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3. Una galaxia, un niño y una canción

No pudo encontrar a Patroclo por ninguna parte. No estaba en el salón, en la biblioteca, en las cocinas o en los jardines. Tampoco creía que estuviera en la azotea, porque lo esperó al pie de la escalera durante horas.

No quería pensar en ello, pero tal vez ya estaba afuera, se marchó y lo dejó solo. Quizá lo último que quedaba de él era el recuerdo del azul, del rosa, de la canela de sus pecas. Le dolía el pecho. Quería echarse a llorar y hacerse un ovillo bajo la cama de su habitación, como cuando era pequeño y tenía miedo.

Oh, cielos, él de verdad se sentía pequeño y tenía tanto, tantísimo miedo.

Su pecho era como un cristal quebradizo, lleno de vetas, sostenido apenas antes de estallar en mil pedazos.

Recordó a Hannah diciéndole que todo estaba bien, que no era el momento de hablar de eso, que tenía que curarse, que no había rencor, que nadie lo juzgaba. Pero Chan sabía que sí lo juzgaban, Hannah lo haría, su padre, ciertamente, lo hacía.

Y no podía más que aceptarlo todo. El resquemor que él mismo colocó en los corazones de su familia, ese aborrecimiento legítimo. Chan era una desgracia, cada decisión que tomó sólo lo empujó hasta ese inevitable final en el que estaba encerrado; llevando un pijama blanco y una sudadera gris, rodeado de otros parias que no podían estar afuera.

Eran la vergüenza, eran el recuerdo constante de los pasos equivocados, el bochornoso cadáver que había que esconder en el sótano.

Miró al salón, los rostros desencajados, los ojos desenfocados, las medicaciones aturdiendo el razonamiento, la baba que caía de una boca, el balanceo interminable de quienes no sabían lo que era real y lo que era imaginación. Sí, Chan podía aceptar su destino, podía admitir que nunca sería perdonado, que no podía salir de ahí.

Podía comprometerse con las mentiras de su hermana, también. Fingir que todo estaba bien, que Chan solo estaba allí porque necesitaba "sanar" y no porque apuntó con un arma a la mujer que le dio a luz después de diez horas de dolores y una episiotomía que la tuvo encamada durante semanas. Claro que sí.

Él era muy capaz de encajar en ese espacio si era el que Hannah quería que ocupara: "Sí, estoy mucho mejor", "tal vez pronto pueda salir", "este lugar es hermoso", "hay muchas flores en el jardín", "hago ejercicio", "como bien", "sí, Hannah, yo también estoy feliz". Bang Chan podía decir todo eso mil veces más.

Pero él sabía la verdad. Detrás de los sollozos de su hermana pequeña había un montón de frases escondidas: "¿Por qué lo hiciste?", "¿cómo pudiste?", "¿cómo te atreves a llamar?", "¿cómo eres capaz de mirarte al espejo?", "¿por qué no terminaste lo que empezaste con ese frasco de ansiolíticos?", "¿por qué sigues atormentándonos?". Por supuesto, Hannah nunca diría nada de eso, pero Chan sabía que lo pensaba. Él también lo pensaba.

Se arrastró hasta su habitación, tumbándose en la cama. Echó un vistazo a la ventana, rezando porque Patroclo apareciera y llenara el cristal de corazones, como la vidriera de una catedral. El templo en el que Bang Chan le rezaría, en el que mostraría su devoción arrodillándose, lavando con mimo sus pies, besando sus pequeños dedos, amándolo bien.

Pero no llegó. Se hizo de noche y ya no se veía nada detrás del cristal. La oscuridad cubrió el cuarto y la institución se fue a dormir. Chan todavía no pudo moverse de su posición, acurrucado bajo la manta, con el estómago hecho un nudo, los ojos secos y la certeza de que estaba tan solo como el día que entró allí.

No sabía en qué momento se quedó dormido, ni siquiera tomó las pastillas y sabría que tendría que justificarlo mañana con el enfermero que las contabilizaba. No tenía ni idea de qué hora era, pero todavía estaba oscuro. Ni siquiera entendió al principio por qué se despertó.

Pero solo fue un instante, porque al siguiente tenía unos labios dulces sobre los suyos. Se le escapó un suspiro cuando las manos pequeñas se enredaron en su pelo. El peso y el calor del cuerpo ajeno encajaron a su lado en el pequeño catre. Otro choque de bocas, muchos más. Se sintieron el uno al otro, se saborearon. Era dulce como una piruleta, era cálido como la primavera, era infinito como el universo.

Patroclo —gimió contra la cavidad.

Aquiles, volviste a subir esta noche... Te dije que bajaras de ahí, cosmonauta loco. —La voz de barítono envió un escalofrío a su columna vertebral que lo hizo contorsionar los dedos de los pies.

El duende vino a salvarme, gritó en su cerebro, devorando la lengua con impaciencia. Se quitó de encima la pesadez del sueño, exprimiendo los mechones azules que no podía ver, mordiendo la carne rosada de sus belfos. Patroclo jadeó, pudo distinguir como cerraba sus párpados, estaba tan hiperenfocado que creía que podía ver en la oscuridad.

Porque no había nada más claro para él que ese hermoso hombre que se coló en medio de la noche en su cama.

—¿Sabes qué es lo único que necesita un rey? —susurró el de pelo azul, sus manos cálidas colándose debajo de la sudadera de Chan. Siseó cuando los dedos recorrieron la cinturilla del pijama—. Every king needs a queen in his bed —canturreó.

—Oh —se sorprendió Chan, conocía esa canción.

Los dedos se aventuraron dentro de su pantalón, salvajes, traviesos, indómitos. Tomó la muñeca con cuidado, asustado de que esto fuera demasiado, aunque deseaba con cada minúscula fibra de su ser sucumbir al duende de pelo azul.

I'd like to stay here for a while... Just you and I —entonó, besando la mandíbula de Chan, bajando por su cuello—, far from the places we can't get away from... —susurró, el aliento recorriendo su oreja.

Chan jadeó por aire, soltando el agarre férreo que tenía sobre su muñeca, dejándolo hacer. La mano se adentró en su ropa interior, la calidez de la palma cubrió su erección. Ambos gimieron cuando Patroclo lo envolvió.

Solos tú y yo, lejos de los lugares de los que no podemos escapar.

Chan se convirtió en Aquiles. El duende lo cercó, lo enrolló como una bobina a su alrededor. Lo hizo subir hasta el cielo, al límite de la galaxia, el universo frente a él, los labios rosados tragando sus gemidos desesperados.

La mano experta y pequeña se movía, el cuerpo ajeno tan cerca, los besos desordenados, los dientes que mordían el lóbulo de su oreja, los mechones de pelo que le hacían cosquillas en la nariz. La habitación fría se calentó. Chan tenía una mañana de primavera entre sus sábanas y el fuego azul, rosa y canela lo arrasaba de dentro hacia fuera, de fuera hacia dentro.

La incandescencia nacía en la palma seca que jugueteaba con su polla. La misma polla que llevaba meses inútilmente pegada a su cuerpo. Apagada por los antidepresivos, olvidada por la ansiedad de Chan, en el mejor de los casos, ignorada después de una erección matutina no deseada.

Y, sin embargo, Patroclo la usó como si su mano fuera la yesca y su carne dura el pedernal. Saltaron chispas, encendió una hoguera, prendió las brasas rápidamente. La fervorosa combustión lo recorrió entero, haciéndolo sudar, gemir, rogar por más.

Play me 'till the sun rises, sonó en su cabeza, play me 'till your hands give in...

Play me like a violin... —imploró en un jadeo desesperado.

Let the madness slowly undress... Rip the mask off over our heads... —Su voz grave lo llevó al límite, con sus ojos en blanco y sus gemidos convertidos en lloriqueos patéticos— ...We can dive down deeper instead...

La mano que lo masturbaba cambió el movimiento, un pulgar presionado contra la punta y la letra de esa canción escapándose entre jadeos de la boca de Patroclo. Chan no pudo soportarlo más.

Explotó como fuegos artificiales. Como una caja llena de pirotecnia que alguien enciende a distancia. La chispa activando un millón de músculos que se tensaron y se relajaron indiscriminadamente. Sus gemelos temblaron, sus muslos se apretaron, sus manos recogieron en dos dolorosos puños los mechones azules, su boca se abrió con un gemido ruidoso que Patroclo tragó con la propia.

No sabía qué era arriba y qué era abajo, no sabía si era de día o de noche, solo sabía que su cuerpo seguía expulsando su semilla y que la mano ajena ya no estaba sobre su sensible piel, sino sobre su cintura, por encima del jersey gris que ni siquiera se quitó. El orgasmo lo hizo volar más alto que nunca, su mente estaba aturdida y sentía que podría dormir durante cien años a medida que bajaba de su altura.

—Siento no haber estado cuando saliste de la consulta —murmuró Patroclo. Chan apenas era capaz de entender—. Duerme un poco más y hablemos después —añadió besando sus labios una vez más.

Aquiles obedeció dejándose llevar por la pesadez en sus párpados y sus piel reverberando con el recuerdo de las manos de Patroclo sobre él.

Bang Chan pensó que lo había soñado cuando se despertó solo. De hecho, cuando encontró a Patroclo se puso tan rojo que sentía sus orejas ardiendo. Estaba a medio camino entre la vergüenza absoluta y la culpa por haber tenido un sueño tan explícito, cuando el duende le pidió disculpas por haberlo dejado solo.

Creyó entonces que la humillante realidad de haberse corrido en sus pantalones lo molestaría, pero no fue así. Patroclo fue tan natural, tan adorable y cariñoso, como si ese orgasmo hubiera sido parte de su dinámica normal, como si ellos siempre hicieran eso. Chan quería ser como él, que no le preocuparan los demás, dejar de pensar en su vida como una carrera hacia la decepción absoluta de los que lo rodeaban.

Ojalá fuera así de despreocupado, pintando corazones en las dos manos de Eco solo para que dejara de repetir su mantra y sonriera como un zorrito. Hacerle dos coletas a Narciso y dibujar un corazón en la esquina de su hoja para que el muchacho lo coloreara.

Chan se encontró cada noche deseando que el duende entrara de nuevo a su habitación, aunque sabía que no podía hacerlo, que podrían atraparlo. También disfrutaba de los días juntos, leyendo en voz alta sentados en el sofá grande junto a la ventana. Hablando sobre mitología griega, música, comida.

El día que llegó su equipo, el doctor Kim lo acompañó a una pequeña sala en la que a veces se reunía con sus pacientes si su despacho estaba ocupado. Allí se encontró con su ordenador colocado sobre el escritorio vacío. También estaban sus auriculares, un micrófono, su mezclador más pequeño y el reproductor portátil. Chan casi lloró de alegría.

¿Qué más daba que sus horas de hacer música estuvieran restringidas? ¿Qué importaba que no pudiera llevarse todo a su habitación? Eso era insignificante. Cumpliría esas normas, esperaría pacientemente hasta que los trabajadores abrieran la puerta para él cada día, se marcharía de allí cuando se lo ordenaran.

Estaba dispuesto a ceder en todo, porque en el momento en el que se colocó los auriculares y encendió su ordenador, se sintió como justo antes de su debut. Igual de ilusionado, igual de feliz, igual de libre.

Llevaba a Patroclo a lo que ahora llamaba su estudio de vez en cuando. Pero, sobre todo, se reunían en el salón grande, en la mesa de Eco y Narciso. El duende sonreía genuinamente cuando Chan le contaba lo que había hecho ese día, vibrando de emoción.

La primera vez que Changbin se asomó a la puerta, Chan tiró de su brazo hasta que se sentó a su lado. Sin decirle una palabra, le puso los auriculares y lo dejó escuchar. Los ojos oscuros del chico musculoso se abrieron con reconocimiento. No pudo evitar hinchar su pecho de orgullo cuando le dijo que era bueno.

—Creo que insistiré en la guitarra, quiero tocar algo con Han, me dijo que él también la toca —comentó una tarde, la quinta o sexta vez que Changbin se sentaba con él en el estudio. El chico se echó a reír.

—Amigo, a veces pienso que eres tonto.

—¿Por qué?

—Bang Chan, ¿de verdad crees que van a dejar a alguien aquí dentro cerca de un instrumento lleno de cuerdas metálicas?

Oh, vaya. Chan ni siquiera había pensado en eso. Ni en sus peores momentos, cuando quería tan desesperadamente ser libre de los pensamientos malvados (o fantasías catastróficas como los llamaba el doctor Kim). Nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de desmontar su amada guitarra para enrollarse una cuerda en el cuello. Pero, demonios, tenía mucho sentido que el terapeuta fuera tan estricto con respecto a eso.

Algo dentro de él se hundió un poco cuando se dio cuenta de la razón por la que estaba allí. Por la que todos estaban allí.

—Tengo que irme, pronto será el turno de la cena y tengo que ayudar —se despidió Changbin casualmente, sonriendo, como si no acabara de decir que todos los que llevaban pijamas blancos eran potencialmente peligrosos junto a una guitarra.

—Sí, sí... Nos vemos mañana... —murmuró de forma automática mientras lo veía salir.

No pasaron ni tres segundos para que Patroclo irrumpiera, con su sonrisa iluminando el gris que se había asentado con la realización. El muchacho cogió los auriculares y puso el play sin decir nada. Tarareó, con su cabeza moviéndose suavemente con el ritmo. Chan lo estudió porque era mejor eso que pensar en como seguía siendo una vergüenza, una desgracia para su familia, una decepción para el mundo, el cadáver que se esconde en el sótano...

—Cuando Han grabe su parte, deberías ponerla en los altavoces. Seguro que Narciso y Eco la amarán.

—¿Tú crees?

—Claro que sí. Todo el mundo la amará, igual que te aman a tí.

Chan asintió, aunque no le creyó del todo.


—Tengo una sorpresa para ti. —Chan estaba tan nervioso que le temblaban las manos.

Los ojos redondos del chico brillaron al otro lado de la rendija. Lo vio saltar hasta la puerta, nervioso como un ratón. Sonrió con ternura. Los dedos de Han se asomaron, golpeteando con ansiedad.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Qué es?

—Calma, Hannie —pidió, abriendo el ordenador portátil sobre su regazo y golpeando las teclas.

—¿Tienes un ordenador? ¿Cómo has conseguido un ordenador? —La energía del chico parecía intensa ahora, mirando con curiosidad por el limitado espacio para pasar la bandeja.

—Se lo pedí al doctor Kim, solo puedo usarlo algunas horas al día y tuve que sacarlo a escondidas de la habitación, pero necesitaba mostrarte tu sorpresa.

Un segundo después, Chan reguló el volumen para evitar que los atraparan y levantó el aparato dándole al play. Sonó una melodía, era solo eso, una melodía de tantísimas que había tenido en la cabeza últimamente.

—Oh, Dios mío —gimió el chico emocionado, aferrándose al hueco de la puerta tan fuerte que sus nudillos se blanquearon.

La calidez inundó a Chan. Los ojos del niño titilaban como si estuviera conteniendo las lágrimas. Escuchó toda la canción y le pidió otra, y otra más. Y terminaron escuchando unos veinte fragmentos distintos. El pequeño genio tarareó algunas, pidió que repitiera otras, cantó. Chan se lamentó en silencio porque todo ese talento estuviera encerrado en una habitación minúscula y aséptica.

—Cielos, a Lino le hubiera encantado esa —susurró, como si no fuera del todo consciente de lo que decía. Le hizo preguntarse quién era Lino y por qué de repente Orfeo tenía los ojos enturbiados por el dolor.

Se replegó como un armadillo, apartando las manos del hueco, separándose de la puerta. Se hizo pequeño y asustadizo, como la primera vez que lo vio. Lo sintió alejarse, no solo físicamente, sino como si ese nombre lo hubiera arrastrado a algún lugar dentro de su mente. Chan sabía mucho de eso, maldita sea, era un puto experto en esos espacios llenos de mierda que se acumulaba en los cerebros de la gente que había pasado por un infierno.

—¿Crees que querrías grabar alguna canción? ¿Se te ocurre alguna letra? —preguntó, tratando de distraerlo, queriendo que esa cadena que ataba su corazón a Han sirviera no solo para tenerlo allí, sino para sacarlo del agujero en el que estaba cayendo.

—Hmpf... —Fue un sonido ininteligible, pero a Chan le bastó.

—Tengo un micrófono y auriculares. También tengo un pequeño mezclador. Están en la habitación que me dejó el doctor Kim —Los orbes redondos parecían más enfocados, gateó un poco, acercándose de nuevo a la puerta—. Changbin viene a veces, ¿quieres escuchar como rapea? Lo hace genial.

—¿Changbin?

—Sí, tengo algo por aquí, igual me arranca la cabeza por enseñártelo —bromeó. Escuchó la risa ahogada del niño al otro lado y respiró un poco más tranquilo.

Le dio al play de nuevo. No era una canción realmente, solo Changbin haciendo un poco de freestyle con una base de Chan. Nada demasiado bueno, pero pareció suficiente para que los deditos volvieran a asomarse por el hueco y la atención del chico volviera a estar en él.

—Te he traído esto también —Acercó el reproductor al agujero y Han lo tomó mientras seguía sonando la voz de Changbin—, hay algunas pistas, tres o cuatro. Puedes escucharlas y decirme si quieres grabar alguna...

—Yo... Gracias... Pero, ya sabes... —Señaló la habitación y a sí mismo. Chan aceptó la derrota.

—Puedes... Puedes grabarla en tu grabadora, puedo utilizarlo como guía y tratar de hacer una versión con mi voz y la de Changbin...

—Sí, sí, eso estaría bien —dijo, pero no parecía sincero.

Chan sintió que era injusto, que ese niño tenía que brillar, que su voz no tenía que ser una guía, sino la atracción principal. Le gustaría sacarlo de la habitación, llevarlo al estudio, encerrarse allí los tres y crear. Quería preguntarle quién era Lino, quién era él afuera. Quería abrazarlo y protegerlo, tomarlo bajo su ala y verlo crecer, que ningún recuerdo volviera a desenfocar sus ojos.

Pero no podía. No podía proteger a Orfeo, no podía hacer que Eco dejara de repetir lo mismo, no podía peinar a Narciso, no podía curar el dolor que hacía cínico a Hércules. Ni siquiera estaba seguro si algún día saldría de ahí. No sabía si merecería alguna vez salir.

Patroclo saludó desde el fondo del pasillo, interrumpiendo su tren de pensamientos con su bonita sonrisa. Chan lo imitó antes de dar por terminada su sesión musical con Han. Cerró el ordenador con un suspiro resignado. Acercó los dedos al hueco de la bandeja, esperando unos segundos sin decir nada. El más joven puso sus yemas encima, en ese apretón de manos que habían inventado para salvar la distancia que los alejaba.

—Nos vemos, Hannie.

—Gracias, Chan —susurró, apartándose de la puerta para ir hasta la cama.

Chan se enredó alrededor de Patroclo unos segundos después, soltando el llanto que era por sí mismo, por Han y por todos los demás.

Changbin rapeaba igual que hablaba. Conciso, grave, agresivo. Era estimulante, irónico, subía y bajaba. Hacía que Chan arrugara los ojos cuando iba duro, lo mantenía en el aire y lo lanzaba al suelo. Como una orca jugando con una foca antes de comérsela. Changbin devoraba a su presa y escupía sus huesos justo al terminar.

Le había mostrado a Han más canciones, algunas en las que él cantaba, a pesar de sus mejillas rojas. El chico era tan efusivo, tan emocional. Se mordía el labio inferior cuando sonaba Changbin, se llevaba las manos a las mejillas cuando entonaba Chan. Estaba un poco encariñado con todas esas reacciones tan viscerales y amaba verlo disfrutar.

Patroclo no lo acompañaba a sus sesiones musicales, lo esperaba pacientemente junto a sus amigos. Chan sospechaba que estaba un poco enamorado de Narciso, pero tampoco podía culparlo porque el chico era hermoso como un ángel. Además, él estaba enamorado de su música también y del talento de Han y de la fuerza de Changbin. Y, en cierto modo, también de los hoyuelos de Eco y de las flores que Narciso no dejaba de pintar.

Y, sobre todo, estaba enamorado de él. Del pelo azul, de las pecas, de los labios rosados. De sus manos en su piel en el hueco de la escalera, del calor de su mano cuando paseaban por la nieve que se derretía lentamente.

Una tarde de febrero estaba sentado junto a Changbin, repasando entre los dos una de sus creaciones, cuando Patroclo entró en silencio y se sentó en el suelo. Tenía una piruleta en la boca. Unos minutos después, de forma totalmente inesperada, el doctor Kim llamó al marco de la puerta con una enorme sonrisa de cachorro.

Chan y Changbin se pusieron de pie rápidamente, Patroclo ni siquiera se inmutó, como el todopoderoso ser que se creía. Tan lejos del bien y el mal, tan por encima de todos los demás.

—Chicos, hay alguien que quiere veros —comentó casualmente el doctor. Chan se quedó mirándolo confundido por esas palabras.

¿Quién quería verlos? ¿Habían hecho algo mal? Tal vez alguien le había dicho al doctor Kim que se escabullía con el ordenador fuera de la habitación. Quizá alguien los vio a él y a Patroclo en una de sus sesiones acaloradas de besos. Era probable porque cada vez eran menos discretos, al duende cada vez le importaba menos que lo pillaran y Chan pasaba menos tiempo con él, así que sólo cedía y agradecía cada mínimo contacto con la misma fe exaltada con la que lo tomaba.

El doctor extendió su brazo hacia un lado y vio como unas pequeñas manos lo tomaban, apareciendo por la jamba. El dueño de esas manos temblaba como una hoja, apretaba sus dedos alrededor del antebrazo con terror. Chan no estaba entendiendo una mierda, pero quien quiera que estuviera escondido, no parecía estar bien.

Se preocupó por un segundo, saliendo de su puesto tras el escritorio para acercarse a ellos y ayudar al doctor Kim. Sin embargo, él lo paró con un ademán, pidiéndole en silencio que mantuviera la distancia. Chan obedeció.

No supo si pasaron segundos o minutos, pero nadie se movió en la habitación. Solo se escuchaban sus respiraciones, el ventilador del portátil y el aliento que salía en ráfagas de la persona que luchaba por entrar. El chico se escuchaba como si estuviera escalando una montaña o enfrentándose a todos los demonios del inframundo al mismo tiempo.

Y Chan quería ayudar a quien quiera que estuviera allí pero...

Oh.

Oh, cielos.

Oh, joder.

—Oh, mierda —verbalizó Changbin a su lado. Porque él era incapaz de hablar.

Las palabras se le atoraron en la garganta, sus manos sudaron y se puso rojo, muy rojo. Una mezcla de bochorno y felicidad se mezclaron en su cuerpo, subiendo por su sistema nervioso. Sus sentidos vibraron y escuchó el jadeo claro y vívido de Changbin. Y... ¿un sorbido de mocos? ¿Estaba llorando Hércules?

Ladeó la cabeza lo suficiente para comprobarlo y sí. Tenía unos enormes lagrimones corriéndole por las mejillas. Se agarraba el pecho como si quisiera controlar su corazón desbocado. Chan podía entenderlo, él tampoco creía que esa mierda fuera real.

El doctor Kim empujó un poco al chico sin soltarle la mano y lo dejó entrar a la habitación. Mientras Changbin sollozaba, Patroclo sonreía. El sol entrando en cada centímetro de la pequeña habitación, la mañana de primavera floreciendo.

—Es importante que guardemos las distancias —empezó el doctor Kim. Changbin ignoró la advertencia, rodeó la mesa con paso rápido y envolvió el cuerpo flacucho entre sus bíceps.

Hubo un instante dramático, como si el tiempo se detuviera. Chan podía verlo todo a cámara lenta: la cabeza de Hércules sobre el hombro ajeno, las cejas levantadas con sorpresa del duende, el terror en la cara del doctor Kim. El llanto fue más ruidoso, el terapeuta trató de apartar al musculoso, pero, de pronto, sin que nadie lo esperara, las manos del pequeño soltaron el brazo del terapeuta y se colocaron alrededor de los hombros de Changbin.

Y lloraron los dos.

—Hola, chicos... —sollozó el más joven—, he venido... He venido a grabar una canción, si todavía puedo, Chan... —Y sonó tan frágil, protegiéndose en el abrazo de Changbin, preparado para el rechazo...

—Por supuesto que sí, Hannie, me haría muy feliz que grabáramos una canción.

No mintió. De hecho, darse cuenta de que esa cadena de su corazón era lo suficientemente fuerte como para haber traído a Han hasta allí lo hizo realmente feliz.

Sintió más que ver a Patroclo. La punta del rotulador estaba en su mejilla y sabía que tendría un enorme corazón allí. Escuchó la risita que soltó antes de sacudirlo. Abrió los ojos, estaba oscuro, pero pudo distinguirlo perfectamente.

—Ven conmigo —susurró.

Lo siguió, calzándose a duras penas las zapatillas mientras se escabullían por los pasillos. Se mantuvieron junto a las paredes, entre las sombras. El corazón de Chan latía con fuerza por la excitación.

Patroclo lo llevó a la azotea, subiendo los cuatro pisos en silencio, con sus manos entrelazadas. Ni siquiera dudó cuando empujó la puerta y lo invitó a salir. Su confianza era absoluta, tan pura, tan real... Con sus dedos tocándose, no había nada que temer. Con su risa grave resonando, no había miedo. No había dolor. No había pena. Solo azul, rosa y canela. Solo mañanas de primavera, aunque el principio de marzo todavía estuviera frío. Estaba seguro de que si en ese momento el hombre le pedía volar, a Chan le saldrían alas.

—Baila conmigo —susurró, enredándose a su alrededor—. Let's make up our own minds, we got our whole lives... Let's see and decide, decide... Canta conmigo, Aquiles —rogó, con sus ojos brillando.

And I will still be here stargazing... —tarareó tímidamente, envolviendo con sus brazos la cintura estrecha, moviendose a su son—...I'll still look up, look up, look up for love...

I will still be here stargazing... —continuó el chico. Chan lo siguió, elevando un poco la voz.

I'll still look up, look up, look up for love...

—Hoy el cielo está hermoso. Dicen que Hawái es un buen sitio para ver las estrellas —afirmó, elevando los ojos.

Chan no lo entendió. Todas las estrellas que quería mirar estaban ahí, en la constelación de sus pecas, en la galaxia de sus ojos, en el universo de su cara. Todo lo que quería ser, lo que quería amar, todo estaba allí, ante él.

—Tú eres hermoso —aseguró, besándolo en la barbilla, el muchacho rio—. Cuando salgamos de aquí te llevaré a Hawái, a Tombuctú, a Japón y a París. Te llevaré a todas partes.

—Eso estaría bien, Aquiles —dijo, pero su tono sonó extraño y una señal de alarma se activó en alguna parte de su cabeza.

—¿Cómo podré encontrarte si te vas antes? Ni siquiera sé tu nombre.

—Es Patroclo, te lo dije.

—No, no es Patroclo.

—¿Por qué es tan importante para ti?

—Porque necesito saber que podré ir a por ti —gimió, desesperado.

Estaba tan atormentado, era un auténtico desastre de sentimientos en ese momento. La sola idea de perder al chico se asentó en su cerebro como un martillo percutor, taladrando, destrozando, agobiando. Chan escuchaba el ruido en sus oídos, amortiguado por el suave tarareo de Patroclo junto a su oreja. Los labios tocaron su lóbulo, la piel del cuello y su nuez de Adán. Se encajó en su hombro, pecho con pecho. Estaba a punto de echarse a llorar.

Lo ciñó más fuerte, con más ahínco, tratando de apreciar el instante, la noche hermosa que los rodeaba. Quería no pensar en la pérdida, evitar las fantasías catastróficas. Pero era incapaz. Porque siempre se equivocaba, siempre hacía algo mal, siempre estaba preparado para destrozar cualquier cosa bonita que tuviera. Como su carrera musical, como su familia, como mamá.

—Tienes que poner esa canción en los altavoces, ¿recuerdas? Te diré mi nombre cuando hagas a Narciso bailar.

Lo tomó por la cabeza, apaciguándolo, besando sus labios. Se balancearon lentamente, de un lado al otro, recorriendo la terraza helada. Las estrellas en el cielo protegiéndolos, observándolos. Chan se aferró a esa esperanza una vez más.

—Deberías cantar algo en esta canción. Tu voz queda bien si la combinas con el rap —comentó Changbin.

—Se lo he dicho mil veces —bufó Han, hecho un ovillo en su silla.

—Es verdad, joder, eres cantante, es decir, como que eres famoso y esa mierda... No es como si estuviéramos diciendo una idiotez para contentarte.

—Espera, ¿sabes quién soy?

—Por supuesto que lo sé —Bang Chan enrojeció. De repente no sabía si quería que siguieran hablando de esto. La vergüenza apoderándose de sus extremidades, enrojeciéndolo—. Ey, no colapses. No es como si fuera algo extraño, Chan. ¿Dónde te crees que estás? Todo el mundo aquí es algo así como... famoso.

—¿Qué?

—Jesús, de verdad eres un poco idiota —se quejó el musculoso, levantándose de la silla y estirando los brazos—. Esta institución es privada, aquí solo estamos la crème de la crème —rio, cínico—. Somos las vergüenzas más importantes del país.

—Pero... ¿cómo? —Chan se estremeció, confuso y aterrorizado.

—¿Sabes ese chico al que llamas Eco? —Chan asintió—. Es Yang Jeongin, hijo de Yang Dojin.

—¿¡El ministro!? —exclamó, con los ojos muy abiertos.

—Sí, amigo, el ministro. Y el otro, Hyunjin, esa preciosidad que llamas Narciso, era Étoile del ballet de la Ópera de París. Lo que sea que signifique eso, debe ser importante.

—Significa "estrella", es el primer bailarín, es como... la estrella de la compañía —afirmó Han con un encogimiento de hombros.

—¿Primer bailarín? —soltó aturdido.

—No eres el único famoso aquí, Channie —bromeó Changbin con ironía.

—Y... ¿y tú?

—¿Yo? Yo solo soy el hijo de un militar —contestó con un guiño, dejando la habitación con un silbido.

—Changbin entró al ejército en contra de su voluntad —soltó Han unos segundos después—, tiene trastorno de estrés postraumático. Llegó aquí hace un año después de colapsar en público en un espectáculo de fuegos artificiales.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo él. Yo ya estaba aquí cuando llegó... El doctor Kim pensó que le vendría bien hacer algo de trabajo voluntario, al principio le asignaron traerme las comidas y el resto es historia.

—¿Por qué estás tú aquí, Hannie? —susurró, poniendo una mano sobre la rodilla escuálida. El chico dio un saltito sobresaltado y lo miró fijamente.

—Tengo agorafobia —contestó secamente. Chan lo suponía, pero esa no era la respuesta que buscaba.

El doctor Kim llamó a la puerta en ese momento, interrumpiéndolos. Chan gruñó internamente por el don de la oportunidad que tenía el hombre.

—Han Jisung, ¿nos vamos?

—Sí, doctor Kim —respondió huyendo—. Nos vemos, Chan.

—Nos vemos, Hannie...

La canción se terminó. Se terminaron muchas. Marzo derritió las nieves y para finales de abril, los arbustos tuvieron los primeros brotes. Patroclo estaba convencido de que las rosas florecerían en cualquier momento e hizo prometer a Chan que le llevaría una a Narciso.

El pequeño Orfeo salía más de su habitación, al principio fue una vez a la semana, pero terminaron compartiendo el tiempo del estudio prácticamente a diario. Todavía tenían que acompañarlo a su cuarto, el doctor Kim les había dado permiso para hacerlo ellos mismos. Las manos de Han se aferraban a su brazo o al de Changbin, enterraba la cara contra sus bíceps y los dejaba guiar.

Las puertas del salón volvieron a abrirse. La brisa de la primavera todavía los obligaba a usar jersey gris por las tardes.

Eco se levantó de su silla de ruedas un día en el que Patroclo tiró de sus brazos y los llevó hasta la ventana. Observaron maravillados la hierba salir despedida del cortacésped del jardinero, como una lluvia de motas verdes que se estrellaba contra el cristal. Los dedos huesudos de Eco se pegaron allí, queriendo tocarlo. El duende dibujó un corazón en su muñeca y el zorrito sonrió.

Chan recibió una llamada de casa un martes. Chan nunca recibía llamadas de casa. Además de la conversación que tuvo en invierno con Hannah, no volvió a saber de ellos, no volvió a preguntar. Ese espacio de su vida estaba firmemente compartimentado ahora que tenía la música, a los chicos y, sobre todo, a Patroclo.

Se sentó en la oficina del doctor Kim con las manos empapadas en sudor. El auricular del teléfono fijo estaba descolgado y el hombre lo miró antes de tendérselo. Chan temió que se le resbalara, así que se aferró a él.

—Hola... —Carraspeó—. Hola.

—Hola, Christopher —La voz de su padre era áspera e hizo que su estómago cayera a sus pies. Se encogió en la silla, temblando. Se mordió el labio inferior para evitar el llanto que ya amenazaba con salir de sus ojos—. ¿Cómo estás?

¿Cómo estoy, papá? Mal. Estoy mal. Estoy avergonzado. Estoy cansado. Estoy bien. Estoy haciendo música de nuevo. He conocido a gente estupenda aquí dentro. Estoy enamorado. Estoy abochornado por lo que hice. Me siento culpable. Quiero darte un abrazo, ¿me darías un abrazo, papá? Te echo tanto de menos, y a mamá, a Hannah, a Berry. Quiero ir a nadar contigo a la playa. ¿Me llevarás a la playa?¿Harás una barbacoa para mí? Nadie asa la carne como tú, papá. Estoy mal. Estoy asustado. Estoy arrepentido.

—¿Chris, estás ahí?

—Sí —respondió—. Ho... Hola... Estoy... estoy... —El llanto le comprimió la garganta. El dolor se hizo real cuando clavó sus propias uñas en su muslo, debajo de la mesa, para que el doctor Kim no lo viera y le obligara a colgar.

No quería colgar. Quería escuchar a su padre un poco más, decirle un montón de mentiras, creerse todas las que le dijera. Quería saber cuál era su lugar ahora, quería encajar en el espacio que su padre quisiera darle.

—Me alegro de que por fin podamos hablar —interrumpió. Sonaba tan sincero que Chan cerró los ojos, bebiendo de esa voz que siempre lo protegió, la que lo consoló, lo regañó y lo amó—. Te echamos mucho de menos...

Y eso era una mentira. Pero con el tono roto de su padre, sonó como una verdad. Una que Chan necesitaba desesperadamente creer.

—Yo también a vosotros, pa-... Yo también —se cortó a sí mismo, inseguro. Él no merecía ser llamado hijo. Por lo tanto, tampoco merecía llamarlo "papá".

—Hijo, sigo siendo tu padre —afirmó, categórico. Chan no pudo evitar sollozar—. No llores, mi niño.

Algo dentro de Chan se fracturó más, o quizá se arregló. Una cosa horrible y dolorosa que le oprimía los pulmones se relajó. Las compuertas de la presa se abrieron y sus mejillas se sintieron húmedas. Sorbió los mocos, con su pecho luchando por llenarse de oxígeno.

¿Respiras, Aquiles? Ahora sí. Ahora respiraba y lloraba. Hipaba y sollozaba. Esa roca destrozada moldeada por las manos de Patroclo sangraba y respiraba. Y su padre lo echaba de menos y parecía sincero. Y lo llamó "hijo", "mi niño" y le dijo que aún era su padre.

—Papá... —gimió, abrumado por el dolor y el alivio de saberse querido, de saberse aceptado—, lo siento tanto, papá.

—Está todo perdonado, mi niño. Todo lo que quiero es que estés bien, nada más —contestó su padre.

—Papá, necesito tanto que me des un abrazo —confesó, sus inhibiciones desapareciendo.

Volvió a ser pequeño y a estar asustado; necesitado de los brazos fuertes de su padre, aunque ahora pudiera ganarle en un pulso. Era minúsculo, como una brizna de polvo, como un pedazo de algodón.

—En cuanto el doctor crea que es el momento, iremos a verte. Yo también tengo ganas de darte un abrazo. Te quiero mucho, Christopher, te amo. Y estoy orgulloso de ti, lo estás haciendo tan bien, mi niño.

Chan lloró más fuerte, apretando sus dedos en su rodilla. Su corazón latía desbocado, levantó los ojos hacia el doctor Kim para darle las gracias en silencio. El destello azul llamó su atención, al otro lado de la ventana, Patroclo dejó una rosa y pintó un corazón en el cristal. Le lanzó un beso y se marchó.

—Espero poder veros a todos pronto. Yo también te amo, papá. —Y a ti también, duendecillo.

Miró a ambos lados del pasillo, asustado. Patroclo abrió la sala de control y tiró de él. Se estaban metiendo en un lío horroroso, terrible. Si los encontraban allí estaba seguro de que todos sus privilegios serían revocados, se acabaría la música, se acabarían las tardes con Changbin y Han, se acabarían los paseos despreocupados de la mano del duende. Estaban rompiendo una enorme cantidad de reglas, las suficientes como para tener a Chan sudando de miedo.

—Por favor, vámonos —rogó una vez más.

El chico hizo una pompa con el chicle que masticaba desde hacía un rato y volvió a ignorarlo. Lo vio toquetear el ordenador justo antes de conectar la tarjeta de memoria de la grabadora de Han en el lector. Hizo doble clic en el único archivo y el reproductor de música se abrió automáticamente.

—¿Estás preparado para correr? —preguntó, con una sonrisa diabólica que lo excitó y lo aterrorizó a partes iguales.

Quiso decir que no, que no estaba preparado, pero no le dio tiempo. El chico pulsó el botón del bucle, y un segundo después le dio a play y subió la perilla del volumen al máximo. El sonido se acopló, asustándolo. Por las cámaras, vio el desconcierto de todo el mundo.

Y entonces la música empezó a sonar. Su música. Su canción. La que Han, Changbin y él habían creado en esas tardes de risas. La primera canción que Chan lograba terminar desde hacía más de un año. Su primera alegría después de tantos dolores.

El duende lo arrastró fuera, dejó el chicle en la cerradura y golpeó la puerta para cerrarla. De un tirón desencajó el pomo. Todo pasó en dos segundos y él se sentía como el espectador de una película de acción.

Entonces echaron a correr.

Dieron un rodeo hasta el salón principal, donde se había desatado el caos. Los residentes se tapaban los oídos, miraban a todas partes, aturdidos, confusos, gritando. Los trabajadores no estaban mejor, tratando de calmarlos, de contenerlos.

Changbin reía como un desquiciado, siguiendo la estela de locura, tirando hojas de papel que encontraba en su camino, tirando de las manos de los que continuaban sentados. Han estaba en una esquina, con una sonrisa pequeña tensando su mejilla, escondido junto a la estantería, aterrorizado pero todavía disfrutando.

La canción sonaba por todas partes, muy alto, tanto que era casi molesto. Pero no pudo evitar reírse también.

Vio a Eco mirando a todas partes, silencioso, con la boca cerrada en una línea dura. Y Narciso, mierda, Narciso estaba de pie. Parado en medio de la sala, mirando al techo como si una voz divina estuviera comunicándose con él. ¿Cuánto hacía que ese chico no escuchaba música? ¿Cuánto hacía que no levantaba la cabeza de su cuaderno de dibujo para algo más que comer?

Y Patroclo estaba levitando, brillando como una supernova, estallando en miles de hermosos colores. Se acercó hasta Narciso y lo tomó de la mano. Le dio una vuelta y se puso a su espalda. Movió sus manos con el ritmo de la música. El pintor dirigió la mirada a sus propios dedos, comandados por el duende. Algo pareció despertar dentro de él, algo oculto que vivía en su cuerpo.

Se movió como una flor, como un narciso, mecida por el viento. Primero tentativamente, como si estuviera probando que sus músculos seguían guardando el recuerdo de su tiempo como bailarín. Chan se acercó a ellos, atraído por la fuerza gravitatoria de aquel hermoso momento. Sus manos fueron por sí mismas hasta la coleta del chico y se la quitó. El pelo negro y largo cayó como una cascada sobre sus ojos y la sonrisa que le regaló fue la más hermosa que le había visto hacer. Patroclo se apartó y Chan lo hizo también, tomándolo de la mano.

Narciso bailó en el centro del salón y sus movimientos fueron como un tranquilizante para todas las fieras. Todos lo miraron bailar, a medio camino entre la confusión y la absoluta devoción. Chan lo entendió, también estaba un poco enamorado de él.

Entonces Eco se aproximó, agarrando la mano libre de Chan. Desconcertado, observó sus movimientos: con un rotulador verde, dibujó en el dorso de su mano un corazón y golpeó su pecho con una maza que tenía la forma de sus hoyuelos. El zorrito lo soltó y se puso a bailar. Todos se pusieron a bailar.

La histeria colectiva convirtió el manicomio en un hermoso escenario, con el cuerpo de ballet alrededor de un Hyunjin vibrante y lleno de vida.

Patroclo lo sacó de allí a rastras, a pesar de lo hipnotizado que seguía, siguió a su flautista como una rata bien amaestrada. Subieron los cuatro pisos hasta la azotea, la música en bucle se escuchaba también allí, alta y clara, tan ruidosa que era casi desagradable. Chan se echó a reír como un tarado. Su barriga dolía, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad.

Y entonces lo vio. Patroclo estaba encaramado a la parte superior de la verja de protección de la azotea.

No.

No. No.

No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No.

Estaba congelado. Sus pies estaban en un cubo de cemento. El cristal estaba fragmentándose. La forma en la que Patroclo lo moldeó, destrozándose en pedazos.

—Me llamo Félix —dijo en voz alta, por encima del ruido de la música y del caos de gritos de los trabajadores.

—¡Patroclo, baja de ahí! —rugió, corriendo hacia él.

—¡Bang Chan! —gritó alguien tras él.

Sintió las manos alrededor de su cuerpo en el instante en el que Patroclo saltó. Su aullido fue tan intenso, tan profundo y brutal que le extrajo todo el aire de los pulmones. Su corazón dejó de latir.

¿Respiras, Aquiles? Claro que no. No podía respirar. Solo podía llorar, gritar, patalear, resistirse a los brazos que lo envolvían. Casi ni percibió el pinchazo en su cuello que lo adormeció instantáneamente.

Volvió los ojos llenos de lágrimas hacia la valla vacía. No más azul, no más rosa, no más canela. Ahora Patroclo era libre. Y Chan no lo sería jamás.

—A veces hablaba de él en tercera persona, pero pensé que era cosa de la enfermedad.

—Era cosa de su enfermedad —afirmó Seungmin. Miró a Changbin, sentado en el sillón frente a él.

—Esto... Él cambiaba la voz, ya sabe, doctor Kim, como... La ponía más grave. Hay varias personas con ese tipo de trastornos, como en Múltiple, la película, ¿sabe?

—Trastorno de identidad disociativo. Se llama así. 

—Ah, sí, eso. Bueno, no pensé que fuera peligroso. Andaba de aquí para allá con ese rotulador rojo y a veces le pintaba las manos a Yang Jeongin, pero no creí que fuera un peligro. Cuando empezamos con lo de la música, casi nunca cambiaba la voz. Nunca nos hablaba como Patroclo.

—Está bien, Seo, no te preocupes, no has hecho nada mal. Solo tengo curiosidad por entenderlo...

—Hannie me contó que lo vio algunas veces en su ventana antes de que fuera a hablar con él. Una vez le pintó un corazón también.

—Sí, lo hizo en mi ventana. No sabía quién había sido y olvidé borrarlo hasta el otro día. Muchas gracias por tu ayuda, Seo, y por ayudar a Han a pasar por esto.

—Yo... ¿Está bien? ¿Chan está bien?

—Sí, está bien.

—¿Por qué le ocurrió? ¿Tiene ese trastorno... esa cosa de la identidad?

—No, pero no puedo hablar de esto contigo, ya sabes... Pero, para que te quedes tranquilo, está muy bien ahora. Su medicación está funcionando.

—Ah, sí, sí... Si no necesita nada más... Me gustaría ir a ver a Hannie, no ha salido de la habitación desde entonces y ya sabe...

—Sí, está bien, Seo, sabes que tienes permiso, pero no lo abrumes —El chico asintió—. Muchas gracias.

El muchacho musculoso se marchó y Seungmin suspiró. Cuatro semanas después del incidente, seguía confundido. No era la primera vez que pasaba algo así, los internos solían tener crisis a menudo, pero Chan parecía estar bien... Parecía tan malditamente bien que lo engañó.

Comprobó el mensaje que había llegado mientras estaba en la sesión con Seo. Salió del despacho y se encaminó al edificio de la recepción. Cuando llegó allí, después de pasar las puertas de seguridad, se dirigió hacia la sala cuatro. Llamó dos veces antes de abrir porque no quería interrumpir a la familia si estaban teniendo un momento íntimo.

—Adelante —escuchó la voz del señor Bang y tragó saliva. Abrió la puerta y se enfrentó a aquellas tres caras desconcertadas y llenas de lágrimas.

—Buenas tardes, muchas gracias por venir con tan poca antelación...

—No se preocupe —contestó la mujer mayor, la señora Bang. Seungmin se fijó en que tenía los ojos rojos por el llanto.

—¿Qué le ha pasado a mi hermano? —interrumpió la adolescente, con los puños apretados sobre sus rodillas. Le recordaba a Bang Chan, pero tenía más fuerza que él, más seguridad. No supo si era su personalidad o esa imprudencia propia de su edad.

—Tuvo una crisis hace unas semanas. Pero creemos que viene gestándose desde hace meses.

—¿Qué? ¿Qué está insinuando? —El señor Bang se encendió.

—Lleva meses sin tomarse la medicación completa. No sé cómo ocurrió la primera vez, pero los trabajadores encontraron una buena cantidad de pastillas dentro de los rotuladores que utilizaba otro de los internos para pintar. Sospecho que se los llevaba y guardaba la medicación dentro.

—Dios santo —gimió la mujer, tapándose los ojos.

—¿Ha hecho daño a alguien? ¿Atacó a alguien? —preguntó Hannah Bang.

Seungmin sabía cuál era su temor. Bang Chan había entrado ahí porque intentó volarse la tapa de los sesos delante de su madre y su padre. Llegó a esa institución después de dispararle a la mujer en el brazo. Era capaz de muchas cosas, cosas peligrosas. Por suerte para todos, el único que corría peligro en ese momento era él mismo.

—No, nada de eso —aclaró—, solo... Su cabeza creó a alguien, lo llamaba Patroclo. Por lo que he podido entender, alternaba su personalidad con la del tal Patroclo. Era más valiente, más positivo, de hecho, en general, todos adoraban a Chan cuando era Patroclo —Hizo una pausa, sentándose derecho. Los tres estaban en diferentes grados de llanto, aunque su madre era la peor de ellos—. Él está consciente, está lúcido ahora que la medicación está empezando a funcionar. Siento que ha... hmm... aceptado esta realidad. Incluso bromeó... Me dijo que debería haberlo sabido porque el chico siempre tenía la misma medida de raíces negras en el pelo y el mismo tono de azul intenso.

—Qué idiota es —dijo la adolescente, con una risa húmeda por el llanto.

—Me dijo que Patroclo le dijo su nombre real al final, justo antes de desaparecer. Se llamaba Felix, decía que tenía pecas en la cara. La imagen que creó era muy específica.

—Felix es nuestro vecino —interrumpió la señora Bang, con la mano en el pecho—, es decir, era nuestro vecino. No creo que se hayan visto desde hace diez años. Cuando vivíamos en Australia siempre estaban juntos, pero el chico se fue con sus padres a Estados Unidos y nosotros vinimos a Corea...

—Ah, esto es interesante. No habló de eso... Creo que su cerebro se fue a un lugar que consideraba seguro, cuando era más joven, en Australia. Supongo que fue su manera de pasar por el dolor de lo que hizo, por la culpa y todo lo demás...

—Mi niño... —murmuró el padre, negando con la cabeza.

—De todas formas, no todo son malas noticias. Quiero agradecerles una vez más haber venido... De verdad que esto es muy importante para él.

—¿Para él? —preguntó su madre. Seungmin asintió.

—Por primera vez desde que entró aquí, pidió verlos.

—¿No está bromeando, verdad? ¿No es una broma, no? —Hannah apretó su pantalón holgado en dos puños. Seungmin negó con la cabeza.

—Si fueran tan amables de acompañarme... —Los tres se pusieron de pie como resortes, mucho más rápido que el doctor. Casi sonrió.

Chan observó el sillón vacío frente a él. Intentó imaginarse a Patroclo, recrear esa fantasía que había creado. Era imposible, al menos era imposible sentirlo tan real como se sintió entonces. Ahora era solo un recuerdo, como un amigo lejano al que dejó de ver hace mucho.

Se miró las piernas, enfundadas en el pijama blanco de algodón. La camiseta era más suave, ahora que hacía más calor. Chan lo agradecía. Igual que cada cosa que el doctor Kim y los trabajadores estaban haciendo por él.

No podía evitar sentirse un poco perdido. Los últimos meses de su vida eran confusos, no sabía qué había sido real y qué había sido imaginario. La medicación asentaba las alucinaciones, pero lo dejaba un poco aturdido. Aunque dormía por las noches algo mejor, las pesadillas sobre su madre muerta en un charco de sangre seguían desvelándolo a veces.

Se preguntó qué hacía allí, en esa habitación en la que había dos sillones colocados. Solo sabía que uno de los enfermeros llamó a su puerta y lo trajo hasta aquí por órdenes del doctor Kim.

¿Cómo estarían Changbin y Han? ¿Seguiría pintando Hyunjin? ¿Estaría repitiendo su mantra Jeongin? ¿Podría considerar que Patroclo era libre ahora que había desaparecido de su imaginación? ¿Sabría papá lo que hizo esta vez? ¿Estaría avergonzada Hannah? ¿Lo perdonaría su familia alguna vez?

Alguien llamó a la puerta y un segundo después el doctor Kim asomaba la cabeza con esa sonrisa que le recordaba a un cachorrito. Chan se la devolvió, amando esa amabilidad que lo hacía sentir tranquilo.

—Bang Chan, ¿te sientes bien? —preguntó. Él asintió—. Muy bien, quiero que sepas que tienes el poder de terminar con esto en el momento que quieras, ¿de acuerdo?

—Hm... Sí —contestó confuso. El doctor Kim lo estudió unos segundos antes de girarse con una sonrisa satisfecha.

—Adelante —invitó a alguien que esperaba fuera.

El corazón de Chan se desbocó y se puso de pie tan rápido que se mareó. Hannah atravesó la habitación y se estampó contra él llorando. Dos segundos después, tres pares de brazos apretujaron a un estupefacto chico que sintió las lágrimas correr por sus mejillas.

—Hannah —susurró, los labios de su madre se posaron en su mejilla—, mamá —lloró más alto—. Mamá, lo siento.

La mujer menuda se colocó bajo su cuello, con la cabeza apoyada en su pecho. Sus manos lo rodearon, lo tocaron, lo sanaron.

—No hay nada que perdonar, te amo, te amo, te amo...

—Estoy tan orgulloso de ti, mi niño. Tan orgulloso por lo bien que lo estás haciendo —dijo su padre, dándole un beso en la sien.

—Papá...

—Estamos aquí, Christopher, siempre estaremos aquí para ti —añadió, abrazándolo.

Bang Chan se sintió libre. Aunque no estaba afuera, aunque no había saltado, aunque seguía vivo. Se sintió más libre que nunca, más amado, más querido, más sanado. Pensó en el tiempo que había tardado en hablar con ellos, en pedir que vinieran a visitarlo, en cómo los había echado de menos, en lo muchísimo que necesitaba encajar otra vez en el lugar que tenían para él, en como Patroclo lo empujó hasta allí.

Aquella fue la última vez que Patroclo lo salvó.                      

***

Soundtrack:

Play me like a violin — Stephen

Stargazing — Severo (ft. Amelie)

Dynasty — Miia

Achilles come down — Gang of Youths

***

Hasta aquí mi humilde participación en #TheSoundAwards2023. 

Muchas gracias a _prayBluesoul_ por convocar este concurso tan interesante, ha sido un auténtico reto enfrentarse a una playlist desconocida, con canciones que no había escuchado nunca, pero también enriquecedor.

Gracias a mi manada por toda la ayuda que siempre me brindan al escribir: Fran y Dara, los amo.

Gracias a quienes lo leyeron, espero de corazón que les guste.

¡Mucha suerte a todes les participantes! (Pueden leer los demás trabajos en el hashtag #TheSoundAwards2023 en Wattpad)

Sin más, nos vemos en el infierno, navegantes.


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