FÓBICO
El miedo es un sufrimiento que produce la espera de un mal —dijo Freud.
Ningún animal es más aborrecido, que aquel, cuyo alarde de su fiel naturaleza, es temido por los humanos nacidos del trauma y la perversa experiencia. Porque la vida no es nada sin esas pequeñeces que acumulamos en nuestras mentes, y a las cuales embonamos con significados aún mayores de los que comprendemos nombrándolos «recuerdos». Rememorar en el último capítulo de nuestras vidas: así es como se crean los cielos. Las memorias son importantes, eso ha todos nos consta; pero el presente es prioridad, y es mejor aceptarlo que vivir creyendo en el pasado. Nadie puede cambiar lo que ha hecho, lo que ha pasado con su vida o si ha perjudicado la de los demás. No existen las varitas mágicas o los poderes cósmicos; lo mejor que puedes hacer es abonanzar lo que te han hecho y tratar de prosperar con lo que tienes.
Pero..., ¿y si lo que tienes para recordar no es nada? ¿Y si sólo existen tormentos y sangrientos recuerdos? ¿Alguno de ustedes tiene alguna idea de cómo lidiar con memorias infelices o tristes anécdotas?
Algunas de esas preguntas fueron escritas en el diario de Patricia Bianchi, una ex estudiante de preparatoria, aspirante a Botánica, con el clásico futuro ordinario y prometedor. Era una chica normal y nada destacable, sin notable apariencia o ensordecedora voz. Por eso, a sus compañeros y a algunos maestros, les extrañó que Patricia, o, «Patito» como la solían llamar algunos, fuera internada en una clínica de rehabilitación psiquiátrica.
Se había vuelto popular, pues..., después de lo vivido en su habitación —aquella noche húmeda de Abril— dejó de hablar, interactuar o mirar a los ojos a sus familiares. Antes, caminaba con confianza y su postura aparentaba ser una regla. Ahora, cuando salía del cuarto, lo hacía temerosa y siempre cabizbaja, como si el suelo fuese su enemigo o temiera encontrar algo desagradable en el. Rehuía del contacto humano, incluso el de sus padres. Le daba repelús la tierra, los olores del campo o la lluvia. Su cuerpo sufría constantes escalofríos, como si a sus pies lo siguiera alguna amenaza inminente que pusiera en peligro su estabilidad mental.
La chica estaba en verdad trastornada.
Pero cada desorden mental tiene un motivo, resguarda un pasado que perturba tu presente o causa un terror fóbico hacia las afueras de tu cuarto. Ella no hablaba, ni en la terapia de grupo o durante las diversas sesiones que practicaba con su doctor. Pasaba sus horas del día escondida, siempre vestida con el uniforme del psiquiátrico y una sudadera negra con capucha. Esa prenda la protegía de todo mal que surcara su camino. Arrinconada en una esquina, con la cara cubierta por el crespo de su oscuro pelo, sólo así se sentía protegida.
Ya es hora de dormir, descansar o poner la cabeza en la almohada; como quieran llamarle. La suave textura hipoalergénica respira con ella, en su rostro, con su futuro encuentro de perversas pesadillas. Dormir se convirtió en su infierno. El sueño la venció —justo lo que temía— envolviéndola en un espiral de recuerdos tempestuosos que la transportaron hacia esa noche de tormentas frías en Abril, la noche que cambió su corta existencia para siempre. Rememorar ese húmedo y arrinconado espacio en su mente aún le traía pesadillas.
Patricia no era de esas muchachas flojas que gustaba de arreglarse las uñas, o de mirar constantemente el celular cuando yacía en cama. A Patricia le gustaba leer, leía a todas horas y cuando podía. Sus gustos competían entre ellos, el terror y la ficción siempre habían sido sus puntos débiles. Incluso, de tanto leer y releer las mismas historias de fantasmas y amor, las páginas se rompían y desprendían de las tapas de sus libros. Una buena lectura, esa era su droga preferida.
Y, justo esa noche, en la tranquilidad de su iluminada habitación, gracias a la lámpara en su mesita cerca de su cama, su madre (Inés) la llamó.
—¡Patricia!, ¿podrías sacar la basura, por favor?
—¡Claro, mamá! —le respondió.
Dejó su lectura a la mitad, y se dispuso a cumplir la tarea asignada. Sacó la basura de cada cuarto y baño de su casa, tampoco se olvidó de vaciar la papelera y recoger los retazos de tela en el piso del estudio de trabajo de su madre. A Inés le encantaba confeccionar ella misma su ropa y vestidos, y le pagaban el doble por sus ideas y diseños. Fue a la cocina, su última parada. Esa bolsa negra con asa era su principal enemiga durante esa época; cada vez que levantaba los desperdicios que ésta guardaba, la parte de abajo siempre se rompía.
Pero no hoy. No esta vez. Fue un milagro para Patricia que su enemiga no le declarara la guerra, porque la bolsa no se abrió o tuvo intenciones de romperse cuando hizo el acostumbrado recorrido por su patio delantero. Llegó a la acera, junto a los botes de basura que decían «orgánico», «inorgánico» y «reciclaje». Separó y puso en sus respectivos basureros el cartón, la tela, vidrio y comida. Giró sobre sus talones, queriendo regresar a su hogar, pero la mitad de las hojas del árbol de su entrada, esparcidas por la hierba alta que necesitaban con urgencia podarse, la detuvo, más bien, detuvo sus intenciones de creer que su trabajo había terminado.
Ojalá hubiese ignorado su misión de recoger hojarasca esa noche. Fue al cobertizo, buscó sus instrumentos, llevó una bolsa negra con asa para facilitar su tarea, no creyó necesario el uso de sus botas. Volvió al patio delantero, con el recogedor y rastrillo en mano, barrió las hojas y arrancó un par de hierbas malas. Puso la bolsa a un lado de su cuerpo ligeramente fatigado, dado que era un fastidio arrastrarla por medio patio.
El lienzo estrellado de la noche fue opacado por las nubes. El canto de los grillos cesó. El viento hizo temblar las hojas de los árboles, haciendo que éstas se debilitaran y fueran cuesta abajo, danzando a la luz de la media luna con impecable candor. Pequeños e insignificantes actos que no resultaron extraños para la joven, ni siquiera la escandalizaron; pues, aunque leía sobre grotescos escenarios y de jinetes sin cabeza, la solitaria noche que envolvía su cuerpo no era un castigo para ella, sino un manto de serenidad que creía su fortaleza.
Llegó a un punto, en el que recoger las hojas con el rastrillo no fue suficiente, se atoraban demasiado en los espacios de los picos, y, de todos modos, ella tenía que utilizar sus manos para despegar a sus víctimas del arma homicida. Haciéndole caso a sus instintos dejó el rastrillo a un lado. No era fanática de los guantes, le gustaba ensuciarse las manos; por eso la tierra se metía en sus uñas y su cutícula medio desperfecta presumía otro tipo de vanidad.
—¡Oye tú! —exclamó un muchacho de gorra roja.
Ella lo miró atenta y depositó las hojas recogidas en la bolsa.
El desconocido le lanzó una mueca de asco, y Patricia le devolvió el gesto por inercia. No entendía el origen de su repulsión, no hasta que el muchacho volvió a hablar.
—Deja de levantar ratas —dijo, y se marchó en su patín del diablo.
Patricia pensó que sus palabras fueron una broma pesada o que intentaban molestarla, por eso optó por no prestar importancia y continuar con sus tareas.
Pero..., se preguntó por qué el desconocido intentaría gastarle una broma, o, la razón del por qué emplearía aquellas sílabas en su vocabulario para formar la palabra «rata». ¿Por qué dijo eso? Y, entonces ocurrió, pasó por su cabeza mirar dentro de la bolsa que creía llena de hojas y hierba mala. Eso hizo, y la turbación la invadió. No podía creer lo que sus ojos capturaron esa noche, en la oscuridad del humilde patio de su hogar.
Concentró su mirada en la bolsa, penetrando aquellos ojos fijos en las secas hojas y, en ese desgarrador animal muerto que yacía junto a toda la basura. Sus manos temblaron, de tantas mordidas que sufrió su labio inferior por la angustia y el miedo éste se rompió, sintió su corazón estallar, el pecho explotándole y los 4 litros de sangre desapareciendo irremediablemente de su cuerpo, palideciendo su rostro y chupando la vida de sus mejillas, dándole un efecto desolador a sus ojos y al resto de sus facciones.
«Deja de levantar ratas.»
Las palabras del chico resonaron e hicieron ecos que la perturbaron. No se movió, no reaccionó. Abrió la boca para hablar, emitir algún sonido, lo que sea, pero el silencio y la falta de oxígeno en el ambiente le impidieron pronunciar palabra. Estaba petrificada. Ahora entiende cómo deben sentirse los personajes de sus libros, cuando se enfrentan a una situación que los sobrepasa y aterrorizan de maneras inimaginables.
Detectó movimiento a su izquierda, la escasa atención hacia el césped empezó a caer como si éste estuviera siendo pisado. Un animal de cuatro patas sin vacunas y enfermedades corrió hacia ella, caminó sobre sus pies sin detención y siguió de largo. Patricia aún no podía creer lo que sus ojos presenciaron esa noche, lo que estos vieron y aún les hacía falta por ver. Pues, visualizando aún más de lo que el oscuro y denso entorno le hubiese permitido esa noche, posó sus ojos en el patio cuyas historias guardaban anécdotas felices y familiares, pero que ahora se verían eclipsadas y perdidas por la oscuridad de su fatídica experiencia, que reviviría una y otra vez en sus sueños convirtiendo estos en pesadillas fulminantes.
Gritó, gritó y gritó, desgarradora y con un hilo de voz quebrado por la falta de oxígeno en sus pulmones. Su garganta se incendió, sus ojos permanecieron expectantes y vidriosos ante el pobre animal que... No, ante los pobres animales desfallecidos que yacían en la bolsa de basura y esparcidos y confundidos por la poca luz en su patio delantero. ¿Cómo no pudo haberlos visto antes? ¿En qué momento aparecieron? ¿Qué pasó que no los sintió y, posiblemente no los hubiera sentido, no hasta que ese desconocido apareció de la noche para gritar una advertencia con nombre? Un nombre insignificante de 4 letras, 2 sílabas y 2 vocales. Una palabra que repercutiría en su vida para siempre, una inerte y sutil alimaña que gritó antes desesperada ha que no hundiera los picos del rastrillo en su suave y peludo cuerpo.
«¿Cómo un pequeño e insignificante animal puede despertar terror en los ojos de un humano?»
Un animal que, cuyo nombre aún le provoca escalofríos, uno que la persigue y lo siente caminar en sus piernas aun cuando duerme, uno cuyo significado trae miseria y muerte a quien no se cuida.
Despertó sudando, en shock, con el corazón latiendo a una velocidad desenfrenada y los órganos a punto de estallar en sus tímpanos. Patricia intentó correr, activar de nuevo sus instintos y romper las cintas de seguridad en sus tobillos y muñecas, salir huyendo de esa institución que martiriza sus sentidos; pero nada, porque no existen los milagros o las varitas mágicas que te salven de tu inevitable destino. En este infierno te entierran vivo, te comen vivo y te arrastran por medio mundo vivo; incluso les crees a los ángeles que te visitan en sueños y despiertan tu cuerpo con una mentira que nos aseguran que es nuestra única verdad.
Pero no lo es, nada lo es. ¿Quién nos asegura que esta es la vida real? ¿Quién nos asegura que Patricia existe? ¿Quién nos asegura que no son nuestros recuerdos los que acaba de contar la boca de este mal ilustre narrador?
Y mientras yacía su cuerpo temblando e inexistente en las sombras de su desgracia, sumergió su alma bajo las profundidades del averno que no volvió a escuchar su voz, nunca más.
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