable, casi que provenía de todos lados, cayó sobre los hombros de los alados. El joven inexperto aprendería a las malas, lo que es verle el rostro a otro dios.
—¡No lograrás nada sin dar la cara! ¡Muéstrate y sal de tus blasfemas tinieblas! —gritó Tomás, endemoniadamente frustrado.
De entre el humo surgió un hombre bañado en la noche, con lo que parecía ser un antifaz turqués cubriéndole la mitad del rostro, y algunos de sus mechones luciendo colores dignos de una artesanía. Fuera de eso, era un joven común y corriente no muy distinto a Tomás.
—Te daré la oportunidad de explicarme el porqué de que haya este cuchitril sobre las ruinas. Y elije bien tus palabras, que mi paciencia es corta.
—No hay nada que explicar. Esta iglesia está y seguirá aquí. Tu opinión no tiene lugar ni validez alguna —replicó el superior—. Te aconsejo rendirte y suplicar perdón.
—Y si no... ¿Qué vas a hacer? ¿Rezar un Ave María?
Aquel de la gran aureola, alzó su espada mientras murmuraba salados e irreconocibles cánticos. Entonces fue engullido por las hojas de un libro escrito con la tinta de los cielos. De entre el papel y las trompetas, surgió el mismo hombre que antes, vestido con una deslumbrante armadura y con su aureola ahora extendida en una puntiaguda corona ardiente. Tomás intentó imitarlo, pero su superior le detuvo, diciéndole con la mirada que se limitara a observar desde la puerta, desde el interior de la capilla.
—No me dejarás otra opción más que enviarte al infierno personalmente.
El de mechones coloridos pasó de tener una expresión burlona, una con el resentimiento y la ira tatuadas sobre su oscura piel. El alado apuntó el filo de su espada hacia el profano y cuando pretendía dar su nombre, fue interrumpido.
—Mira nada más... ¡Pero si eres tú, maldito infeliz!
—¿Sabes quién soy?
—Más que saber, ¿cómo podría olvidarte, Michael? Aquel que lidera el Ejército Celestial y participará en el Juicio Final —le devolvió la amenaza extendiendo su puño—. Mejor déjame preguntarte... ¿Me recuerdas?
—¿Por qué debería recordarte? No eres nada ni nadie. Jamás lo fuiste y jamás lo serás. ¡Ahora aférrate al aciago destino que mereces para toda la eternidad: el olvido!
—Te equivocas en todo lo que escupes, arcángel —hablaba al lento paso al que se acercaba al alado—. Por supuesto que me recuerdas, si no, no estarías tan tenso y nervioso como la última vez que nos vimos. Ah... ¡¿Cómo olvidar el hedor de tu miedo?!
—Permíteme recordarte, que fueron los tuyos quienes perdieron en ese entonces. No será ningún problema repetir lo que alguna vez ocurrió.
—En su momento, tuve que lidiar con ustedes y con todos los que se les unieron. Esta vez, estamos solos tú y yo... Hasta me compadezco de ti. Ya de por sí es demasiada bondad que te esté hablando en esta sucia lengua para que puedas entenderme.
—Ni te molestes, pues te aborrezco en todo sentido.
—No lo entiendes. Más bien, te niegas a hacerlo —se detuvo a un par de pasos de él—. Empieza a rezar, Michael... ¡Aunque seré yo, Tezcatlipoca, te dará juicio y penitencia!
Dicho lo dicho, el mexica se abalanzó sobre el arcángel dispuesto a partirlo en dos con una violenta patada lateral. Michael reaccionó a tiempo y giró su espada para que esta bloqueara y se clavara en la pierna de su enemigo, quedando Tezcatlipoca enganchado al filo del arcángel.
—¡Lento... e ingenuo! —dijo Michael.
—Por fin concordamos en algo.
Sin saber cómo ni de donde, el alado recibió de lleno un rodillazo que lo mandó a volar, dando estrepitosas vueltas cual si fuera un vil muñeco de trapo. Reaccionó para desplegar sus alas, no a tiempo, pues recibió de lleno un macanazo en el pecho que lo propulsó desde las alturas, estrellándolo contra la iglesia y destruyendo sus paredes con su cuerpo.
Tomás, que asomaba medio cuerpo y observaba ansioso la supuesta batalla desde el portón, los perdió de vista en cuanto Tezcatlipoca asestó el primer golpe. Lo siguiente de lo que se enteró fue del estruendo que cayó a sus espaldas. Se giró sin querer mirar.
—¿S-se... señor?
En medio de un huracán de plumas blancas, vio al moribundo ángel sobre el altar. Con trabajos se puso en pie, se apoyó sobre su espada y tosió sangre al suelo.
—¿Q-qué? ¿Cómo? Señor, usted...
Recién comenzaba a caminar hacia él, cuando la presencia del mexica rebasándolo a paso lento lo frenó. Le pasó a un lado, como quien rebasa a un extraño por la calle, y se miraron a los ojos por un instante, más bien, Tezcatlipoca miró en el alma de Tomás y manoseó sin permiso todo lo que encontró allí.
—¿Qué pasa, paloma? ¿No me detendrás? —se burló y le cogió el hombro—. ¡Anda, inténtalo! No voy a matarte. Gastaría más energía haciéndolo que de la que puedo sacar de tu corazón.
—¡Déjalo en paz! —gritó Michael—. ¡No he acabado contigo!
—Tienes razón, disculpa.
El chico le miraba fijamente. Lo tenía justo delante de él, y de nuevo se esfumaba de su vista. Tezcatlipoca ahora estaba frente al arcángel, quien con todas sus fuerzas abanicó contra el mexica, sólo para ser derribado de un puñetazo.
—Vaya que han caído bajo, Michael. Ni siquiera eres el mismo de aquellas noches de sangre y pólvora.
—Así... Así debe de ser —murmuró el alado—. זה תורך, תומס.
—En fin, terminemos con esto...
—¡¡MALDITO DESGRACIADO!! —gritó Tomás, abatido e incapaz de acercarse—. ¡TE ARREPENTIRÁS DE ESTO! ¡¿CÓMO TE ATREVES A ENTRAR ASÍ A LA CASA DE...?!
Con una falta absoluta de misericordia, Tezcatlipoca incrustó su puño en el pecho del arcángel, rompiendo sin cuidado la invisible barrera sagrada que lo recubría. Seguidamente, jaló aún dentro para levantarlo del piso.
—¿La casa de... quién? Los ladrillos de esta pocilga que han construido le pertenecen a otro. ¿De verdad me harás decirlo?
Con las fuerzas que le restaban, el alado dio una última mirada a esos vacíos ojos, apretando y clavando sus uñas en su hombro.
—Aquí... yo... soy dios.
Un crujido hizo eco en el recinto y la sangre corrió como agua sobre el altar. Tomás observó cómo el mexica extirpó del arcángel su premio, y exprimió su contenido sobre sí mismo, saboreando la brutal victoria con la arrancaba su carrera hasta la cima. El chico no pudo más y perdió el conocimiento.
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