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1. Del lobo un pelo



«Vvv, vvvv»

La profundidad de mi sueño no dejaba espacio en la realidad para lo que parecía una vibración lejana. En mi garganta, la sensación de resequedad terminó por hacerme remover sobre las ásperas sábanas, que me sumían en un calor infernal. Desubicada y pesándome la vida dí varias vueltas sobre mi misma hasta que...

—Reping* —maldije, sintiendo mi nariz estrellarse contra el piso.

Otros segundos, en los cuales disfruté del frío de los azulejos, pasé tirada; pero el colchón se movió a mi lado y brinqué hasta quedar sobre mis pies con los ojos abiertos de par en par. Me detuve a reparar a la mujer que, desnuda, se removía en esos gruesos edredones sin distinguir el calor que hace en Miami y sin aire acondicionado, además.

Fue cuestión de unos pocos instantes para localizar mi ropa en una esquina e introducirme en el vestido de satén negro. Me comí un boniato con mi propio pie, que me dejó cerca del cinto, el cual amarré en mi cintura con toda la inspiración que alcancé a reunir; antes de salir buscando la luz, como las moscas. Seguí la voz familiar que penetraba en mis oídos como agujas para mi celebro y reproche para mi conciencia; y terminé en la cocina de estilo americano.

—Una de la tarde, caballero. ¡To' el mundo despejando mi casa! —ya me había cogido tarde para salir para Washington y odié no haber tomado un vuelo directo La Habana, Cuba - Washington D.C., Estados Unidos. Estaría ahora instalándome en la capital y no resurgiendo de una fiesta en Miami con viejos amigos que habían emigrado hace años.

—¡Aura, preciosa! Tú puedes quedarte todo lo que quieras —dijo Tony, el dueño de la casa, que había estudiado conmigo hasta la secundaria y que, tan guaroso como siempre, consiguió la noche anterior convencerme de que esto era una buena idea.

Gruñí, haciendo ese ruido con la saliva que tanto le molestaba y revirando los ojos, en tanto localizaba mi bolso y llenaba un vaso con jugo de naranja del refrigerador.

—A freírle huevos a Amelia —mi mamá—, nadie te manda a dormir tanto. ¿Vas a manejar con resaca?

—¿Cuando me has visto con resaca, tú? —le respondí, riéndome, y era cierto que nunca había tenido una de las buenas.

—Anja, no te hagas.

Le guiñé un ojo, con una sonrisa de labios pegados.

—Me piro, Tony.

Dejé el vaso en la mesa y corrí a darle un abrazo rápido.

—No te olvides de la gente del barrio cuando salgas en el televisor dándole la mano al ministro.

—Como se te ocurre, Pipe... —le susurré antes salir, prácticamente corriendo, hasta la salida—despídete de esta gente de mi parte.

                ——-//////////\\\\\\\\\——-

El crudo invierno se haría pronto un hueco en el clima otoñal que condenaba a los árboles que bordeaban la carretera a deshojarse en pleno mes de octubre. Y ahora, entrando en el establecimiento en medio de la nada, me fijaba en ellos y en su "exótica" belleza, porque llevaba dos años sin salir de Cuba y allí solo tenemos dos estaciones: verano caluroso y verano fresco.

Acababa de colgar con mi tío Diego —hermano de mi madre—. No dejaba de decirme lo orgulloso que estaba de mi y de que siguiera sus pasos (aunque él fuese diez veces más prestigioso de lo que llegaría a ser yo algún día). También me regañaba. «No vamos a engañarnos». Repitió tres veces las horas que me restaban de viaje y otras tres comprobó que vendría llegando a mi apartamento a eso de las cuatro de la madrugada de mi primer día de trabajo. Hasta aquí me llegó la fuerza con que su mano canalizó la tensión en el celular.

El chat seguía abierto en mi teléfono y piqué en el enlace que me había mandado hacía horas de un artículo del periódico Granma. Una foto mía en blanco y negro —porque la tinta aún no había llegado a las imprentas de mi preciado país— encabezaba la portada. ¿Ya somos famosas o todavía no es momento de contratar guardaespaldas? Debajo en letras pequeñas e inclinadas se leía: «Aura Vera, embajadora cubana en Estados Unidos». La noticia empezaba así, dramáticamente:

«¿Es esté el principio del final? Después de 53 años del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos hacia Cuba y 54 de relaciones hostiles entre ambos países se reabre la embajada cubana en Washington; y con ella se estrena una joven embajadora de 28 años, sobrina de una de las personas más conocedoras del mundo árabe en (...)

Y dígase: bla bla bla.

—Excuse me —dijo la muchacha detrás del mostrador que esperaba que levantara la vista del celular.

Sacudí la cabeza, pagando y regresando a mi coche alquilado. Porque sí, cuando recién llegas a un país nada es tuyo; al menos a mi me lo pagaba la embajada. La puerta se abrió sola cuando me acerqué con la llave y puse una mueca. «Que pijancia». Ante todo esto café en mano, porque pretendía sobrevivir el viaje y mi próximo debut.

Bebí un sorbo del Caramel Machiatto y mi paladar vió los planetas, el universo y las estrellas. ¡Hacía cuantos años que no venía a Starbucks! Lo dejé en el hueco destinado a las bebidas que había entre los asientos delanteros y procedí a salir del parqueo.

La noche caía sobre la calle rodeada de carteles excéntricos de marcas que eran más marketing que producción. Unos reflejos brillantes parecían salir del piso de grava y fruncí el ceño mientras intentaba descifrar qué eran sin salirme del carril. Luego reí. Habían luces empotradas en la interestatal.

«Tenía que ser cosa de gringos».

Mi burla se vió interrumpida por el pitido de mi celular,  que sustituía la voz de Sia. «Que pereza».

—Aura —hablaron primero, como si no fuese yo quien respondiera el teléfono.

—Jefa para ti —lo dije, jodiendo, porque sabía que le molestaba el tema. Le agregué, además, la voz petulante que en realidad no tenía y...

—Jefa para ti —solté una risita con su mala imitación—. Qué no se te olvide que te copiaste de mi en aquella prueba de filosofía, puntualita.

«La gente con la que uno estudia siempre sacando trapos sucios»

—Deja el complejo, Lucas.

—Yo no estoy acomplejado —bufa—. Como sea, el casero se cansó de esperarte, tienes la llave debajo de la alfombra. Es el 3º A —parece que va a terminar de quejarse, pero no... —Solo espero que no llegues tarde mañana. La gente del Washington Post va a estar ahí y...

—Ay, no te pongas como mi tío —«¿por qué todo el mundo me regaña a la vez?»

—Pues tiene razón, eres una irresponsable. ¿A quién se le ocurre...? —«a mi».

—¿Cuanto te apuestas a que estoy ahí a la hora?

La otra línea se sumió en silencio por varios segundos.

—Una botella de tequila.

—¿Marca...?

—Gran patrón.

Ja.

—Despídete de $200 de tu salario.

—No arrolles a nadie por mi culpa, haz el favor.

Blanqueé los ojos.

—Te pasas.

—No me hagas recordarte cuando...

—Ay shh... no se puede hablar mientras se maneja. Te quierooo, chao.

Y colgué.


Nadie podía decir que lo último que había tenido era una noche de descanso completo, sino más bien el amanecer de la resaca; pero lo cierto fue que solo necesité dos galletas mentales para autodespertarme cuando sentía que el sueño hacía acto de presencia en aquellas carreteras largas, homogéneas y aburridas. Al menos en Cuba los brincos, ocasionados por los baches, hacían al carro temblar y te despertaban.

La voz de Siri reverberó en mis tímpanos: «Ha llegado a su destino». Parpadeé repetidas veces y apoyé la frente en el timón. «Espero en el alma que se permita dejar los carros en la calle durante la noche.» Lo deseaba, pero no lo pregunté ni hice nada para comprobarlo.

Ir al maletero. Extraer el equipaje. Atravesar la reja de acero forzado y los jardines. Sentir a Lucas y a mi tío juzgándome duramente. Tomar la llave de la alfombra. Abrir. Subir.

Era un robot. Y ese era el manual de instrucciones que mi mente había preparado para mi versión somnolienta. Casi choqué de lleno con la puerta del ascensor, que era transparente; pero no, mis instintos respondieron a tiempo (más o menos). Ya frente a mi puerta —la que tenía una A metálica en dorado pegada— introduje la segunda llave y abrí.

El olor a Estados Unidos me dio de lleno en la cara, en plan de: ubícate. Y todos los cubanos saben de que hablo. Ese momento en el que tus familiares en el "Yuma" te mandaban ropa, y uno, todo rarito, la olía. Tenía ese aroma bueno, a nuevo, que se asociaba al lugar del que todos hablaban, a ropas y comida y Nutella, aquello que anhelabas y a lo que no tenías acceso. El mismo olor sentí cuando visité el país por primera vez, pero ese ya no lo experimentaba casi nadie. La entrada de cubanos a Estados Unidos se había restringido especialmente en los últimos años y casi nadie tenía dinero para pagarla, de todas formas.

A mi derecha tenía el aparador de madera antigua y vidrieras en el que solté las llaves y a mi izquierda, una pared con tres puertas: habitación, baño, habitación. Paralela a esta, otra pared —ahora de ladrillos desgastados y tonalidad terracota— sostenía un televisor de pantalla plana —y no culón—. Un sofá, una mesita de centro, un cuadro sin foto y un maniquí con base de hierro completaban la estancia. Muy impersonal todo.

La cocina estaba en la otra esquina, con una península y taburetes que dividían las zonas. Los armarios inferiores eran blancos; la encimera, de concreto y en lugar de armarios superiores habían repisas rústicas, vacías, que rodeaban el extractor encima de la cocina de gas. Sobre el fregadero había una ventanita que, empañada  por la condensación, daba a un balcón diminuto. Afuera hacia un frío que pelaba, pero no pude evitar salir al notar un objeto extraño sobre una mesita que, junto con dos sillas y una maceta sin planta, ocupaba todo el espacio exterior.

Tiritando de frío tome el objeto desconocido, y luego de cinco minutos buscando el interruptor de los bombillos que colgaban sobre la península —¿quien ponía uno de esos dentro de un armario?—, conseguí detallarlo. Tenía una nota.

Tu primera mata, trasplántala y procura que no se muera.

PD: Como llegues tarde mañana te va a tocar arriar la bandera.

Lucas nunca lo hubiese aceptado, pero ese era un detallazo, y todo lo que necesitaba para terminar de despertarme. Solté un chillido de emoción, y corrí con el Mar Pacífico y un cuchillo al balcón. Le hice un hueco a la tierra luego de removerla y coloqué esa planta que me recordaba los jardines de la beca en la cual cursamos juntos el preuniversitario. El regalo le había salido cursi y le iba a dar tremendo chucho al día siguiente.

Miré el resultado, conforme. «Papá, el jardinero por excelencia de casa, estaría muy orgulloso de mi.»

Eran las cinco de la mañana. En tres horas tendría que estar en la embajada y, como ya me había hecho a la idea de renunciar a esa noche de sueño, dejé la planta en el centro de la mesita y regresé dentro.

Acribillé el par de maletas, que guardaban mi vida, con los ojos; como si fueran —porque lo eran— un problema gigantesco que ocupaba la mitad del salón. Tenia una obsesión insana con el orden, y aquello me ponía los pelos de punta, así que me movilicé.

Una hora y media después...

La música zen inundaba mis oídos mientras mantenía la postura Buda hasta el último segundo. Estaba en el balcón, sobre una manta de estampado oriental, y tenía el resto de objetos amontonados en una esquina en orden a darme espacio para mi sesión de yoga.  Intentaba calmar los latidos de mi corazón, que no había dejado su desenfreno al caer en cuenta de lo que hoy me esperaba.

Había entrado en una especie de limbo que me concedió mi objetivo, pero sólo hasta que mi teléfono comenzó a sonar. Abrí los ojos como el cocodrilo de Peter Pan y estiré la mano para responder mientras me ponía de pie con la manta sobre mi hombro.

—Amanecer feliz, sonríele a la vida así, jajajaja; espanta el mal humor, no dejes que te robe la ilusión...

«¿Qué tan grave sería quedarme sin primer secretario?»

—Ya está bueno —gruñí.

—Me alegra oírte despierta.

—Recuérdame por qué eres tan pesao', Lucas.

—Porque no quiero que llegues tarde, y tener que empezar la rueda de prensa.

—Nos vemos. Ya estoy saliendo.

Mentira, me estaba metiendo el baño.

—Seré el de la corbata.

«Todos iban a llevar corbata»

—Yo seré la de negro.


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