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2. La embajada

Hola, lector@s. Pasaba por aquí para aclarar que estaré poniendo en algunos comentarios aclaraciones o traducciones para las frases que son muy cubanas o para las que están en inglés. Gracias por el apoyo que me dan leyendo, espero que les esté gustando la historia,

                                     tuescritora.cu

PD: Ténganme paciencia, aún faltan muchos secretos jugosos por revelar. *insertar risa malvada*





El óxido de las bisagras hizo la reja chirriar cuando intenté salir a la calle. Torcí los labios con el sonido que me ponía los dedos de punta e intenté ralentizar la tarea. Resultado: chirrió más.

Estaba tan ocupada planteándome abrirla sin más que alguien de afuera se me adelantó. «Ay, lo ahorco.» Arrugué la nariz y entrecerré los ojos antes de sacudirme de un zarandeo la sensación que se había extendido por mi cuerpo y hasta mi nuca. Para cuando aclaré la vista, unos confundidos ojos verdes estudiaban mis gestos con arrepentimiento.

—I am so sorry, we need to call the concierge —dijo con un acento británico tan marcado que me costó seguirlo.

«¿Cómo fue?»

—It's okey —respondí rápido consultando el reloj de plata en mi muñeca—. By the way, I am Aura from the 3ºA.

—John, 3ºB —le sonreí, en un intento por parecer más amigable que inquieta, y le estreché la mano, «pura costumbre», sin importarme las gotas de sudor que le corrían por los perfiles de la cara y humedecían su cabello castaño. Llevaba ropa de deporte y una de esas cosas de guardar el celular amarrada al brazo.

—Nice to meet you, John...

Habíamos rotado hasta quedar yo de espaldas a la puerta, que agarré con la mano, ansiosa por salir corriendo. «Como llegue tarde la apuesta será el menor de mis problemas».

—...but now I need to... —señalé la salida.

—See you —se despidió divertido, captando, sin entenderlo, mi gesto y mi nerviosismo.

Le guiñé un ojo como despedida antes de perderme entre las personas que ya desde temprano iban pa' arriba y pa' abajo. «Si alguien más quiere distraerme que pida el último».


Pocas veces estuve tan nerviosa en mi vida. Hasta había ido a pie a la embajada —que estaba a cinco cuadras— en orden de desaforar la adrenalina que tenía a mi corazón bombeando sangre a esa velocidad; y hacía una calle que me había obligado a dejar de traquearme los dedos. Era ansiedad. Quedaban pocos pasos por delante para que me fuera visible la embajada y, por tanto, yo también lo sería para los periodistas de dientes afilados que querrían devorarme a base de preguntas pertinentes e impertinentes; todo dependía de los jefes del emisor.

Doblé el jardín cercado de una embajada, cuya bandera ondeaba con los colores amarillo, verde y rojo —Lituania—. Mientras, arremangaba mi traje con especial meticulosidad. Necesitaba ocupar las manos en algo, en especial cuando —antes de cruzar la calle— noté, de reojo, el primer flash. Iba con pantalón corte recto, tacones de tiras y blazer negros (para no faltar a mi promesa con Lucas); debajo llevaba un corsé blanco con transparencias. Los detalles se limitaban a un grueso cinto marrón y unos gemelos con forma de orquídeas, la flor favorita de mi madre; los mismos que no me gustaban, pero que llevaba, religiosamente, como amuleto a todas mis primeras veces.

La embajada era un edificio de tres pisos y estilo neoclásico, de alrededor de 100 años de antigüedad, aunque restaurado hacía poco por una empresa —cómo no— estatal cubana. Tenía un balcón en el segundo piso entre dos torreones que sobresalían, dándole una forma peculiar y bastante estética. Las molduras envolvían las ventanas, las esquinas de las paredes y los balaustres en los balcones. Todo en ese tono austero perdido entre el gris y el beige.

«No es por nada, pero mi embajada era y sigue siendo de las más lindas de por ahí.»

Ni siquiera la opacaba la molotera que acechaba en su perímetro. Aún no era hora de enfrentarme a sus preguntas y lo sabía, por eso las sonrisas amables que les dedicaban mientras ellos hablaban atropellados, apuntando en mi dirección los micrófonos y las grabadoras.

El guardia en la puerta doble de acero forjado me cedió el paso, sin poner un solo ojo sobre mi. Los dos metros de puro músculo y la piel color chocolate, unida al uniforme de la Guardia de Honor Presidencial, tampoco ayudaban a hacerlo ver más carismático, precisamente. Así pues, no dije ni pío y seguí las escaleras entre los jardines de flores amarillas y, más tarde, las columnas griegas hasta la puerta francesa con diseño de vidrios en el centro; no sin antes fijarme en la placa de bronce cubierta de la pared.

No sé por qué, pero en el interior no me fijé —en primera instancia—, ni en los pisos de mármol, ni en la araña de cristales, ni en el bar "Hemingway" que no pintaba ni daba color; sino que localicé las boinas rojas, camisas blancas con insignias y pantalones verde olivo que se mantenían firmes, cubriendo las entradas y salidas. Su presencia solo significaba una cosa y estaba loca por quedarme en el edificio sin compañía para confirmar mi teoría.

Me llevé las manos a los bolsillos, analizando a las personas que se deslizaban con elegancia por el salón, en tanto, me movía por inercia hacia el bar y los ojos que me habían estado mirando y de los cuales era perfectamente consciente. Claro que estaba en la barra: borracho y todo lo demás por supuesto.

—Gira que te veo fijo —le dije a Lucas, que soltó un gruñido disfrazado de risa cuando le removí los rizos rubios, devolviéndome el abrazo de oso en que lo había sumido.

—Ahora en serio... ¿dónde te dejaste los cigarros? Es lo único que te falta.

Sonreía con los ojos negros divertidos de un chiste que yo no entendía. «Malo, malo.»

—¿Qué me falta para qué?

—Pa' parecer salida de los Peaky Blinders esos que te gustan. Venías caminando en cámara lenta y todo.

Reí para no llorar.

—Peaky Blinders —enfaticé la pronunciación correcta— no se dice como se lee, Lucas.

Puso los ojos en blanco porque estaba acostumbrado a mis constantes correcciones.

—Mala mía.

En eso, empezó a sonar en las bocinas de la barra la intro extendida del himno nacional de Cuba. Esa era nuestra señal; y estuve a punto de olvidarme de Lucas para caerle atrás al canciller cubano. Le tenía un par de preguntas preparadas, pero antes...

—No se te vaya a olvidar que me debes una cosa —le dije a Lucas, señalándolo con mi dedo acusador.

—Mira, hazme el favor —fue lo ultimo que oí de él en las siguientes horas.

Guillermo Gonzalez era nuestro Ministro de Relaciones Exteriores, un hombre sobre los cincuenta años, con canas en el bigote y en las partes de la cabeza en las que aún crecía pelo, que llevaba una de esas famosas guayaberas de Palmas y Cañas —ese programa que no le gustaba a nadie de la generación de mi madre en adelante. Claro que la prenda estaba adaptada a un traje completo, permaneciendo parcialmente oculta, pero yo la noté al vuelo; alguien en algún punto había querido que yo le hiciera juego hoy, con otra en versión vestido. «El tío Diego no siempre tenía buenas ideas».

Estaba hablando con el secretario de Estado —que era el equivalente de su cargo en Estados Unidos—. Su nombre era Mathew Walker. Aquellos personajes contrastaban tanto a mis ojos como a los de cualquier observador. El primero, con algo de barriga, un par de centímetros menos que la media, espejuelos de pasta y expresión relajada. El segundo, esbelto, un par de centímetros más que la media, risita cínica y expresión segura. Además, apostaba a que ambos habían nacido con el mismo tono de piel, pero el último tenía esa palidez de los gringos a los que el sol no les daba de frente.

«Y sí, le tenía un poco —permítanme reírme— de mala voluntad.»

Habían empezado a moverse a la entrada, como el resto de invitados, cuando los alcancé.

—Take the entrance of the back, Walker. Hurry up —dijo el gringo, respondiendo una llamada y adelantándose.

—Vera —me saludó Guillermo—, felicidades por el ascenso.

—Gracias, señor.

Hice breves las preguntas de protocolo y no tardé en indagar acerca de los nuevos decretos negociados, sin dejar de caminar a la puerta  —que estaba en el otro extremo de la gigante habitación— y recibir sus respuestas entusiastas. Los beneficios de esa amistad con USA estaban más pa' acá que pa' allá.

En el momento en que sostuve entre mis manos una de las puertas dobles, una mujer en su tercer trimestre de embarazo me agarró del codo. Hablaba con otra gente por un auricular, mientras me colocaba a mi otro menos discreto, que se sostenía detrás de la oreja y me llegaba casi a los labios.

—Primero el himno, después la rueda de prensa y al final la placa —me dijo, analizándome por unos instantes, pero sin tardar en moverse a la siguiente persona.

Fruncí el ceño al ver como se movía inquieta, con una mano sosteniéndose la barriga de embarazada, la misma que le impedía llegar a menos de medio metro de nadie.

—Es la encargada cultural —me explica Guillermo al ver mi cara de confusión.

—¿Y quiere parir aquí? —murmuré más para mi que para él.

El momento fugaz se me fue en el exterior techado. De hecho, creo que mi mente se quedó en blanco. Era una suerte que mis músculos funcionaran mejor que mis neuronas.

Todos los periodistas que antes esperaban a una distancia prudente de diez metros de la puerta, ahora estaban en el interior de la verja, un metro detrás de las escaleras. Me coloqué en primera fila, bajo el lente agudo de las cámaras y la mirada perspicaz de los que las sostenían, a un lado del secretario de estado, a quien nunca vi llegar ahí. Un paso más retrasados estaban los cargos que nos seguían en importancia, organizados concienzudamente.

La himno de guerra había aumentado el ritmo, pero la letra no había comenzado. Y yo no  podía dejar de pensar en que faltaba una persona —no era mi responsabilidad, pero daba una mala imagen—. Aún recuerdo como tragué saliva e incliné el tronco de manera casi imperceptible para abrocharme el botón del blazer. El cabello, cortado sobre los hombros,  me cayó sobre un costado de la cara; y de alguna forma, con los sentidos vista y oído agudizados noté el superior de la puerta abriéndose y escuché el click al cerrarse.

A mi izquierda el padre se tensó y a mi derecha se posicionó alguien. Me enderecé del tiro, con las brazos firmes a los lados del cuerpo. Fijé los ojos en el público y me olvidé de que tenía vista periférica. Al instante me sentí envuelta por una presencia magnética y una fragancia amaderada. Era embriagador.

«Ugh, feromonas».

A mi alrededor tres militares de la Guardia de Honor Presidencial marchaban alzando los pies hacia adelante a la altura de la cadera —muy solemne todo—. Casi me alegré por ellos cuando alcanzaron el asta con la bandera entre los brazos del que estaba en medio. La desdoblaron sin dejar que tocara el piso —si lo hacía habría que haberla quemado—. La amarraron a la cuerda correspondiente y la letra del himno inició mientras izaban los colores rojo —sangre derramada—, azul —cielo— y blanco —paz—. Lo inmortal del momento me creó un nudo en la garganta.

Los que estábamos bajo techo permanecíamos en posición de respeto y los que no, y sabían del tema, saludaban la bandera con los dedos de la mano derecha estirados y el pulgar rozando la frente.

—(...) que morir por la patria es vivir.

Retumbó en mi interior la última frase, había llegado el final. Las manos descansaron y sin poder evitarlo imaginé a Tony —mi amigo de la secundaria— burlándose: "Pioneros por el comunismo, seremos como el Che". «Es un gusano», y nos pasábamos la vida él criticando y yo defendiendo.

Descansamos de las posiciones en nuestro lugar por un segundo, que fue lo que tardó el ministro en ubicarse detrás del atril y comenzar su discurso en español. A su lado una intérprete se encargaba de transformar las palabras de un idioma a otro.

—Nos complace ver que nuestra bandera ondea en territorio norteamericano. El cese de las hostilidades...

«Y dígase: bla bla bla.»

Luego le tocó al secretario de Estado; mucho más conciso y firme. Antes de que me diese cuenta ya era mi turno; aunque yo no hablaba, respondía. La rueda de prensa empezaba con los que nos haríamos cargo de la embajada. Y no, aún no había mirado a la derecha.

En mi caso el gran atril de madera sería compartido, pero no tuve problema con cogérmelo pa' mi, casi entero. El gesto me salió tan natural que no me di cuenta en su momento, aunque una risa ronca unos centímetros detrás mío consiguió erizarme los pelos de la nuca. Miré al lado, captando la mano que agarraba el extremo superior del atril y detallé el blazer azul marino con finísimas rayas blancas ligeramente arremangado y el Rolex adornando la muñeca del desconocido, sumado a los vellos oscuros que se asomaban antes de las venas marcadas que se perdían en los dedos.

—Ambassador —traducción(...)— esta es tu tercera misión con el cargo más alto, pero las condiciones son muy diferentes, la embajada no le pertenece. ¿Cómo se siente al respecto?

«Se formó.»

—The embassy does not belong to the Cubans yet either, my presence ratifies it.

Alcé las cejas, indignada. Tenía la voz grave y fluida, pero hablaba pausado, y no necesité de la traducción para entenderlo. Ahí sí lo miré, sorprendida por el atrevimiento.

Aproveché que la intérprete hacía su trabajo para tapar mi micrófono y...

—No le digas eso a la prensa —protesté.

—I am sorry. Do you say something? —¿no habla español?

No atiné a buscar el equivalente a los palabras en inglés cuando bajó la mirada hacia a mi. Sus ojos grises atravesaban mi iris verde, y arqueó una de las pobladas cejas en mi dirección, inquisitiva. El sol se reflejaba en su cabello, y aún así lo percibía negro azabache, al igual que la ligera barba que le cubría la mandíbula marcada y rodeaba los labios gruesos que no tardaron en curvarse en una sonrisa ladeada. Era consciente de que ya no lo miraba a los ojos.

Arrugué el entrecejo. «¿Se está burlando de mi, el muy hijo de...?

—But mister, you should ask the ambassador. She doesn't seem to agree —se destapó su micrófono para hablar sin despegar los ojos de los míos. Ahora estos le brillaban entretenidos y expectantes.

Sentí de nuevo la presión de cien miradas sobre nosotros dos, por lo cual, me apresuré a devolver la vista al periodista. Sin embargo, no pude evitar soltar una risita de incredulidad. «Se está buscando lo que no está pa' él.»

—Certainly —empezó el hombre, desviando la vista a su nuevo objetivo: yo —it is your first time in office. You must be relieved to have someone with experience to guide you, right? Or do you disagree with the American presence at the embassy?

—Indeed —traducción(...)—, se dice que usted forma parte de los acuerdos. ¿Por qué cree que el gobierno pidió la presencia explícita de una embajadora inexperta?

La molestia me había calado hondo para cuando la intérprete terminó, y le solté la respuesta al público en un inglés perfecto.

—Secretary of State's son and his presence is just a means to an end and has nothing to do with me. If I am here it is because my superiors considered that I was prepared, therefore I do not accept the guidance of any tourist —se escucharon risitas entre el público—. As for the agreement requiring my presence as a condition for the reopening of the embassy, I have no idea of its basis; you should have asked the secretary of state first.

—Am I supposed to be the tourist? —murmura cerca de mi oído el gringo, con la voz llena de suficiencia.

—This embassy is Cuban territory in the United States, so yes —lo miro a la cara, mientras descanso los antebrazos en el atril y sobre ellos el peso de mi cuerpo —you are the tourist.

Vi su ceño fruncirse y sus ojos se desviaron un poco más abajo. Seguí la misma dirección y reparé en que la posición me remarcaba el camino entre las tetas. Sonreí y alcé la nuca, muy dispuesta a hacer un comentario mordaz, pero su mirada ya había regresado a mi cara y su expresión era severa y sus ojos un tono más oscuros. No logré articular palabra, y en cambio me enderecé con la vista al frente y una corriente de electricidad recorriéndome la espina dorsal.

—It's good to see our representatives getting along so well —comenta con sarcasmo un muchacho de unos 18 años en el fondo— Beware, where there is tension there is...

—¿Cuál es tu revista, niño? —lo interrumpí al verle las intenciones— ¿playboy?

Oí a mi derecha una risa grave y pronto se le unieron más de la gente que sabía español. Por otra parte, la interprete me miraba con los ojos muy abiertos sin saber si debía traducir mi comentario. Le negué rápido con la cabeza y terminó sonriendo también.

Volví a mirar al chico, que no entendía nada.

—Sorry, private joke.

El resto de preguntas siguieron una linea menos controvertida, y conseguimos dar respuesta a todas sin más interrupciones. Lo siguiente fue ver en primera plana al ministro descubriendo la placa a un lado de la entrada. El momento fue capturado por las cámaras, al igual que el contenido en la placa de bronce: Cuban Embassy, 1916.

Apenas era mediodía cuando terminamos la ceremonia oficial. Quedaba la otra mitad de la fiesta, menos formal y tediosa. Fue así que se le entendió la invitación a los periodistas del Washington Post, y el resto fue conducido a la salida.

En cuanto pude, me escabullí entre la gente, y regresé dentro, buscando que Lucas me confirmara que todo había salido bien. Pero la paz no estaba con él...

—Hiciste tremendo match con el Gabriel, secreteaban y todo.

Le dedique mi mejor mirada de: "¿Te caíste de la cuna cuando eras niño y te diste en la cabeza?»

—No seas bretero...

—Solo digo, si fuera gay me pondría pa' él —estaba jodiéndome.

—Yo, ni si fuera hetero...

—Siempre puedes cambiarte de acera...

—No te presiones Lucas, no todos tenemos tan buen gusto.

—A mi me gusta lo mismo que a ti, lista.

—Te pica...

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