CAPÍTULO CUATRO
To Build a Home -The Cinematic Orchestra
Había llegado el gran día, todo acabaría en unas horas.
Frente a Halit se extendía el mar de Tasman, tan azul que en el horizonte era imposible distinguirlo del cielo, una extensión de belleza que no podía diferenciarse entre sí.
Cuando Halit era muy pequeño, una vez se escapó de casa y caminó durante horas para llegar al mar. Luego se lanzó de cabeza y nadó y nadó hasta que los brazos se le cansaron tanto que tuvo que pedir ayuda para salir del agua.
Él creía que si nadaba lo suficiente rápido y extendía los brazos lo suficiente alto, podría llegar hasta el cielo. Si tan solo la yema de sus dedos tocaba una de las anchas nubes blancas, estaría a salvo.
Sus ojos se elevaron por el navío Siete Mares con sus siete plantas, las pistas recreativas se dividían por secciones; las salas de juegos, la sala de conciertos, las piscinas de agua templada, la sala de cine.
Claire había pagado un par de billetes para un lujoso crucero que daba la vuelta por el Océano Pacifico, visitando Australia y Tasmania, saldría del puerto ese mismo día a la una de la tarde.
Pero Halit no tenía pensado embarcar, nunca entró en sus planes ir con ella a ninguna parte, sino que tenía un amigo en la agencia que organizaba el viaje y él dividiría el dinero del billete de Halit en dos para después repartirlo.
Cuando tuviera el dinero en sus manos, todo habría acabado. Podría marcharse de allí y seguir con su vida y nunca tendría que volver a ver a Claire ni mucho menos a su hija.
Lo único que necesitaba era mantener el plan unas horas más. Halit palpó con los dedos el espacio vacío de su bolsillo, metió la mano dentro con la esperanza de que fuera un error, de que estuviera allí como siempre estaba.
Pero no había nada, su teléfono había desaparecido. Con la punta de los dedos se repasó los labios y al mismo tiempo, pensó en ella. Sonrió.
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No había contactos ni fotografías.
Ni rastro de algún mensaje o siquiera una sola aplicación. No había nada, el teléfono móvil de Halit estaba tan vacío que habría pasado por recién comprado si la pantalla estallada no delatara sus años de rodaje.
Jessica lo apretó entre los dedos como si eso pudiera cambiar su situación. Había fallado, no tenía pruebas, no sabía cuál era el plan de Halit, no había forma posible de demostrarle a su madre que estaba cometiendo un error.
Solo le quedaba la esperanza de que lo descubriera por sí misma o de que recobrara la conciencia y decidiera no divorciarse. Solo le quedaba rezar y esperar. El timbre sonó dos veces seguidas, se levantó de un salto y se guardó el móvil en el bolsillo trasero.
Al abrir la puerta, la esperaba Blake con la cabeza agachada y una mano apoyada en el marco.
Lo vio suspirar, entreabrir los labios a unas palabras que no encontraban su camino y después la miró, esperando que fuera ella quien interrumpiera un silencio que hablaba demasiado alto.
—Lo siento —dijo Jessica. Hizo el amago de tocar su hombro pero se arrepintió antes de levantar la mano.
—No he venido a discutir, yo también lo siento pero esto no puede seguir así. No te das cuenta de que crees estar protegiendo la relación de tus padres pero estás perdiendo tus propias relaciones.
Él tenía los ojos hinchados y todavía enrojecidos, había estado llorando. Jessica supo entonces que habían llegado a un punto sin retorno, que él no podía comprenderla y ella no podía rendirse.
—Tienes razón —dijo muy bajito—, no podemos estar así, no puedo rendirme. Necesito un tiempo, Blake.
Él apartó la vista de ella para que no notara que había comenzado a llorar otra vez. Estaban muy cerca del otro, tan cerca que si tan solo levantaban las manos, podrían tocarse.
Pero al mismo tiempo estaban lejos, a kilómetros de distancia, a océanos. ¿En qué momento habían dejado de ser esa pareja ideal que soñaba con su boda y se habían convertido en dos extraños?
Sus lazos se habían roto, quizá porque en realidad nunca habían sido lo suficiente fuertes.
Para salvarse necesitaban amor y el corazón de Blake estaba lleno de él pero lo único que tenía el de Jessica, era la costumbre de ese amor.
Lo que había entre ellos estaba roto, quizá el tiempo lo había desgastado o quizá ese amor nunca había estado en el lugar en el que debía estar.
—¿Estás rompiendo nuestra relación?
—preguntó él, lo dijo tan despacio para evitar que ella lo escuchara.
Quizá si no lo escuchaba, no respondería.
—No es eso —dijo ella y amagó con acercarse—, pero necesito un tiempo para cuidar de mi familia. Espérame, volveré cuando todo esto haya acabado —prometió.
Pero ambos sabían que las únicas promesas que se cumplen son las que se hacen con el alma, no con los labios.
Blake la miró sin saber si sería la última vez que la viera pero tal y como hacía ella cada vez, se negó a sí mismo la realidad que tenía frente a las narices.
—Te esperaré —dijo intentando convencerse de que así sería.
Luego se limpió los ojos y en completo silencio, se marchó. Jessica lo vio desaparecer sabiendo que incluso si era capaz de cumplir su promesa, nada nunca volvería a ser lo mismo.
Ni su relación ni ellos. Cerró la puerta de casa, todavía llevaba el móvil en el bolsillo pero necesitaba estar sola, pensar.
Podría ir a la oficina de su madre, hacer un último intento desesperado de que cambiara de opinión, podría ir a la empresa de su padre y contarlo todo, soltar la bomba antes de que la bomba le cayera en la cabeza.
Pero, ¿de qué servirían ambas opciones si poco a poco ya lo estaba perdiendo todo? Blake había sido el principio pero estaba segura de que no sería el final.
Caminó calle abajo, salió de la lujosa urbanización en la que vivían y se adentró en el corazón de la ciudad, en la multitud de edificios y tiendas que ya estaban trabajando a pleno pulmón a esa hora del día.
Junio siempre había sido uno de sus meses favoritos, hacía calor pero no tanto como para no poder salir a la calle, el sol brillaba con fuerza pero no era asfixiante y el cielo siempre estaba azul.
Era como una obra de arte pintada con piedras del fondo del mar. Cómo una canción que nunca te cansas de escuchar o la sensación de volver a un lugar al que habías echado de menos.
Era inexplicable. En esa época del año, mamá siempre organizaba el viaje familiar y papá se deshacía de sus compromisos laborales para comprarles regalos para el viaje.
Cuando estaban listos, salían antes del amanecer y llegaban con mucho tiempo, les gustaba disfrutar de cada paso del viaje, incluso de esos que a veces eran lentos y tortuosos. Luego rentaban dos habitaciones, una para Jessica y otra para ellos.
Aunque, la mayoría de las veces, Jessica siempre encontraba a su madre reservando una habitación extra y siempre subía el volumen de la música cuando los escuchaba discutir.
A veces mamá no participaba en los planes familiares, a veces papá se iba antes de tiempo. Aunque ella siempre tenía la esperanza de que algún día todo volvería a ser como cuando era pequeña, hacía demasiado tiempo que todo había cambiado.
Jessica distinguió el rostro de Halit entre los viandantes, lo vio al otro lado de la calle, esperando por un semáforo que parecía no querer abrirse para él.
Tragó seco, el peso de su móvil se volvió mayor dentro de sus pantalones, como si hubiera cobrado vida y estuviera tirando de ella.
Halit corrió aun con el semáforo cerrado a los peatones y se plantó frente a ella. Había ido hasta allí para conseguir una sola cosa y no se marcharía sin ella.
—Devuélvemelo —exigió.
—No sé qué es lo que buscas pero yo no tengo nada tuyo.
Jessica comenzó a caminar rápido, los tacones no permitían que corriera pero trotó para alejarse tanto como podía de él. Halit la siguió de cerca.
—Sé que anoche te aprovechaste mientras me besabas y me quitaste el móvil, dámelo.
La agarró por el hombro para que diera media vuelta, ella se zafó de él y luego lo miró. No le servía de nada tenerlo pero aún así, no se lo devolvería.
—¿Para qué iba a querer tu móvil? Seguro que tienes una contraseña.
—No tengo ninguna contraseña porque está vacío. Dámelo o lo cogeré yo.
La cogió por el brazo pero ella se alejó.
—¿Me estás amenazando? —se burló.
Halit miró hacia la izquierda y después sonrió.
Esa fue razón suficiente para que Jessica comprendiera que debía haber empezado a correr antes, mucho antes.
Cuando reparó en su error, ya era demasiado tarde.
Él le colocó las manos en la cintura y la elevó hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo, la pegó a su cuerpo y aunque ella pataleó tan fuerte como pudo, intentar ganarle a Halit era similar a Don Quijote intentando vencer a sus gigantes.
—¿Pero qué estás haciendo, Halit? ¡No soy una muñeca, bájame! —exclamó.
Sus manos cerradas le propinaban golpes en los hombros y las puntas de sus zapatos, patadas en el abdomen.
—Pues dame mi teléfono y, ¡no me des patadas! Me estás clavando los tacones.
—¡Bájame! —exigió pero él no tenía intenciones de dejarla hasta que consiguiera recuperar su móvil.
—¡No!
—¡Pues te doy patadas!
Pataleó tan fuerte que uno de sus golpes le dio en el estómago y Halit se dobló por el dolor.
Entonces la agarró más fuerte con una de sus manos y con la otra, se estiró hasta llegarle a los pies y le quitó uno de los zapatos.
Luego le quitó el otro y los dejó caer al suelo para comenzar a caminar. Jessica se elevó por encima de sus hombros para ver cómo sus tacones negros iban quedando atrás según avanzaban.
Le palmeó la espalda con las manos abiertas y con los ojos cerrados, gritó.
—¿Sabes cuánto cuestan esos zapatos, imbécil?
—Ya no mucho —respondió él y siguió caminando con ella pegada a su pecho.
Con el movimiento, poco después los vaqueros de Jessica revelaron el contenido de su bolsillo trasero.
Halit sonrió, ahí estaba su teléfono. Se pegó a su oído para susurrarle antes de extender la mano y recuperar lo que era suyo.
—No te preocupes, no soy como tú. No me voy a aprovechar —dijo con sorna y después, cogió el móvil y la dejó en el suelo.
Jessica se colocó la ropa en un intento por conservar su dignidad, Halit tenía el móvil otra vez en sus manos y ella había vuelto a quedarse sin opciones.
Pero no se rendiría tan pronto.
—Aléjate de mi madre y de mí —pidió.
Él se acercó a ella.
—Te prometo —dijo despacio— que nunca más volveré a acercarme.
Luego se giró y Jessica lo vio perderse entre la multitud.
Mientras se marchaba no pudo quitarse la sensación de que sus palabras no eran ciertas, que tarde o temprano, sus caminos volverían a cruzarse.
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Jessica abrió la puerta de casa con los tacones en la mano, se le habían llenado de tierra húmeda por el regadío de los céspedes y no podía volver a ponérselos para no manchar el suelo.
Cuando entró, su padre ya estaba allí. Edmund Miller estaba de pie, sus ojos se encontraron con los de su hija y después los bajó hasta un papel blanco doblado que llevaba su nombre manuscrito con la letra de Claire.
Jessica supo lo que esa carta significaba antes de que su padre la abriera.
Lo estaba dejando, los estaba dejando.
Corrió para quitárselo de entre los dedos y con más fuerza de la necesaria, lo rompió en pedazos tan pequeños que el suelo de su salón se llenó con los restos de la hoja desperdigados.
Luego acunó las mejillas de su padre entre sus manos y con la firme convicción de que podría conseguirlo, le dijo: —La traeré de vuelta.
Salió de casa a la velocidad de la luz, introdujo las llaves en el contacto del coche y arrancó.
Quedaba más de una hora de camino hasta el puerto y el reloj marcaba las doce del mediodía. El corazón le latió en las cejas, en el cuello, en el espacio entre cada costilla, en todas partes menos en la que debería.
La adrenalina hizo que apretara el pedal de la velocidad hasta casi sobrepasar los límites, tenía que llegar a tiempo. No sabía cuándo salía el crucero pero no debía faltar mucho.
Lo había escuchado por teléfono, su madre llevaba días planeando todo y la noche anterior, cuando le pidió que no dejara de quererla pasara lo que pasara, en realidad no se estaba disculpando sino despidiendo.
Aparcó el coche atravesado entre dos, casi sin espacio.
Salió con los pies todavía descalzos y emprendió camino hacia el puerto. Después de la carretera, había un poco de arena desperdigada de la playa y comenzaba la travesía hasta los barcos.
La madera bajo sus pies estaba caliente, el camino se abría de izquierda a derecha y el sol le pegaba tan directo a la cara que cerró un ojo para divisar los cruceros.
Solo quedaban dos y uno de ellos ya estaba zarpando.
Jessica corrió con los pulmones contraídos y el corazón en la garganta, el Siete Mares se alejaba de ella muy poco a poco pero a sus ojos, parecía haber tomado la velocidad máxima.
Cuando llegó al punto donde la madera se acababa y empezaba el mar, la figura de su madre apoyada en la barandilla del Siete Mares se volvió mucho más nítida según se alejaba.
«No lo hagas, regresa aquí» «Si te marchas, se acabó» le dijo dentro de su cabeza.
Pero Claire no hizo nada para regresar y el crucero se volvió más y más pequeño hasta que dejó de verlo.
Cuando el barco se convirtió en no más que otro punto del océano, Jessica pensó en que quizá, esa partida no era más que el producto de todas las decisiones erróneas que habían tomado.
El primero Halit, por decidir que podía conseguir el dinero de alguien estafando y engañando.
El segundo Claire, por ser tan poco considerada que había decidido marcharse sin decirle nada a su hija y dejándole una carta doblada en dos a su marido.
Pero que ellos fueran culpables no hacía que Edmund fuera inocente, sabía que su esposa no era feliz desde hacía años pero siempre escogía trabajar antes que volver a casa con su familia.
Ni tampoco Jessica, quién se había aferrado a una fantasía que desde hacía años solo existía dentro de su cabeza.
Había creído que su vida era como uno de esos cuentos de hadas en el que todos los personajes siempre eran felices, el amor era eterno y los malos momentos podían terminarse con una canción.
Cuando del Siete Mares ya no quedaba ni rastro, Jessica se sentó con las piernas colgando y comenzó a pensar en qué era lo que ocurría después de que el cuento acababa, cuando la princesa era derrotada y la carroza se vendía como chatarra.
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