La Sirenita
Creo que Dios se equivocó al darme la anatomía de un hombre.
No soy una persona religiosa, pero supongo que alguien debe tener la culpa de los sucesos que ocurrieron durante el infortunio de mi niñez. No puedo echarme tierra a mí mismo, es más sencillo echarle la culpa a los demás; porque aceptar los yerros de tu afección te ponen contra la espada y la pared, te obligas a ti mismo a aceptar la responsabilidad de tus errores, y a enfrentar cualquier desastre que se avecine.
Hacer eso, derribar muros y ser la persona que deseas: es difícil.
«Porque un hombre no puede ser afeminado», me dijo un día papá, cuando me descubrió jugando con princesas de Disney.
Siempre he sabido que soy algo... diferente, un poco especial, menos normal que cualquier otra criatura imaginada por un niño de tres años. Soy un hombre que gusta de otros hombres, y eso es más peligroso que un monstruo bajo la cama.
Por eso decidí irme, retirarme, alejarme de la realidad que condena a marginados como yo a vivir con ordinarios reprimidos. Somos demasiados en Nigeria, me refiero a los que nos escondemos como cucarachas al sol. Por un tiempo creí haber encontrado un lugar seguro, un espacio en donde pudiera ser yo mismo; pero olvidé que la mentalidad de la gente, en todos lados, es la misma. He omitido la maldad, creyendo ciegamente en la urbanidad de las personas, sabiendo en lo más profundo de mi ser, que éstas jamás me entenderán y no querrán acercarse por mucho que las épocas hayan cambiado y los humanos tienten sus mentes a evolucionar.
Conducir me ayuda a despejar el alma, no la mente, pero sí mi alma. Deseo con todas mis fuerzas ser libre, tropezar con la paz o descubrir un paraje que me permita gritar con libertad quien soy y lo que siento. Creo... saber a donde voy. El hipnótico canto de las olas me llama, pronuncian mi nombre y me remontan a cuando cumplí seis años.
Mi padre me encontró frente a una figura mítica de pelo rojo, un peluche de una chica con aleta verde y ojos azules. Su piel era distinta a la mía, eso fue lo primero que capturó mi atención. La sencillez que emanaba su silueta me brindó quietud, calma y sosiego. Además, ella era hermosa, aún lo es, perfecta y muy bonita. Cuando papá me encontró observando aquella sirenita lo primero que hizo fue apartarme de los juguetes y prohibirme volver a preguntar sobre criaturas ficticias viviendo bajo la superficie.
Pero..., yo quería seguir investigando, descubrir el misterio y continuar expandiendo mi conocimiento. Adoraba sacar libros de texto con información sobre estas fantásticas mujeres, las únicas capaces de utilizar su canto para atraerte al océano. Ellas se volvieron mi obsesión. Nunca fueron mi secreto, aunque debieron serlo, porque los niños son, por naturaleza, crueles y agresivos a lo que no entienden. Fueron ellos los que me tiraban notitas insultantes a la cabeza, los mismos que ponían sus pies en mi camino para hacerme tropezar, y los que llamaban a mi casa y me decían «marica» cuando yo contestaba.
—¿Por qué me molestan? ¿Por qué me odian tanto, si yo no les he hecho nada para merecer esto? —le pregunté a papá.
Él me respondió:
—Es tu culpa, hijo; no deberías jugar con muñecas o ver a tus princesas de Disney. Deberías concentrarte en ser como todo el mundo, ser normal, y no una máquina que escupe diamantina y cree que el amor lo puede todo. El amor es efímero, hijo. No existe un alma que sea realmente feliz en esta vida, y tú jamás podrás ser la primera si continúas con esas manías que tienes sobre los reinos o princesas.
Papá tenía razón en algo: en esta vida, jamás podré ser feliz.
Medité sus palabras, lo hice cuidadosamente, toda la noche, y la siguiente y la noche siguiente. Llegué a la conclusión de que no fue el término de su dicción lo que me mantuvo pensando tres oscuras y solitarias noches en mi habitación, sino el efecto que me causó la ignorancia de mi propio padre ante estos temas, y el mal que me hacía el que ni siquiera él pudiera comprenderme aun cuando yo lo deseara, lo quisiera o lo sintiera cerca de mi puerta, pero sólo para decirme que apagara la luz, cuando lo que yo necesitaba era un beso en la frente o un abrazo sincero. Pero papá no da besos de buenas noches, ese era el trabajo de mami. Mami era nuestro pilar, nuestra ancla, cuando ella murió un hueco de entrada y salida apareció en el pecho de papá, sin intenciones de volver a llenarse con nada que no fuera su dulce recuerdo.
Padre murió a los cuarenta años.
«De un infarto», dijo el doctor.
«Falta de amor», le respondí yo.
Pensé en mi madre, en el ángel que de seguro se había convertido, por todo el amor que dio y recibió de su familia, y me pregunté si ella hubiera entendido mis intereses, mis gustos o mis secretos. Soñé con ella, con su larga cabellera negra y lacia, con su preciosa voz de Cenicienta y sus vestidos de cuello a tobillos. En mi mundo de fantasía sólo somos ella y yo, una madre y su hijo que respiran bajo el agua y hablan con las criaturas que ahí habitan. Somos felices, queridos por las olas que nos reciben con gusto cuando nos adentramos al mar, pero, en especial, somos nosotros mismos; y no existe un elixir más preservado que los latidos de mi corazón mientras duermo. Ese será siempre mi espacio seguro, mi mayor alegría, ese algo que nunca podrán quitarme por más golpes o humillaciones que reciba.
Es ahí a donde quiero ir.
Detengo la camioneta, meto ambas manos en los bolsillos de mi sudadera, me quito los zapatos y los calcetines. Puedo escucharlas llamarme, puedo verlas en las piedras cerca de la costa, puedo sentirlas sin la necesidad de tocarlas. Ellas me están esperando, esperan al chico que les dio vida con su imaginación, que les ofreció una voz, una canción, un mundo entero dibujado por crayones y lápices de colores. Quieren conocerme, abrazarme, darme las gracias por otorgarles una vida, una oportunidad lejos de la basura que siempre procuré de cuidarlas en mi mundo real.
Ahí están ellas, casi puedo alcanzarlas. Ahí está mi querida amiga de la infancia, mi sirenita, mi Ariel, la única amiga que limpió mis lágrimas durante mis peores noches, la voz de mi conciencia, el arrullo en mi almohada, mi felicidad, mi mundo, mi vida. Todo comenzó con ella, es justo que también sea mi final. Fue ella la que me descubrió, la que vio al verdadero yo y no se asustó. Me amó, y yo a ella, aun cuando no sabía la magnitud de una palabra tan grande o su significado, juro por Dios que podía sentir su candor, su sentido de la aventura y su voz susurrándome dulcemente al oído: «Te amo».
—Yo también te amo —dije, antes de sumergirme.
La belleza de su afecto me sonríe. Los latidos de mi corazón la reciben. El primer beso que compartimos nos devuelve con mamá. La vemos a ella, sentimos su corazón cerca del nuestro, percibimos el cariño de su cuerpo y las ganas que tiene de abrazarnos. Mi mami. Ella me acaricia tiernamente las mejillas, veo otra vez sus hermosos ojos, expresivos y victoriosos, mirarme como solía hacer cuando estaba viva. Mamá. Está llena de vida, justo frente a mí, como la recuerdo de los tres a los cuatro años de mi dura infancia, antes de perderla para siempre por culpa de un tecnicismo que dejó en libertad a un racista que la mató de camino a su casa, con las bolsas de la compra en cada mano.
Pero, ya no tengo que pensar en todo eso, en nada más que en la vida que nos espera como una familia.
Mis dos personas favoritas, los tres juntos al fin, ahora nadie podrá molestarnos en nuestro reino bajo el mar.
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