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2.1) Promesas de porcelana


La chica de lino fino encaró a la materialización de todas las calamidades, una criatura de piel negra como la brea, devoradora de luz e irradiadora de horror. El encuentro le regaló un escalofrío que recorrió su cuerpo hasta colisionar con el latente calor en su vientre, el cual se avivó por la fricción de sentir la cuchilla deslizarse fuera. Ella la veía de reojo pues no lograba despegar la vista de esa retorcida dentadura.


«¿Qué está pasándome?

Mi cabeza se está nublando y el dolor... se está yendo.

Qué curioso. Me estoy muriendo y apenas lo noto»


Sin salir de debajo de la cama, el cuello se alargó hasta quedar cara a cara, y la garra se ramificó en pequeñas manos inverecundas. Babilonia colocó sobre el tocadiscos de su actuar un vinilo polvoriento que guardaba en su memoria. Cerró los ojos y pretendió esperar a que la canción terminara. Hasta que, sorprendiéndose a sí misma y fingiendo retorcerse del dolor, metió su mano por debajo de su almohada donde escondía un atrofiado guante con cuchillas. Se había prometido no volver a tocarlo, sin embargo, ahí lo guardaba tan cerca de sí. Como quien abre un viejo álbum familiar, su mente se inundó de recuerdos al sentir el frío del metal, conforme su mano se deslizaba y sus dedos se entrelazaban con las cuchillas. Se armó de valor y se lanzó a desgarrar el cuello del monstruo. Más que asustarla, la provocó, sólo que ella se negaba a verlo así.


«¿Qué estoy haciendo? ¿Me estoy resistiendo? ¿Por qué?

Sólo debería quedarme quieta y esperar a que esto termine. Podría morir y ya, se acabó. Es tan impropio de mi escoger el camino difícil.

No, miento. Es tal cual como soy. Si sigo aquí, es porque escogí el camino largo desde un inicio. Todas las tardes en la azotea, mirando los malditos barrotes... Sólo mirándolos y ya»


Manipulaba el guante como si fuera una extensión de sí misma; una máquina entrenada y hecha para hacer el máximo daño posible. La bestia se alejó con una carcajada, de alegría y no de burla. Babilonia revisó en corto su herida e ignorando su condición, forzó la adrenalina en su sangre al ponerse de pie.


«¿No dañó ningún órgano importante? Tampoco me partió la columna cuando perfectamente podría haberlo hecho.

¿De verdad quiere matarme?»


Su corazón, que antes estaba por colapsar del estrés, ahora se tornaba en un bombo de guerra, propagando cada latido a todas sus arterias y venas en estruendosas vibraciones que llegaban a sus tímpanos. Sus células se bañaban en oxígeno y sus neuronas volvían a conectarse en una sincronía de coro. Eso sí, no la pasaba bien. De hecho, se sentía tan pero tan bien, que se sentía horrible. Todo su cuerpo funcionaba más allá de la perfección, convirtiéndose en un exceso que le afectaba más que la propia herida. Eso se había vuelto incidental, en el sentido de que el malestar no se comparaba con aquel generado por el inmensurable bienestar.

—¡¿Q-qué diablos me hiciste?!

La criatura negó falsamente con la cabeza. Lonia se abalanzó sobre él dispuesta a hacerlo picadillo, pero el monstruo embistió a la joven sin darle oportunidad de reaccionar. La sacó volando con tanta fuerza que atravesó la puerta que daba acceso a las escaleras y todavía tuvo el impulso suficiente para estrellarse en la pared. Ahí escuchó las pisadas, se levantó como si nada y con lúcidos reflejos esquivó cada ataque conforme descendía. Ya en el primer piso, decidió que había huido lo suficiente y se atrevió a frenar el ataque con su guantelete. La cuchilla soltó opacas chispas al ser bloqueada.

—¡¿Qué... qué quieres de mí?! —ardía por dentro en toda la extensión de la palabra.

—La dosis de prueba está funcionando. Propio de usted, princesa. Ahora, ¡alégrese! Es hora de su coronación.

—¿Corona... ción? ¡¿De qué carajos hablas?!

En un instante que su voluntad decidió, abanicó asestando un puñetazo a la quijada del monstruo, arrancándole la mandíbula inferior. Los dientes rodaron cual canicas por la sala. Babilonia miró la sangre en su mano, cerrando y abriendo su puño sin poder creer de lo que era capaz, ni mucho menos de entender qué sucedía con su cuerpo. Tambaleaba sin control, pues su organismo trataba desesperadamente de deshacerse del exceso de vitalidad, al mismo tiempo que se sentía invencible. Se llevó una mano al vientre, sintiendo la carne viva, mas no sus entrañas. La herida estaba terminando de sanar.

Las paredes crujieron cuando alguien derribó la puerta principal. Sin titubear, la enfermera entró corriendo al apartamento, dispuesta a enfrentarse a dios si hiciese falta. Llegando a la sala lo vio todo.

—¡Lony! ¡¿Estás...?!

Una patada bien colocada hizo estallar lo que le quedaba de cabeza al monstruo. Laura llegó justo a tiempo para recibir la rociada en primera fila. Babilonia bajó la pierna, aun temblando, y por puro instinto se lamió los labios. Entonces, se giró al notar la presencia de su amiga.

—¡¿Laura?! ¡¿Qué estás haciendo aquí?!

Estaba en shock absoluto. La quijada le temblaba, sentía la sangre salpicada deslizarse en su piel como sudor, y sus ojos bailaban sin saber adónde mirar. Babilonia se acercó e intentó hacerla reaccionar, llamando a su nombre y sacudiéndola.

—Lo mataste... Le volaste la cabeza —balbuceó, incapaz de apartar la mirada del cuerpo—. ¿Q-qué carajos mataste?

—¡Laura, cierra los ojos! ¡O al menos mírame!

Le hizo caso, pero sólo se encontró con el rostro de la sumeria igual o aún más salpicado que el suyo. Voces y pasos se escucharon desde las escaleras y pasillos del complejo, eran los vecinos que, alertados por el alboroto, salían de sus apartamentos a revisar qué sucedía. 

—Rodri... Quizá aún pueda salvarlo —se levantó y salió corriendo.

Babilonia, con sólo escuchar el nombre del otro, la siguió sin cuestionar nada. Ambas estaban a punto de desmayarse, cada quien por sus respectivos motivos. Mientras bajaban las escaleras hasta el apartamento del rubio, los vecinos angustiados preguntaban el motivo de su demacrado aspecto, pero ellas sólo respondían una cosa.

—¡Llamen a emergencias, por favor! —gritó Babilonia para después derribar la puerta de una patada.

Mientras ella gritaba su nombre y buscaba en la planta superior, la enfermera lo buscó en silencio. Ningún vecino se atrevió a seguirlas dentro, y por más que intentaban llamar por teléfono, nadie tenía señal o internet.

—Lonia. Lo encontré —habló desde el balcón, el del primer piso.

—¡Y-ya bajo! ¡¿Cómo está?!

—Bueno... Encontré las piernas.

Babilonia resbaló con las palabras y bajó rodando el resto de los escalones. Por el exceso de energía, todos los músculos de su cuerpo se acalambraron, no dejándole otra más que arrastrarse. Al llegar al balcón, encontró a su amiga sentada en una de las sillas, viendo y no mirando, la mitad inferior de lo que alguna vez fue Rodrigo Ramos.  

La sumeria parpadeó y al abrir los ojos, frente a ella encontró las puertas de un ascensor. Estiró la mano hacia el panel de botones y no encontró ninguno para presionar. Había un botón de emergencia, pero no un intercomunicador. El movimiento era confuso a un nivel agobiante, pues era imposible distinguir si subía, bajaba, avanzaba, retrocedía, o si iba a un lado u otro. Se tocó el cuerpo sin notar rastro de su enfrentamiento.

—¿El sueño del ascensor? Esto... ¿es real? —respiró con cierto alivio al percatarse de que volvía a sentirse normal, si es que cabe la palabra—. Pues sólo me queda esperar a despertar.

Vaya fue su sorpresa cuando el movimiento cesó y las puertas se abrieron, cosa que nunca creyó capaz de ocurrir. Peló los ojos y los talló en un intento de dar por concluido el sueño, pero seguía ahí. Dio un vistazo rápido desde el interior y salió tomada de la mano de la timidez y la curiosidad. Su andar ganó confianza conforme se alejaba del ascensor.

—Esto no podría ser más raro —miró atrás—. Laura y Rodri... ¿Qué pasó con ellos?

Escuchó el inconfundible sonido de un brebaje siendo servido, se giró en su dirección y descubrió una alargada mesa, construida con materiales y técnicas de distintas eras. Se acercó y notó que, sobre la parte hecha de adobe, yacía una huesuda copa. Al tomarla, quedó hipnotizada con el diseño. Una garra escamosa hacía de tallo y parecía ser la razón por la que las pequeñas e incontables almas, desesperadas, se encimaban cual porristas, tratando de llegar a la cima, dando así forma al cáliz.

Sumergió su dedo y comenzó a frotarlo en círculos por el borde, para hacer cantar a las ánimas que comenzaron a aullar al unísono con contagioso desamparo, el cual lejos de asustarle, le conmovió. Pegó la copa a sus labios, entonces, por un instante sintió la presencia de otros tantos a lo largo de la mesa. El sanguinario aroma abatió su razón, haciéndola beber sin dudar.  

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