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Capítulo XI


     Despertar pensando en lo que no quieres pensar se estaba convirtiendo en mi mayor y más grande tormento. Hacían tres días desde que Lucas había hablado conmigo y no tenía una respuesta, ¿Debía hacerle caso? ¿Debía fingir que "me había curado"? Como si el que me gusten los hombres fuese una enfermedad o como si alguna vez estuviera padeciendo de algo. Pero me estaba volviendo loco, cada vez que pensaba en que ya no recibiría burlas me sentía bien, me hacía ilusión el saber que podría hablar con los que creía que eran mis amigos, pero que en cuanto se presentó un problema tomaron distancia y se burlaron de mí.

     Tenía pequeños huecos en la cabeza donde me faltaba cabello, porque no sabía se era la ansiedad o el estrés que hacía que empezará jugando y terminará arrancandolo, sin importante el dolor que me estaba causando o la sangre que me estaba sacando de la cabeza. 

     Bien podía ir y hablar con Wady, pero aún no me disculpaba con ella, quizá ya había hecho nuevos amigos, para alguien tan espontánea, tan alegre no sería algo difícil. Yo nunca fui así y por más que lo intente para encajar solo sentía que estaba haciendo el ridículo. Debía hablar con ella, sin importar que me rechazará, debía hacer el intento y es por eso que estaba despierto desde las tres de la mañana, esperando que saliera el sol. Ya eran las seis, ya pequeños rayos de sol se asomaban por la ventana, estaba iniciando el otoño. Esa hermosa época donde las hojas adquieren el bello y característico color marrón, donde la brisa es fría, ligera y de cierto modo acogedora, claro todo se vuelve más hermoso cuando tienes con quien compartir, y yo, sabía apreciar la belleza, pero por desgracia o quizá cosa del destino no tenía a nadie. 

    ¿Qué tan demacrado puede verse una persona cuando lleva tres días intentando dormir? 

     Me veía ojeroso, cansado, con la espalda encorvada, me dolía el cerebro de tanto sobrepensar y me buscaba los mil y un defectos para hacerme más daño emocional del que ya me habían hecho en casa, en la calle, en la iglesia, en todo Ava.

     Había perdido peso, lo sabía, los pantalones ya no me quedaba como antes y los huesos de mis clavículas eran más marcados que antes, sin hacer mucho esfuerzo podía ver mis costillas, y a veces aún pienso que hubiera sido mejor llevar golpizas y no insultos verbales, porque de cada uno de esos golpes, de esas bofetadas me habría curado y con el tiempo ya no me dolería, pero los insultos que se quedan en la mente, esos que me hacían cuestionarme y muchas veces me tentaron a darle fin a una vida a la que odiaba. Porque ya me estaba tomando odio, por no poder defenderme, por no tener un soporte, un alguien a quien demostrarle que estaba intentando ser mejor, y que los gustos sexuales hacia los hombres no me volvía un demonio, o un merecedor del infierno.

     Ya está listo, temblaba de frío, pues me había bañado con esa agua fría y que me tenía los dientes haciendo melodía, el cuerpo tembloroso y el crujir de las tripas era otro de los ruidos que me acompañaba esa mañana. Podía pararme en la cocina y comer algo, pero cada que intentaba comer se me iba el apetito y cuando lograba comer algo, terminaba vomitando.

       Me puse unos jeans, sin ningún tipo de rasgadura, un polo de cuello en color negro y encima una chaqueta de cuero con unos converse negros. Me sentía bien, hacía mucho que no me sentía "bien" y es irónico cómo nuestra mente nos hace presos de nosotros mismos. Es como estar encerrado con la puerta abierta y cuando sales descubres que estás dentro de otro cuarto igual al anterior con la misma puerta abierta para que te vayas, pero cuando vuelves a intentarlo la maldita puerta solo te dirige al mismo lugar, y ahí está tú, ahí estaba yo, intentando salir una y otra vez, pero fallando y cayendo el mismo lugar, ¿Y qué hacer cuando ya no se tiene más energía? ¿Qué hacer cuando ya se ha perdido la fuerza de voluntad? ¿Qué hacer cuando ya todo lo que haces es dejar de insistir y te quedas en esa cárcel de puertas abiertas? 

      Salí sin decir nada, tampoco creo que a mí madre le importe mucho, y mi padre, mi padre luego de haberme defendido no me había dirigido la palabra una vez más. Siquiera me miraba en las mañanas cuando yo fingía desayunar, cuando nos sentábamos a la mesa como si todo estuviera bien, en esos silencios donde hasta el aleteo de una mariposa causa más ruido que la inexistente conversación que teníamos.

     Había salido en busca de la casa de Wady, debía hablar con ella, quería que ella me diga si estaba bien engañar a los demás solo por obtener un poco de la paz que hace mucho no tenía. Ella me había dado un papelito con su dirección "para cualquier cosa, porque uno nunca sabe lo que puede pasar" me dijo el día que fuimos a comer helado y es que esos son los pequeños gestos que hay que valorar. Caminé con la mirada gacha, porque no me sentía digno de mirar a nadie a la cara, no quería ver la burla en los ojos de los demás por algo que no elegí, porque nadie pide venir al mundo y ser homosexual, para luego estar rogándole a Dios cada noche que me cambie, que yo no quiero ser así, que yo no quiero sufrir más y tener que vivir con el miedo constante, porque aunque tengo a Wady que me apoya, ella no es lesbiana, ella no entiende, me comprende, sentirá empatía, pero nunca tendrá que pasar por lo mismo.

     Eran casi las siete de la mañana cuando me detuve en su puerta. Una casa muy linda y con un hermoso color azul por fuera, y al llegar ahí me sentí estúpido, porque no sabía que hacer, ¿Que diría? ¿Pedir disculpas era lo que tenía que hacer? Y mis ojos se empezaron a empañar con lágrimas que no sabía que tenía.

—¿Piensas quedarte ahí o vas a tocar la puerta? —Me asusté. Pero era ella. Levante la cabeza y ahí estaba ella, en la ventana de arriba, observando y sonriendo. 

—Vine a hablar contigo. —Le respondí.

—Tienes suerte. Mamá acaba de irse al trabajo y me despertó para que la ayudará a buscar su chaleco, así que por eso estoy despierta a esta hora, pero tú tonto no sé qué haces ahí a esta hora y con esta brisa fría. ¡Podrías resfriarte!

—Ya te lo dije, quiero hablar contigo. 

—Bueno, pero ven, que la puerta está abierta. Mi habitación es la que tiene la puerta rosa. —Y su cabeza había desaparecido tan rápido como llegó.

     Que gracioso que una conversación con la única chica que no me mira con asco o con pena me haya cambiado el estado de ánimo en menos de cinco minutos.

     La casa por dentro también era azul, pero varios tonos más claros, y todo debidamente organizado. No era una casa grande, pero todo lo esencial estaba ahí, y todo estaba en tamaños más pequeños que en mi casa, de cierto modo era extraño entrar a la casa de alguien más. Hace mucho que nadie me invitaba a la suya. Deje de husmear para subir las escaleras de madera y tocar la puerta en color rosa. 

—Adelante, aunque no tenías que tocar.

—Debía si, es parte de los buenos modales. —Dije al tiempo que entraba. 

     Ella seguía con su pijama puesta, pero ahora su cabello todo enmarañado estaba muy bien arreglado y en muy poco tiempo.

—Ven siéntate, dime cómo estás.

    La abrace muy fuerte y en un momento ella se asustó, porque no se esperaba el abrazo, pero cuando ella me lo devolvió me permití llorar, me permití desahogarme un poco, me permití sentir el calor de alguien más en aquel día frío de otoño. —No estoy bien, no estoy para nada bien. 

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