1. Azul, rosa y canela
#TheSoundAwards2023
Categoría: SadTeen / No body, no crime
Soundtrack: songs with ✨ emotional value ✨
Grupo y ship: Stray Kids — ChanLix / BangLix
Cantidad de palabras: 18 246 palabras (Divididas en 4255, 5380 y 8611 en los tres capítulos)
Extensión: Tres capítulos
Etiqueta: _prayBluesoul_
https://youtu.be/niBISQSWGiA
El aire le daba en la cara directamente. Fresco como la propia tarde nublada de otoño, despeinando sus rizos estropeados y haciendo que sus ojos lagrimearan. Los aparatos de aire acondicionado emitían un zumbido constante en la azotea.
El cielo estaba oscuro, igual que todo lo demás; todo era gris acero, baldosas esmaltadas y algodón blanco. Ningún color. El aullido de la brisa movía las hojas de los árboles alrededor y sus costillas aprisionaban sus pulmones. Solo tenía que escalar, solo unos pasos por encima de la valla metálica, solo un poco más. Un último empujón y sería tan libre como deseaba ser.
—¡Aquiles! —Una voz profunda lo sobresaltó. Volteó la cabeza—. Baja de ahí.
Azul. El chico era todo azul, canela y rosa. Y brillaba. Como el sol en primavera, como la luna llena. Como las llamas de una hoguera calentando su helado pecho. No lo había visto antes, pero su corazón se saltó un latido cuando la sonrisa iluminó todavía más su bonita cara llena de pecas marrón claro.
—¿Aquiles? —preguntó Chan, bajando del aparato de aire acondicionado al que se había subido, sin cuestionarse por qué seguía los dictados de aquel barítono.
—Así te llamo en mi cabeza.
Como impulsado por una fuerza desconocida, caminó hacia el muchacho, acercándose a la puerta de la azotea que ni siquiera escuchó que abriese. El pecoso extendió la mano y la tomó. Una risa burbujeó en la garganta del desconocido.
—¿Por qué estás aquí?
—Para bajarte. Para recordarte tu virtud, cosmonauta loco.
—¿Qué?
Otra carcajada, como si Chan fuera un ignorante y él lo supiera todo. Pero algo sabía, ¿verdad? Tenía que saberlo, porque si no, no hubiera subido allí, en aquel momento exacto en el que estaban cambiando el turno y siempre había un poco de revuelo. El momento exacto que calculó para escabullirse y huir de los ojos atentos de los trabajadores. El instante en el que escalaría la valla y sería por fin libre.
El recién llegado lo empujó hacia las escaleras y descendió obedientemente, sin decir ni una palabra más. Sus palmas estaban en sus hombros, cálidas y familiares, y se dio cuenta de lo pequeños que eran sus dedos porque no podía dejar de mirar como se moldeaban sobre sus músculos. El suelo del primer piso estaba cada vez más cerca y Chan sintió que perdía su única oportunidad. Y al mirar hacia atrás, al toparse con las pecas salpicando las mejillas ajenas, los mechones azules y la sonrisa rosada, encontró que le daba igual.
Esa fue la primera vez que lo vio, la primera vez que cruzó una palabra con él. La primera vez que lo salvó.
—Narciso, ¿me prestas el rojo un rato? —El chico extraño de las pecas se apoyó en la mesa donde el muchacho de pelo largo dibujaba durante todo el día.
Siempre estaba allí, en la misma posición, encorvado sobre la superficie, con los dedos manchados de colores y el pelo recogido en una cola de caballo. A veces, Chan también lo observaba porque era hermoso. Todavía no sabía por qué estaba allí, de hecho, no sabía por qué nadie lo estaba.
Ni siquiera ese duende del bosque que flotaba entre las mesas.
—Bueno, tomaré tu silencio como un sí.
Cogió el rotulador de punta gruesa en sus dedos pequeños y dibujó un pequeño corazón en el borde de la hoja del pintor. Miró a todas partes antes de guardarlo en la cinturilla del pantalón. No pudo dejar de mirar fijamente, olvidando el párrafo en el que se había quedado de su lectura.
El duende se movió entre las mesas con soltura, acercándose progresivamente hacia él. Chan se levantó antes de que llegara y el ruido de la silla arrastrándose alertó a toda la sala. Enrojeció violentamente antes de huir, dejando atrás al duende, a Narciso y a todos los demás.
—¿Por qué me ignoras, Aquiles? —preguntó la voz grave, Chan levantó la cabeza de las páginas.
La figura a contraluz estaba iluminada por un halo casi divino. Se fijó una vez más en sus bonitas mejillas llenas de pecas y, extrañamente, en lo afilados que eran sus colmillos. Su boca rosada parecía satinada, como un cojín de seda. Hacía tanto, tantísimo tiempo que Chan no se sentía así de interesado en algo... ¿Cómo podría ignorarlo? ¿Cómo podría un solo ser humano apartar los ojos de esa criatura hermosa ante él?
—No te ignoro —contestó. Su corazón se apretó como una prensa cuando el muchacho sonrió más grande.
Se sentó a sus pies, en el césped húmedo. Pensó que se le mojarían los pantalones, pero no le advirtió. Observó su nuca y sus hombros esbeltos, adquiriendo un rubor anaranjado a la luz del atardecer. Tenía raíces negras. Casi se echó a llorar porque el azul iba a desaparecer tarde o temprano.
El duende se giró con una mirada conocedora, como si hubiera percibido lo perdido que estaba Chan en él.
—¿Respiras, Aquiles? —murmuró, tomándose su tiempo para escrutarlo. No entendió la pregunta, pero aún así asintió—. Eres afortunado.
—No creas —ironizó, el duendecillo sonrió más grande aún y maniobró en su pantalón antes de sacar el rotulador rojo que le robó a Narciso unos días atrás.
Tomó su mano con una fuerza que contrastaba con su constitución delicada y le dibujó un corazón en el dorso. Chan lo examinó. Su propio órgano estaba descontrolado, sus extremidades vibrantes por la inyección de adrenalina, su cabeza hecha un desastre de pensamientos caóticos y la piel hormigueando donde él lo había tocado.
Tócame más, quiso rogar. Tócame más y creeré que soy afortunado por respirar.
—La mayoría tenemos los pulmones corruptos —continuó, como si sus diatribas tuvieran sentido. Se levantó y le tendió la mano en la que sostenía el rotulador—. ¿Quieres acompañarme?
—¿A dónde?
—Por ahí, busquemos algo divertido que hacer. —Chan quería decirle que ahí no había ningún lugar al que ir, nada divertido que hacer, pero se calló.
Agarró la mano, con el hormigueo extendiéndose por su brazo, su hombro, su cuello y, eventualmente, toda su piel. El duende tiró de él corriendo por el jardín como niños. Sus mechones azules se movían suavemente y sus dientes relucían cuando los labios rosados se estiraban. Su sonrisa estaba haciéndole cosas extrañas a Chan.
Era como una mañana de primavera. Se encontró a sí mismo imaginándolos juntos: el sol de primera hora despertándolos, los dos desnudos entre las sábanas que olerían a suavizante. Tendrían las extremidades enredadas, la piel empapada en sudor en los puntos unidos, los mechones azules despeinados por sus dedos esparcidos sobre su pecho...
Tócame más.
Lo zarandeó hasta el costado del edificio del ala este, bajo una ventana cerrada protegida por rejas metálicas. El duende se encaramó al alféizar poniéndose de puntillas para mirar dentro. Chan lo imitó, más curioso de lo que había estado en mucho tiempo.
A través del cristal pudo ver a un hombre sentado en la cama, tenía el pelo despeinado y hablaba a un pequeño aparato de radio. ¿Un hombre? Parecía joven, muy joven. Miró de soslayo a los ojos brillantes del duende a su lado. Por un segundo pensó que su cara era como el cielo, surcada de estrellas, con constelaciones que titilaban en sus pupilas.
—Orfeo no sale mucho —comentó, críptico. Chan devolvió su atención al interior de la habitación.
—No le había visto antes —susurró.
Orfeo tenía las mejillas llenas, movía la boca rápido contra el aparato y quiso saber qué estaba diciendo, con quién creía hablar a través de esa pequeña radio y por qué su mano se movía como si siguiera un ritmo.
Porque Chan sabía que eso que estaba haciendo era marcar el tempo, aunque no pudiera escuchar lo que sonaba tras el cristal.
El duende lo sacó de su estupor golpeando dos veces la ventana y Chan se quedó paralizado. El muchacho de la cama, Orfeo, le devolvió la mirada con ojos de cervatillo. Los latidos de Chan se desbocaron a la espera de que llamara a alguien para avisar de que un intruso, no, dos intrusos, estaban perturbando su descanso. Era como estar mirando a un hámster en una jaula. Y ese minúsculo roedor podría traerle muchos problemas a Chan. Pero no lo hizo.
El duende a su lado movió la mano en un saludo y un segundo después coló sus dedos entre los barrotes y dibujó un corazón rojo en el cristal. Lanzó un beso volado y la sonrisa de Orfeo brotó como una flor.
¿Quién eres, Orfeo? ¿Quién eres tú, duendecillo?
El tirón en su brazo casi le hizo caer, se dejó guiar de nuevo, alejándose de la ventana del niño roedor.
Corrió, con sus piernas siguiendo los pasos del chico. Pasando por el jardín, la piscina vallada, el campo de fútbol vacío, los pasillos anchos de la entrada y el comedor. Chan creía que nunca estuvo más vivo que en ese instante, que nunca respiró tanto aire.
En la esquina que giraba hacia las cocinas, se agazapó y Chan lo imitó.
—¿Qué hacemos aquí?
—Hércules ayuda en la cocina —aseguró, con una sonrisa suave—, ahí está.
Chan frunció el entrecejo confundido. No había ningún Hércules, solo estaba Changbin ordenando las estanterías de la despensa por tamaño y color.
—Es Changbin, no Hércules —discutió.
—Hércules le queda mejor. —El duende se encogió de hombros y tomó el rotulador que Chan empezaba a ver como un arma. Pintó un enorme corazón en la puerta de la cocina ante la atónita mirada de Chan.
Asustado, fue él quien tiró de su brazo para sacarlo de allí. Huyó de la escena del crimen como si el pedazo de plástico estuviera relleno de sangre y no de tinta. Esos corazones eran las huellas de su delito. Y, mierda, sus latidos iban tan rápido que no descartaba un infarto. El duende reía tras él, acompañándolo en la carrera, desesperado por llegar a algún lugar seguro.
Chan lo empujó con fuerza contra el hueco de la escalera y lo fulminó con la mirada. Y todo en el muchacho era pelo azul y pecas color canela, rubor rojizo en sus mejillas y labios rosados estirados en una sonrisa. Como si no le importara nada, como si estropear las propiedades ajenas no fuera un delito, como si no fueran a recibir un castigo por esa indecencia. Como si todo lo que hiciera no tuviera consecuencias.
—¿Estás loco? Nos meteremos en problemas —gruñó, enfadado consigo mismo porque ese niño era tan bonito que le nublaba todavía más el raciocinio.
—We are the reckless, we are the wild youth, chasing visions of our futures —canturreó en inglés.
—Cállate, no hay ningún futuro para ver —murmuró, empujándose contra él, aprisionándolo contra la pared.
—Tú todavía sangras, Aquiles, eres afortunado. La mayoría de los que están aquí están muertos —susurró, tomando a Chan de la nuca y acercándose imposiblemente a su cara.
—¿Quién demonios eres? —preguntó, con la respiración chocando con la del muchacho.
Se lamió los labios y Chan vizqueó, siguiendo el movimiento de ese apéndice que era más rosado que sus labios. ¿A qué sabría esa boca que no decía más que sinsentidos? ¿Cómo se escucharía la voz de barítono en la concha de su oído, respirando sobre su piel? ¿Cómo se sentirían esos dedos pequeños que lo tomaban de la nuca contra el resto de su piel?
—I'm just a silhouette —cantó en un susurro. El tono le envió una descarga a su columna.
No pudo evitar el visible estremecimiento que lo recorrió. El duende respondió con una sonrisa de medio lado. Chan creía que lo iba a besar, quería que lo besara. La mano pequeña se enredó en sus rizos. Sintió, más que ver, la punta del rotulador dibujando otro corazón en su antebrazo. Quería que pintara corazones en cada centímetro de su piel.
Píntame más, tócame más, bésame.
—¿Hola? —Alguien lo llamó desde la parte superior de las escaleras y Chan se apartó del duende como si su piel quemase. Huyó rápidamente, avergonzado por su comportamiento y por las terribles ganas de dejarse consumir por ese fuego que era azul, canela y rosa.
—Changbin —saludó, encontrando la cara adusta del más bajo.
Chan se colocó a su lado y siguió las instrucciones del monitor, estirando sus brazos y piernas. Esta era una de sus actividades favoritas, le gustaba ejercitarse y era la única razón por la que sabía el nombre del muchacho a su lado.
—Yo... me preguntaba si...
—Deja los rodeos y no te acerques más —avisó el hombre, mirando fijamente a los dos cubos de agua colocados ante él perfectamente alineados con las baldosas del suelo.
—El otro día vi a un chico... —De pronto, se dio cuenta de que el comportamiento de su ¿amigo? podría traerle problemas, así que recondujo la pregunta—. Uno bajito, está encerrado en el primer piso, en el ala este, en la habitación más cercana al jardín. Parece un hamster...
—¿Y qué?
—¿Por qué no sale?
—Yo que sé, hay mucha gente que no sale de sus habitaciones.
—Pero están en el ala norte, en la sección de seguridad. Él no parece estar encerrado, pero sí lo está, ¿sabes? Como si verdaderamente quisiera estar en esa habitación.
—Mira, no sé a qué viene todo esto. Ni siquiera sé quién eres...
—Chan, me llamo Bang Chan —interrumpió. El hombre musculoso rodó los ojos antes de acercarse a los cubos y sostenerlos a cada lado de su cuerpo.
—Está bien, Bang Chan, ¿por qué no me dejas en paz y sigues haciendo tu vida lejos de mí?
—Solo... solo tenía curiosidad, quería saber por qué Orfeo está en esa habitación...
—¿Orfeo? —se rió, levantando en repeticiones los cubos, con sus bíceps abultándose dentro de la camiseta blanca.
—Sí, el chico que le habla a la radio...
—Se llama Han, Bang Chan. Y no es una radio, es una grabadora.
—Oh...
—Era músico antes de acabar aquí —comentó—, se pasa el día grabando canciones, lo he escuchado a través de la puerta cuando llevo la comida.
—¿Por qué está aquí? — preguntó, el otro bufó.
—No lo sé, ¿por qué estás tú aquí? —Un doloroso puño le apretó la garganta. Se avergonzó profundamente porque no quería hablar de eso—. ¿Por qué estamos todos aquí?
—Porque no podemos estar afuera...
—Exactamente... —Se hizo el silencio mientras Changbin subía y bajaba los cubos en una versión pobre y nada peligrosa de unas mancuernas.
Chan quería seguir preguntando, quería saber más. De repente, después de pasar en aquel lugar tantos meses en silencio, le apetecía hablar. ¿Por qué no se acercó antes a Changbin? ¿Por qué Changbin seguía allí? Tenía un comportamiento ejemplar, incluso disfrutaba de más privilegios que cualquiera hasta el punto de dejarlo entrar en las cocinas.
Lo estudió detenidamente, su pelo oscuro, con rizos que le recordaban a los propios; sus hombros anchos, su constitución compacta. ¿Por qué estaba aquí? ¿Cuál había sido el pecado de Changbin para terminar usando ese pijama blanco, utilizando cubos de agua en lugar de aparatos de gimnasia apropiados?
—Las cosas afuera no siempre son fáciles, Bang Chan. De un momento a otro, te privan de todo, de tu madre, de tu padre, de tus bendiciones. Hay quienes lo pierden todo. Muchos se quedan atrapados en el fuego cruzado.
—¿Cómo tú? —soltó. El hombre lo evaluó, Chan casi esperaba su enfado, pero encontró más respeto que aversión.
—Como yo. O como Han. Los dos creímos que hacíamos las cosas bien afuera, pero cuando el cielo se cae, solo queda el infierno.
—¿Lo conocías? De afuera quiero decir...
—No, pero tengo buen oído y nadie me presta atención cuando estoy ordenando el almacén. ¿Crees que no hablan de nosotros? Es de todo de lo que hablan, siempre hablan de nosotros. También de ti, Bang Chan. De por qué estás aquí y de quién eres.
Chan se sorprendió, abriendo mucho los ojos. Se giró, sonrojado, y se marchó. De repente ya no le apetecía ejercitarse más.
—Lo llamo Eco —aseguró el duende, sentándose a su lado en el salón.
—Pero seguramente se llamará de cualquier otra forma —respondió Chan. Quiso dejar sus pupilas sobre las páginas del libro, pero era inevitable mirar al chico de pelo azul cuando estaba en la habitación.
Siguió la dirección de sus ojos y encontró a Eco hecho un ovillo en un sillón gris de una plaza. Susurraba algo en voz baja y miraba fijamente a Narciso. ¿Quién podría culparlo cuando el pintor era tan hermoso?
—¿Te gusta la mitología griega? —comentó Chan, con media sonrisa tirando de sus labios.
—Evidentemente, Aquiles —contestó con un guiño—. ¿Vamos a dar un paseo?
—Prométeme que no pintaremos el mobiliario.
—Palabra de scout —pronunció solemnemente, poniéndose de pie y llevándose la mano al pecho.
Chan se echó a reír y dejó el libro olvidado sobre la mesilla. Caminaron lentamente por los pasillos del edificio, recorriendo las habitaciones abiertas y vacías. Ni siquiera hablaban, el duende silbaba una canción a su lado, con sus zapatillas chirriando en las baldosas blancas de vez en cuando. Su pelo azul estaba limpio y se moría de ganas por tocarlo.
—¿Por qué lo llamas Eco? —Chan interrumpió la canción. El chico se encogió de hombros.
—Le pega, ¿verdad? Siempre está repitiendo lo mismo, una y otra vez. Y mirando fijamente a Narciso. Aunque Narciso no puede ni prestarle atención. Eco es perfecto para él.
—¿Sabes qué le pasó a Narciso?
—¿No es obvio con ese nombre? Un trastorno narcisista.
—Eso no explica por qué siempre está tan en su mundo...
—El electrochoque lo explicaría —Chan se estremeció de terror—, o la medicación, pero no sé, no soy psiquiatra —comentó con una sonrisa terriblemente despreocupada.
En su camino silencioso, continuó silbando esa melodía. Chan solo lo siguió, como una rata detrás del flautista. Y así es.
Se dio cuenta que desde el día que lo bajó del aparato de aire acondicionado, todo lo que podía hacer era caminar tras él. Lo observaba moverse con energía, con sus mechones azules balanceándose, sus minúsculas manos moviéndose, sus labios estirados en una sonrisa o fruncidos en un piquito. Como en ese instante con sus silbidos melodiosos.
¡Dios santo, cómo echaba de menos la música! Hacía tantos meses que no escuchaba nada más que el silencio en su habitación, los gritos de los demás, las palabras que salían de la televisión del comedor que siempre estaba encendida... Estaba tan lejos de ese Bang Chan, hacía tanto que no sabía nada de él.
—Mira, hemos llegado —interrumpió sus pensamientos, tomándolo una vez más de la mano, destrozándolo por dentro y recomponiéndolo al mismo tiempo.
Se aferró a los dedos pequeños cuando se acercaron a una puerta cerrada. Ni siquiera sabía dónde estaban porque había estado demasiado ocupado contabilizando cada uno de los vértices del chico como para mirar el camino. ¿No debería temer a ese loco imprudente? ¿No debería al menos preguntar a dónde "habían llegado"? ¿Dónde estaba su instinto de supervivencia?
Oh, sí, junto al frasco de pastillas que tomó hace un año. O tal vez se fue por el sumidero con la sangre que lo cubrió en la bañera del apartamento. O quizá en el tambor de la pistola que estaba dispuesto a usar el día que amenazó con disparar si no lo dejaban terminar lo que empezó.
Se mordió el labio inferior recordando el frío del mango en sus dedos, el ruido de su cabeza, las dos semanas que pasó sin dormir. También recordaba perfectamente la cara de su madre, tan clara, tan vívida... Su mueca aterrorizada, su dolor saliendo de ella en oleadas que lo aturdieron; sus gritos. Mierda, el ruido fue entonces ensordecedor y él solo quería que dejara de gritar. Solo quería que aquel estrépito se apagara, solo quería que una bala terminara lo que empezaron las pastillas, lo que continuó la cuchilla...
Y la barahúnda llegó con ese recuerdo. El de los ojos llenos de lágrimas de su madre, rogándole que bajara la pistola, que no terminara lo que empezó tantas veces. Su pecho se apretó y el estómago le dio un vuelco.
De repente, sus pies estaban envueltos en cemento, no podía moverse. Y no respiraba, le dijo al duende que seguía respirando, pero en realidad no podía respirar. Todo en su cabeza era ruido, voces inconexas, exigencias, reproches, dolor. El llanto de mamá, los gritos de papá, la policía, las sirenas retumbando, el espacio en blanco, el tono de llamada del teléfono, las preguntas, las respuestas y...
—Aquiles.
Y la voz de barítono abriéndose paso entre el enjambre.
Y una mano en su nuca.
Y el pelo azul haciéndole cosquillas porque estaba demasiado cerca.
Y las pecas de color canela. La constelación. La galaxia. El universo.
Y unos labios rosados sobre los suyos. Tomando, dando, despertándolo.
Chan respiró por la nariz, el aire llenando sus pulmones. Abrió la boca, respondiendo al beso, saboreando. Sus manos se movieron por sí solas, porque seguía bajo el hechizo del flautista y él no era más que una rata obediente.
El fuego azul, canela y rosa se encendió en él. Tomó la cintura estrecha del muchacho como la única cuerda que lo ataba a la realidad, el único lugar seguro dentro de la explosión. Si era todo llamas, Chan quería consumirse en él.
Las lenguas pelearon juntas, con rabia. Lo besó como si quisiera que se quedara con todos sus recuerdos. Bang Chan quería convertirse en piedra y que lo destrozara con un mazo, quería derretirse en esa lava ardiente. Necesitaba que lo descompusiera en piezas pequeñas y volviera a montarlo, quería que reacomodara cada parte de sí mismo para ajustarse a él.
Quería más, más azul, como el pelo que por fin tenía entre sus propios dedos. Quería más, como la canela de la piel que rozaba con la nariz. Quería más, como el rosado de los labios que devoraban los suyos, de la lengua que se movía contra la suya. Chan quería dejar de ser Chan, de ser cualquiera y ser todo lo que el duende quisiera. Chan quería no estar roto por dentro, quería que él remendara cada trozo, que decidiera si quemarlo más, si conservarlo.
Vete, huye de mí.
—¿Mejor? —preguntó contra sus labios, Chan gimió por la lejanía y una lágrima se le escapó del ojo izquierdo. Un pulgar suave la limpió.
—Estoy roto.
—Todos lo estamos, Aquiles.
—¿No ves que estoy roto? —Tiró de los mechones azules, enfadado, excitado, dolorido y asustado—. ¿Acaso no ves que estoy roto?
—¿Y qué importa eso?
—Creo que te amo —confesó, avergonzado, sin apartar sus ojos de la cara ajena—. Creo que estoy obsesionado contigo, pero estoy roto. Y no puedo hacerlo. No sé hacerlo. Siento aquí que podría enamorarme de ti —sollozó, llevando la mano del duende a su pecho, donde aquella pobre excusa de corazón latía con impaciencia—. Así que huye de mí...
—So run away from me —cantó de pronto, interrumpiéndolo otra vez, con una bonita sonrisa en su cara. Despreocupado, impenitente—, run as far as your dark brown eyes can see just as soon as you know. —Volvió a silbar la misma melodía que llevaba acompañándolo todo el tiempo y Chan se dio cuenta de que era la misma canción.
Lo miró tratando de entenderlo, intentando desesperadamente comprender qué era lo que estaba viendo, quién era, qué quería, qué estaba haciendo allí. Ese puzle irresoluble estaba brillando como el mismísimo sol. Y lo besó una vez más, con sus labios húmedos y sus pestañas revoloteando.
Tomó su mano y lo arrastró hasta una puerta cerrada. Empujó a Chan contra la rendija de comunicación y levantó la lengüeta. Y lo escuchó, antes de verlo. Era música, eran letras tristes, era una voz aguda que aguijoneaba su pecho con palabras que él mismo podría haber dicho.
Se asomó, curioso y vio, por la pequeña rendija, a Orfeo, Han, sentado en el suelo, golpeando las baldosas con los dedos mientras cantaba. Miró al duende que seguía centelleante. Chan se preguntó qué hubiera sido de ellos si se hubieran conocido fuera de allí.
El muchacho encerrado hizo una nota aguda un poco desafinada, pero la corrigió instantáneamente. Se dio cuenta de que si lo hubiera encontrado afuera, lo hubiera encerrado en su estudio de música para exprimir hasta la última gota de ese talento.
—Quería darte un regalo —susurró el del pelo azul—, creí que escuchar música te gustaría. No es que pueda darte mucho más aquí.
¿Cómo podría expresar Bang Chan que ese era el momento más brutalmente emocionante que había vivido en los últimos seis meses? No solo por la música, sino por el fuego que seguía consumiéndolo por dentro, por los labios que besó, por los mechones de pelo que sostuvo entre los suyos.
Se enderezó, tomando la iniciativa por primera vez desde que lo conoció, y lo estrechó entre sus brazos. Su cuerpo pequeño y esbelto encajó a la perfección en las proporciones de su pecho. Quiso mantenerlo allí, quererlo bien, como se merecía. No como alguien roto, alguien del que debería huir. Y lo besó una vez más, solo por si esa fuera la última, por si alguno de los dos no estaba allí al día siguiente.
De pronto, se dio cuenta de que no sabía ni cómo se llamaba y ya rezaba a sus pies como si hubiera construido un altar a su dios.
—Si yo soy Aquiles, ¿tú quién eres?
—Patroclo, por supuesto —contestó, con una sonrisa conocedora.
El pecho de Chan cantó con la melodía que todavía se colaba a través de la puerta. Esa fue la segunda vez que lo salvó.
***
Soundtrack:
Achilles come down — Gang of Youths
Youth - Daughter
Crossfire - Stephen
Tribulations — Matt Maeson
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