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EMMA

Antes él no era así. No era una bestia cruel y sanguinaria, que gustaba de maltratar mujeres y niños, era un hombre sensible y de temperamento leve. No un devorador de almas que odiaba hasta la mínima partícula que se atravesara en su camino. Es más, aborrecía a quienes maltrataran su entorno con mundanas peleas o hasta el más leve grito cerca de su puerta. Creía en la paz y en la igualdad de género. No estaba en contra de ninguna rebeldía femenina, o de nuevas palabras para aquellos que no se sienten identificados con su naturaleza. Amaba a su esposa con devoción y amor. Mataría por ella, o, al menos eso es lo que él creía. Su amor es recíproco, o eso siempre le decía. Y ella amaba ciegamente cualquier palabra que él le dijera. Treinta años casados y contando, matrimonio duradero y aguantado. Enamorados y, siempre rememorando sus vidas contadas a través de ambos ojos cuando estos se miraban.

Sentía una conexión innata con las raíces del mundo. Presentía el «buenos días» de sus vecinos y amigos, antes de bendecirlos con su cálida sonrisa. Tres niños y tres niñas, todos casados y con futuros hijos, esperando con ansias en los vientres de sus nueras e hijas, a conocer a los queridos abuelos. Felices hasta la medula y con ambiciones casi eternas. Pues habían sido educados, y de buena mano, por la santidad que se creía su padre.

Su esposa era la reina de los regalos y repostería. Ella había hecho todos sus pasteles de aniversarios, cumpleaños y festejos. Sus cenas eran exquisitas, y su maquillaje impoluto al final del día. «¿Cómo era posible tanta perfección?» Esta mujer no sólo cocinaba y limpiaba con los labios pintados, también cocía sus ropas, planchaba y lavaba sus baños, tapizaba sus muebles con vigor y no engordaba ni un gramo. Daba miedo, pues ella no podía ser real. Sin embargo lo fue, sí existió una mujer como lo describe la boca de este narrador.

Su mujer era primaveral, ruda y sincera. Una joya rosa de gran valor. Cualquiera le creería que estaba con ese hombre por verdadero amor.

La pandemia empezó siendo un cuento de fantasmas, con detenciones y precauciones para asustar a los mayores. Al principio fue divertido, después aburrido. Cuando el primer muerto llegó todos cambiaron a modo serio. Cubrebocas y gel para protegernos del Covid. Y un aviso de quedarse en casa para estudiantes y empleados.

No era sencillo para el pobre señor Lynch, nuestro desafortunado personaje. Ni para su amada esposa Emma, quien será el blanco de este relato.

El primer día de aislamiento fue carente de emoción. La semana pasó y el mes terminó. Aun así, nuestro hombre fue ligero y amable, pues la locura era de neutrales. Su trabajo lo mantenía ocupado y en qué posar sus narices, además tenía la ventaja de no ponerse calcetines.

Las semanas siguientes fueron ajetreadas, cansadas y rutinarias; la euforia de quedarse en casa absorbía sus grandes ideas. Levantarse era un pesar, de cocinar estaba cansado, e, incluso, su mujer le tenía harto. Empezó a ver la vida de otra forma; por cualquier cosa se molestaba. Y los reclamos se convirtieron en su nueva lengua. Su esposa empezó a asustarse y a implorar por su vida, pues una tarde los pleitos no bastaron y le levantó la mano.

El primer golpe fue una sorpresa para ambos. El segundo fue manía, y el tercero una decepción. La primera vez que se aprovechó de ella fue confuso, pues nunca había experimentado un placer más fogoso. Con el tiempo descubrió que sólo así saciaba su sed de excitaciones; su esposa sufría las consecuencias de sus condiciones. En lugar de besos, ahora había golpes. En lugar de chocolates y rosas, los remplazaron peleas y roces. Y ahora, antes de dormir, no le pedía amablemente que viniera a su cama, él la arrastraba por el pasillo hasta aventarla con fuerza y directo a las sábanas.

Afortunadamente no sangró, y ni marcas le dejó; pero eso no quita que el dolor no cuente, pues su corazón se destrozó.

«Mi marido nunca se había comportado de esta forma», pensó. Y no sólo eso, tampoco se arrepentía de su comportamiento; incluso, el muy desgraciado hasta orgullo mostraba cuando la golpeaba.

Pasaron dos días después de su última barbarie. Después, el ciclo empezaba de nuevo, sin excepciones o días en festejo. Parecía planificar sus golpizas como eventos importantes en su agenda. Ya no era amable o cariñoso con su esposa. Perdía la paciencia por poca cosa. Del hombre anterior ni cenizas quedan, pues éste sólo mutó para convertirse en la bestia que vemos ahora.

«Él ya era así antes de toda esta pandemia, sólo encontró la excusa perfecta para dejar salir su verdadera naturaleza», pensó su mujer.

Llegó el momento de salir, con mascarillas y caretas, pero la manía de impactar los puños contra el suave rostro de su esposa continuó, así como el uso de gel antibacterial y Lysol para las suelas de los pies. Ni siquiera una disculpa, o una lágrima que siguiera luego de un perdón. No hubo nada después de semanas vividas en el infierno. Su alma bailó con el diablo a la luz de la luna.

La noche cayó, después de un pesado día en la oficina, porque ahora el señor Lynch tiene un horario que cumplir cada día.

Caminaba por las calles cuando la vio, descubrió a su esposa platicando con un hombre, que no era ni empleado o policía. ¿Quien sabe quién sería? Y, en cuanto sus ojos se encontraron, el terror la invadió. Vivió la pesadilla de toda mujer esa noche. Su marido no sólo la golpeó hasta sacarle sangre, también la violó y degeneró para que se olvide de su amante.

Su aspecto cambió rotundamente; el de ambos. Ya no eran la pareja de enamorados sin hijos que fueron en un principio. Físicamente también estaban mal. La bestia interior de su marido empezó a manifestarse drásticamente, y el dolor de ella salió a la superficie. La barba de hace semanas empezaba a picarle, y lo que más le molestaba a la sociedad era verlo con restos de comida y en las calles. Su piel se tornó verdosa, y hasta escamas le salieron. Parecía una serpiente ruin y despreciable. Traicionero y tóxico como el resto de sus barbaries. De su vida pasada no quedó nadie.

Ejecutó a unos cuantos diablos en el camino, incluidos están sus fieles lazarillos. Ni ciego era el muy desgraciado, pero cosa que hacía o decía tenía que ser cumplida.

Nadie sospechaba del viejo señor Lynch. Todos creían que era un hombre ejemplar. «La barba es su único pecado», creían y murmuraban los vecinos. Pues no. Porque ningún acto fue tan deplorable como el que le hizo pasar a su señora. Después de los golpes y humillaciones, las patadas en el tórax y los gargajos a su comida, decidió que era tiempo de acabar con mundanos actos, y empezó a pensar en grande. Y vaya que se le prendió el foco, estaba verdaderamente inspirado esa mañana. No sólo cortó y encadenó su cuerpo, también le negó el agua y el alimento. Ninguna fechoría se comparó con el vil y cruel acto que pasó el alma rota de su esposa, al lado del cuerpo hinchado de su marido. La deshonraron, una y otra vez, todos los días de ese mes. Y no sólo él. Su salvajismo fue compartido y aprovechado por sus compañeros de trabajo, amigos y vecinos. Era todo un espectáculo ahí abajo. Podías escuchar a las mujeres decir que era una callejera o una prostituta; pero ninguna te diría que vio al marido de una amiga salir de la casa de los Lynch.

«¿Cómo pudo pasar esto? ¿En qué momento cambió mi vida?», se preguntaba, mientras ya hacía su cuerpo magullado por las manos de otros hombres.

La mujer fue en verdad agraviada. Incluso pensó que estaba cumpliendo alguna sentencia, por alguna fechoría en su vida pasada. Pero no, porque en tiempos difíciles como los que sufrían junto al mundo, entendió de mala gana, que la mala suerte va y viene, y no conoce de prejuicios o es atraída hacia ningún sitio. Si su esposo ya era así antes de conocerla, o, fue de esta manera cruda y cruel por el encierro de la pandemia, ella nunca lo vio por una sencilla razón, porque él pasaba demasiado tiempo en la oficina o concentrado en sus asuntos. Sabrá Dios la clase de barbaries que hacía en su tiempo libre, tiempo que utilizaba lejos de casa y de su señora, para hacer de las suyas con alguna otra inocente víctima. Pero el delicado estado en el que se encontraba el mundo, y sus habitantes, le dejaban con malos sabores de boca, antes de tomar la sopa.

No podían salir. No podían disfrutar. Ni siquiera eran vacaciones. Tampoco podían llamarlo cuarentena, porque nadie tenían la certeza de cuándo o cómo acabaría. El hombre estaba en verdad desesperado. Le picaban las manos y cortaba al afeitarse. Por eso, decidió dejarse la barba rasposa y abundante. Comía y bebía que daba miedo. Paseaba por su piso melancólico y diabético. La falta de inspiración endureció su vida, y la falta de vida pudrió la de Emma.

Ella había sido bañada en fluidos de extraños y conocidos, que marchitaron su espíritu y acabaron con su ánimo. Facilitó su existencia con pastillas y alcohol. Algunas veces, se ponía creativa con la cera de una vela o la llama de un encendedor. Ya no salía de casa con cubreboca o careta; pensaba que la muerte por una enfermedad incurable era mejor que una vida de constante agonía.

Se había convertido en una bruja. Nada quedaba de la mujer que fue antes de que todo este desbarajuste iniciase.

Sus rizos habían sido destrozados. Su piel y huesos estaban comprometidos. Las heridas en su cuerpo no fueron atendidas. Sus rodillas y codos estaban plagadas de gusanos y bichos, debido a sus tantas noches encadenada en el sótano. Necesitaba un doctor con urgencia, atención médica o algo; pero su esposo le negó la ayuda y prefirió quedarse callado.

«¿A quién podía pedirle ayuda? ¡Era una maldita pandemia!», pensó.

Tenía que encontrar una solución a sus problemas. Terminar el trabajo y dejarse de niñerías. Era tiempo de completar sus sueños. Porque el mundo había empeorado, por lo tanto él también.

Y un día..., no muy lejano de los eventos contados, el terror se acabó. Ya no había pánico en sus ojos u odio en su pesar. Ella había sido liberada de todos esos sentimientos no escupidos a la cara de su esposo. Jamás se desahogó de su malestar o gritó a los cuatro vientos quienes fueron la causa de sus traumas y noches en vela.

No, ya no había nada de eso. No había necesidad de decir todas esas cosas.

Porque el señor Lynch encontró la solución. Él había matado a su esposa. Lo hizo con su bastón, golpeándola una y otra y otra vez, hasta que el patrón de sangre formó una verdadera obra de arte. Pasó en medio de la sala. Fue con toda la intención de matarla. Sus hijos lloraron y la velaron. La hicieron polvo. El señor Lynch creía en la frase recitada en los entierros: «En polvo eres y en polvo te convertirás.»

Sí..., ella había muerto hace meses. Pero no tenía caso llorar por su muerte, pues esta mujer fue violada en repetidas ocasiones por su propio amor eterno, y otros cobardes que conoció gracias a sus supuestas amigas de confianza. Y sí, aunque haya sido un sádico y despreciable ser humano, hizo bien al liberar a su esposa de su sufrimiento. Dudara de que se recompusiera de algo así cuando el mundo mejorara. Le dio un buen uso a su vida, cuando terminó con la de Emma.

«¿Y el cuerpo? ¿Das una oración y luego adiós alma mía?»

No, las cosas no son tan sencillas. Nada nunca lo es.

Pero..., «¿los fantasmas existen?»

Bueno, algunos rondan gracias a muertes horripilantes que sufrieron. Otros se aferran a un lugar, o a una emoción. Y, algunos de nosotros, creemos que los atraen sus asuntos sin terminar. Su vida no fue como lo habían deseado; por eso caminan entre nosotros y hasta salen a espantarnos.

«Pero, ¿era demasiado odio el que sentía Emma? ¿Podía perdonar a su marido y a todos los que le hicieron daño?»

Bueno..., pues no. No se puede perdonar a quien no está arrepentido. Y ella no puede descansar en paz, sin antes terminar sus quehaceres.

«Hay que sacar la basura, ¿o no?»

Asechó a todos los hombres que corrompieron su cuerpo por meses. Paseándose por las calles, llorando y viéndolos por semanas con sus mujeres. Al final los cazó y martirizó por días, haciéndoles las mismas cosas que le hicieron en vida. Se suicidaron en poco tiempo, e incluso perdieron el pellejo. Sus viudas les lloraron, pero no por mucho tiempo, pues éstas se consiguieron novios de a buen precio.

«Si hubo uno, habrá otros», pensaron en el entierro.

Y..., como toda gran obra teatral, dejamos lo mejor para el final.

Su querido amor eterno y enamorado será la estrella principal.

Aunque, abundaban rumores de que su esposo se había contagiado de Covid-19, Emma no desistió de sus planes, y recurrió a las antiguas barbaries que le había enseñado —sin querer— su marido.

El primer enfrentamiento es el más importante.

Corría y lloraba por su propia casa. Cada paso que él daba, ella lo tomaba. Atormentaba a su marido con llantos y gritos. Lo dejaba encerrado en el baño, y lo envolvía con la cortina misma para enjaularlo. Se asfixiaba y movía como pescado atrapado en una red. Nada le hacía más feliz a su espíritu que lastimar el suyo. Nada la ponía con una sonrisa en la boca como verlo a él sufriendo. Hizo que se le cayera el pelo. Hizo que comiera de la basura. Hizo que los gusanos crecieran en sus heridas y órganos. Si había un Dios al final del camino él no lo conocería. Ya no era su imaginación trabajando en las sombras, era la vida real siendo justa e imparcial con sus deseos.

«Fácilmente podría matarlo», pensó ella.

Pero no. Su decisión de dejarlo con vida estaba tomada. Porque a pesar de que ese hombre carcomió su alma y arrasó con su vida, rompió su esencia y destruyó su cuerpo, no era correcto matarlo.

Emma no podía hacerle eso a su querido marido. No, ella no podía hacerle eso al amor de su vida. El amor es recíproco, ¿no? Bueno, al menos eso le decía él. Si esa era su manera de demostrarle cariño..., ¿quién era Emma para ignorar su último deseo?

Bueno, señor Lynch, le tenemos noticias, en su casa hay una nueva inquilina. Dígale «hola» a la nueva madre de sus pesadillas.

Ella es Emma.

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