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CAPÍTULO VEINTINUEVE

Melt -Kehlani

Jessica cerró los ojos y aspiró profundo, intentaba memorizar el sonido de los coches pasando, el olor a pino, el color de las paredes.

Cada paso que daba era como un martirio, sentía que estaba caminando hacia un infierno.

Llevaba toda la mañana buscando las palabras correctas, pensando en qué debería decir o hacer. Apretó el timbre sin pensar mucho y luego se llevó la mano a la boca.

Quizá se había adelantado, quizá debería salir corriendo antes de que la puerta se abriera. Pero cuando quiso echar a correr, fue demasiado tarde.

Del otro lado apareció un hombre que le sacaba pocos centímetros, con el pelo negro ya canoso y algunas arrugas surcandole el rostro.

Edmund había envejecido mucho en los últimos años, por el pasar del tiempo y por lo solo que se había quedado.

La miró como si estuviera viéndose a sí mismo en una vida pasada, como si la mujer frente a él no tuviera su propia sangre.

—¿Debería gritarte o abrazarte?
—preguntó.

Ella comenzó a llorar.

—Puedes gritarme todo lo que quieras después pero ahora por favor abrázame, papá.

Sin que él respondiera, ella se abalanzó contra el cuello de su padre y aspiró todo su perfume.

Olía a brisa fresca, era el perfume que le compraba ella todos los años por Navidad. Solo quería quedarse ahí refugiada, escondida en su pecho como una niña pequeña que busca consuelo.

Lo había echando tanto de menos…

Su padre la hizo pasar, se sentaron en el mismo sofá de piel blanca de siempre y ella sonrió al notar que nada había cambiado.

Se pasó un buen rato contándole toda la historia, todo lo que había ocurrido desde que se marchó y hasta ese momento. Edmund la escuchó atento y no dejó de sujetar sus manos ni durante un segundo.

—No sé qué decirte, hija. Si tú creíste que era lo mejor para esa niña, entonces hiciste bien. Solo espero que puedas salir de este lío.

—Eso espero papá pero es que ahora todo es tan complicado… Halit y yo… Lo siento, sé que no quieres escuchar ese nombre —dijo.

Él sonrió, le habían salido unos surcos a cada lado de la mejilla, Jessica colocó sus dedos sobre ese pedazo de su piel y lo acarició.

—¿Culpas a ese chico por el divorcio?

Ella frunció el ceño y asintió.

—¿Tú no?

Edmund volvió a sonreír, Jessica había olvidado lo dulce que era su padre y también lo comprensivo.

—Cuando tenías cinco años, conocí a una mujer maravillosa llamada Lucy. Era arquitecta así que pasábamos mucho tiempo juntos. Me gustaba mucho y creo que yo a ella también, por ese entonces tu madre y yo ya habíamos hablado de divorciarnos pero tú eras tan pequeña y tan feliz que decidimos darnos otra oportunidad. Nunca volví a ver a Lucy pero nuestra segunda oportunidad no funcionó —Hizo una pausa— Lo que trato de decirte Jessica es que, sé que lo que Halit hizo estuvo mal y estoy seguro de que ha pagado por sus errores pero no puedes culparlo de romper un matrimonio que llevaba años roto.

Ella sorbió su nariz, había llorado tanto que se sentía seca y le dolían los ojos. Se acurrucó en su hombro, buscando consuelo.

—Pero es que es tan difícil, papá…
—sollozó—, cuando yo era pequeña éramos tan felices que yo solo quería mantener esa ilusión, quería creer que un día volveríamos a ser la familia que éramos antes. 

Edmund suspiró.

—¿Qué clase de persona es Halit? ¿Es un buen hombre y padre?

La pregunta la pilló por sorpresa pero Jessica no dudó de la respuesta. Ella lo conocía mejor que nadie y su corazón se iluminó al recordar todas las veces en las que Halit le había mostrado el material del que estaba hecho.

—Él es… —se paró durante unos instantes— es… es el mejor padre que esa niña podría tener, papá. Es atento, siempre sabe lo que necesita. La comprende como nadie, sabe cómo hacerla sentir mejor cuando tiene miedo y cómo hacerla reír. A veces Halit está asustado, hay muchas cosas de las que tiene miedo pero nunca deja que su miedo lo frene, nunca deja de luchar aunque todo esté ya perdido. Y siempre le cuenta cuentos a Mavi,
¿te lo imaginas, papá? Ese idiota contándole cuentos a una niña de siete años… —rio— Halit es el mejor hombre que yo he conocido, papá.

Una sonrisa había trascendido en su rostro, sin querer había comenzado a sonreír y su cara se había alumbrado como una estela, como la estrella de su arbolito de Navidad.

Edmund sonrió, él sabía muy bien qué tipo de sonrisa era esa, la sonrisa que solo una persona enamorada puede tener.

—¿Estás enamorada de él? —preguntó.

Jessica no pudo responder y su silencio fue la mejor de las respuestas.

—¿Entonces por qué no luchas por ellos?

—Porque eso no cambia nada, papá. No puedo olvidar.

Su padre le dejó un beso en la coronilla, detrás de ellos había una antigua fotografía de los tres un día de playa.

—La vida cambia, Jessica. Las personas dejan de amar, los vínculos se rompen, las historias se terminan. Si te pasas la vida aferrada a lo que una vez fue, dejarás de vivir. Tu pasado no te necesita porque no puedes cambiarlo pero tu presente y tu futuro sí. No sirve de nada llorar por todo lo que has perdido porque las cosas que se quedan atrás nunca regresan pero puedes construir una vida nueva. Una vida que ames de verdad, en la que volver a ser feliz.

Jessica sonrió con nostalgia y señaló la fotografía.

—¿Sabes que yo tengo una foto exactamente igual con Halit y Mavi?
—dijo ahogada.

Edmund se separó un poco de ella para mirarla y sonreír.

—¿Ah, sí?

—Sí. Nos la hizo Georgie, un estudiante de fotografía que desayuna en la misma cafetería que nosotros. Halit y Mavi odian las fotografías así que siempre arrugan la cara para posar pero yo sonrío porque alguien tiene que hacerlo, ¿no? —soltó una risita.

—Claro.

Jessica se incorporó en el sofá y miró a su padre como si acabara de descubrir el significado de la vida.

—Papá... ¿Y si yo ya tengo esa vida que amo? ¿Y si ya soy feliz pero estoy a punto de perderlo todo otra vez?

Él le apartó un mechón de la cara y se lo colocó detrás de la oreja. Luego la agarró por los hombros y la sacudió un poco.

—Entonces deberías luchar.

Al levantarse, Jessica se fijó en las dos copas de cristal que había en la isla de la cocina y en la marca de la botella de vino junto a ellas.

Luego vio un bolso blanco sobre una silla y no necesitó preguntar para saber a quién pertenecía. Su padre se levantó al mismo tiempo.

—¿Tú también estás perdonando? —le preguntó.

Él asintió, feliz.

—Antes de ser un matrimonio, tu madre y yo éramos buenos amigos. No puedo recuperar a mi esposa pero no quiero perder a mi mejor amiga. Perdonar es la única forma de sanar.

Jessica lo abrazó con fuerza por todas las veces que no lo había hecho.

—Oye, papá. ¿Todavía recuerdas cómo se hacían esas trenzas que nunca te quedaban rectas?

Su cuerpo vibró al reírse.

—Creo que sí, ¿por qué?

—Porque tienes una nieta preciosa y cuando la traiga aquí, quiero que se las hagas.

❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀❀

Jessica salió a toda velocidad de la casa de su padre, mientras corría, el mundo parecía hacerse más grande, como si sus piernas hubieran encogido o la vida a su alrededor hubiera crecido.

El reloj marcaba las ocho menos dos minutos de la tarde, apenas le quedaban dos vueltas pequeñas al reloj y no creía poder llegar.

Aceleró el paso, sentía el pecho ardiendo y presionado y una tensión subirle desde los tobillos.

El sol brillando en lo alto del cielo le mandaba oleadas furiosas hacia las mejillas y en su frente ya se había formado una patina de sudor.

Se preguntaba mientras trotaba si quizá ya era tarde, si llegaba tarde para arreglarlo todo, para recuperarlo todo.

Solo había necesitado un día para descubrir que la vida sin las personas a las que amas, es gris. Es gris opaco, de una tonalidad tan lúgubre que hasta el sol pierde su luz.

Hacía calor pero ella no tenía calor ni tampoco frío, no tenía ilusión, ni esperanza, ni siquiera sentía dolor. Estaba sola.

Era como si alguien le hubiera arrancado el corazón y la hubiera dejado abandonada en un desierto. Tenía el pecho abierto en canal, vacío de par a par, desolado como un animal al que le han cortado la piel a jirones.

Cuando Jessica llegó, la dependienta de la cafetería estaba cerrando la persiana, se paró a medio metro de ella y trató de respirar, pero el esfuerzo de la carrera hacía imposible que pudiera coger aire.

La chica la miró, le preguntó si estaba bien y aun con el pecho presionado, Jessica se esforzó por hacer una única pregunta.

—¿Ha visto un anillo por aquí?

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