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»01.- La nueva Barcelona«

La Barcelona en la que crecí fue una mezcla de dolor y renacimiento. Habían pasado algunos años desde la guerra que azotó a toda España, pero el dolor se pronunciaba tácitamente entre las miradas de la gente, las grietas de las avenidas y la gran cantidad de gentes que se presentaba temprano con flores frescas en los tranvías que llevaban directo a Montjuïc. Nací en la segunda mitad del siglo XX, en una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol que según los políticos irradiaba nuevamente después de tiempos de negrura, o eso nos querían hacer creer a nosotros, los desdichados, marginados, muertos vivientes que aún cada tanto sentíamos el sabor de carne chamuscada y nos quemaba la ceniza que quedó impregnada en nuestros gastados pulmones .

En ese entonces, las gentes aún se aferraban de una forma inhumana a sus creencias, más de a lo que uno le gustaría, al punto en que si no poseías las características que se requerían para ser considerado un ciudadano ejemplar, podías darte por muerto. En lo personal, conocía muy bien el léxico y las ideas de las pocas personas que me rodeaban. Algunos de ellos estaban fuertes y alimentados, como el de los Hillenger, familia reconocida por el gran estatus social y la cantidad de chismes de segunda de los cuales su apellido era la estrella.

Aquella extravagante raza estaba conformada por un gran empresario, Gregorio Hillenger, dueño y señor de la segunda editorial más grande de España en esas épocas, la bien conocida y algo empolvada "Nueva Barcelona", nombre que se rumoreaba era una copia del periódico más grande del momento, el cual su nombre era tan gracioso que no se podía pronunciar sin crear un modismo.

─¿Qué se siente ser dueño de un plagio tan descarado como lo su editorial?─ Increpaba mi padre con un tono incisivo y sorbiendo una taza de café negro tratando de esconder la envidia.

─Ande usted a brindarle a su esposa el placer que no me dignaré a obsequiarle ─Decía, mientras le daba la espalda con aires de superioridad olor a ginebra.

La única que podía desprender aquella careta de dureza del señor Hillenger era la señora, o señorita, Hillenger Isabel Rosales, una jovencita Argentina con reconocidos atributos corporales y una notable ausencia de pudor junto a una gran libertad de expresión, totalmente enamorada de su "Goyito"

─¡Ay Goyito! Suspiro por sentir la suavidad de la tela nueva en mis pieles, ¿Serías tan benévolo de obsequiarle un pomposo traje a esta pobre plebeya?─ Exclamaba Isabel cada oportunidad que quería un nuevo vestido que colocar en su colección de vestidos de gala de gran variedad de tamaños, formas y colores. 

Fruto de el anterior matrimonio de su padre, vinieron al mundo los hermanos Hillenger, mantenían una diferencia de 5 años en edad, pero su mentalidad estaba totalmente desbancada.

Leopoldo Hillenger, el mayor del par, el favorito de su padre, futuro abogado y rival número uno de Gloria la ama de llaves de su hogar a la que si la comparases con un pudin grasoso y desparramado sería una odisea encontrar más de 3 diferencias, y madre de Julián Casas, compañero de clase de Leopoldo rondando el final de la guerra.

─Ese muchacho tentó a mi Julián con esas porquerías, le sobró cobardía y le faltó decencia cuando lo vio temblando, luchando contra la abstinencia─. Increpaba Gloria al enterarse de como su hijo fue encontrado en los baños de la escuela a la que ambos asistían, Julián becado y Leopoldo por vara, temblando y balbuceando en efectos de sustancias ilícitas.

El menor de la familia, Victor Hillenger, futuro ni fu ni fa, favorito de Gloria y principal diana de la familia. Ya sea siendo implicado en la mayor parte de chismes referentes a su familia o escuchando las constantes adulaciones falsas hacia su persona, pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en una cancha de básquetbol, azotando la pelota tal y como su padre solía azotar la cabeza de su madre.

Mi padre siempre me solía preguntar que le había visto de especial a esa familia, que realmente no podía haber algo más muerto y rapaz que su forma de pensar y que lo mejor que podía hacer era alejarme. En realidad, él fue quien despertó mi interés en mis entonces vecinos; siempre lo escuchaba comparándose a si mismo con el éxito del señor Gregorio y maldecía a Dios, o a quien estuviese presente en su ausencia, sobre su fracaso como periodista. De joven tenía un cuerpo flacucho pero un corazón de hierro y siempre se esforzó por mantener la cordura cada vez que sus superiores insultaban su trabajo y le daban historias de medio pelo para que escriba un informe. Intentar que esos años de trabajo mediocre diesen frutos era como tratar de sacarle jugo a una roca; esto hizo que la linea entre vocación y esclavitud fuese cada vez más delgada y su estómago se hacía más pequeño con cada historia pobre que escribía con tal de ganarse un par de monedas. Pasaba la mayor parte del tiempo en la editorial "Salcedo" con la esperanza de hacerse de un nombre algún día.
Conoció a mi madre un día en que ella fue a visitar la editorial y se tomó la molestia de leer una de sus cuestionables investigaciones, ella fue la única persona que realmente supo valorar su trabajo y decidió hacer lo que fuera por mantenerla a su lado.
Los años siguientes prosperaron, con la creatividad de mi padre fue posible crear mejores historias y permitirse un humilde piso cerca de la editorial. Funcionaron bien como equipo, trabajando día y noche y compartiendo más que momentos hasta que la guerra desató el furor dentro de Barcelona; la gente ya no tenía tiempo para leer y solo se preocupaban por salvar su pellejo. Diversas entidades internacionales dejaron de invertir y los que decían dar cara por el progreso huyeron al sentir el olor a pólvora.

Esta recesión fue uno de los clavos en el ataúd de mi padre. La decadencia del proyecto que había fundado junto con mi madre desató entre ellos un furor nunca antes visto. Discutían la mayor parte del tiempo y no era sorpresa encontrarse a uno de ellos sentado llorando en una banca a solas. El segundo clavo fue mi nacimiento, mi padre y mi madre habían considerado la idea de tener un hijo, pero nunca esperaron que la guerra los coronaría como los nuevos María y José. Sacrificaron mucho para poder darme lo mejor que tuvieron, mi padre trabajó en los lugares más recónditos con una paga que únicamente en tiempos de guerra se consideraba medianamente buena. Mi madre se perdió a si misma en mi. No sabía ni como parar mis llantos, me daba de comer hasta de su piel y las únicas veces que me bañaba era en sus lágrimas.
El último clavo de su ataúd fue la primera vez que le dije "papá". Cada que yo discutía con mi padre, mi madre siempre se sentaba en el borde de telas andrajosas llamada cama y me comentaba con un semblante nostálgico la reacción de mi padre al momento en que pude por fin entender que él era más que un desconocido. Recuerdo imaginar sus ojos llenándose de lágrimas y abrazándome tan fuerte que por poco y me asfixia. La mano de mi madre recorriendo su hombro y hablándole de nuevo después de años.

─No llores, Luis. Recuerda que el destino siempre está a la vuelta de la esquina, como si fuese un adulto solitario, un niño perdido o una madre desconsolada, siempre estará allí, esperando a que vayas a por él. Y si algún día decides hacerlo, ten por seguro que te cederá una segunda oportunidad.











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