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Capítulo 30

Dedicado a Diana_M31

***

—Lamento que lo nuestro no haya funcionado —dije con dramatismo, aunque sí estaba algo triste en el fondo—. No eres tú, soy yo. He sido un idiota contigo en estos... ¿cinco semanas? ¿Seis?

Honestamente, no tenía idea de cuánto tiempo había pasado.

Toby me miraba confundido. Tenía cara de estar buscando en lo más recóndito de su memoria perruna tratando de recordarme. El pobre no tenía idea de que yo era su dueño oficial, me había visto unas siete veces —creo—. El problema es que pedí un cachorro a los ocho años y mamá me dejó tenerlo a los diecinueve. Aunque... ella tenía razón, aún no estaba listo para asumir esa responsabilidad, apenas puedo cuidar de mí mismo.

Me puse de pie y lo tomé en las manos. Seguía siendo pequeñito y su pelaje anaranjado era muy suave. Justo eso me había cautivado la primera vez que lo vi en la tienda de mascotas.

—Nae es ahora una violinista reconocida y en poco tiempo se irá de gira —volví a hablarle, tratando de hacerlo entender—, y mamá no tiene tiempo para nada. Tú necesitas de alguien que te dé amor.

Resoplé, resignado, y saqué mi teléfono del bolsillo. Marqué el número de Martín.

—¿Ahora qué mierda quieres? —respondió—. Sigo de resaca por tu culpa.

—¿Qué? —pregunté, ofendido—. Tú siempre estás resacado, Martín. En fin, te llamé por un motivo importante. ¿Sabes de qué va la amistad?

—¿Eh? Mierda, chino, ¿esto es todavía de anoche o te también metiste algo esta mañana?

Bufé, exasperado.

—Cállate y déjame terminar mi intervención, maldita sea.

—¿De acuerdo...?

—Bien. ¿Sabes de qué va la amistad, Martín? Va de saber siempre de antemano lo que el otro necesita, y exactamente por eso yo soy tu mejor amigo.

—No lo pillo —dijo, confundido.

—Tú, mi amigo, necesitas un perro —zanjé.

—¡¿Qué?!

—Un perro, Martín. Eso.

—No quiero un perro —respondió. Casi podía ver su mueca de confusión del otro lado de la línea.

Resoplé.

—No he dicho que quieres un perro, he dicho que lo necesitas. Son cosas muy diferentes. Todos tus problemas se solucionarían si—

El ladrido de Toby me interrumpió. Había pasado un jodido gato por la calle.

—¿Qué mierda...? —dijo Martín—. No, no, no. No puede ser lo que estoy pensando, maldito hijo de puta...

Mi plan de convencerlo primero acababa de joderse, así que me vi obligado a tomar medidas drásticas de última hora. Colgué el teléfono y abrí desde afuera la ventana que había frente a mí.

—Hasta la vista, Toby —dije mientras lo metía a toda prisa—. Bienvenido a tu nuevo hogar.

Entonces, Martín abrió la habitación de un portazo. «Su» habitación.

—¡¿Qué diablos crees que haces, imbécil?! —chilló.

Pero ya era muy tarde, porque yo había empezado a huir como alma perseguida por el Diablo.

—¡Vuelve aquí, maldito! —me gritó Martín, asomado por la ventana—. ¡Yo no necesito un perro, desgraciado!

Siguió gritando improperios a la vez que Toby ladraba, pero no me detuve hasta estar bien lejos de su casa.

Sabía que intentaría regresármelo y que no tendría éxito alguno. Mamá y Nae no estarían en casa hasta bien tarde, y él no se atrevería a dejar abandonado al pobre cachorrito sabiendo que en poco tiempo oscurecería. Además, conozco perfectamente a Martín y estaba seguro de que, si había logrado encariñarse conmigo y nunca me había dejado, se encariñaría también con Toby. De cualquier modo, sabía que a su madre también le gustan mucho los animales. Es taxidermista.

Regresé a casa a toda prisa. Tenía unos minutos de ventaja y no podía darle tiempo a llegar. Tomé mi maleta y la chaqueta. Ya me había asegurado de que nada se me pudiera quedar. Le di un último vistazo a mi habitación y a las cosas que dejaba atrás. No tenía idea de cuándo volvería a verlas. Sin embargo, esa nostalgia no era comparada con lo mucho que me dolía aún el motivo que me había empujado a irme, en primer lugar.

El último sitio donde estuve antes de bajar fue en el cuarto de Nae. Saqué un sobre blanco del bolsillo de la chaqueta y lo observé en mis manos. Dudé un poco, pero finalmente decidí dejarlo sobre su cama. Contenía la carta en la que le explicaba con detalles cómo había sido todo. Había pasado horas escribiéndola, y sabía que, tarde o temprano, ella la leería. Esperaba que fuera suficiente para hacerle saber al menos que era todo mi culpa. Y que estaba arrepentido hasta los huesos de hacerla sufrir, a pesar de que eso ya no cambiaba nada.

Me escapé por la puerta trasera y comencé a alejarme. Faltaban varias horas para mi vuelo, pero quería irme antes de que ella volviera —y antes de que Martín me encontrara—. Habían pasado tres días desde que lo descubrió todo y no habíamos vuelto a hablar. De hecho, las pocas veces que habíamos coincidido ni siquiera había volteado a mirarme. Podía comprenderlo, seguía muy herida. Por eso traté de ponérselo más fácil y, con la ayuda de papá, saqué el billete de avión cuanto antes y apenas salí de mi habitación en esos días.

Mamá estaba de acuerdo en que, si me pasaba un tiempo en Corea, nos haría bien a los dos, aunque ni siquiera había preguntado el motivo de nuestra discusión. En el fondo, se lo agradecía. Revivir una y otra vez ese momento solo me hacía sentirme cada vez más miserable.

Caminé hasta llegar a un pequeño parque infantil que había en nuestro vecindario. Llevaba años sin entrar, pero pensé que sería un buen lugar para esperar. Coloqué la maleta a mi lado y me senté con la espalda apoyada en la baranda que lo separaba de la calle. Los columpios estaban vacíos, a esa hora los niños se habían marchado a bañarse y a cenar. Yo me había llevado unos bocadillos para el aeropuerto y probablemente luego compraría algo allá. Serían unas cuantas horas de vuelo. De cualquier modo, no tenía hambre alguna.

Me encogí en el suelo. Ni siquiera le había contado a Martín lo que estaba a punto de hacer. No creía poder hacerlo sin ponerme a llorar. Lo llamaría al llegar.

Poco tiempo después, escuché unos pasos lentos, casi arrastrados, que se acercaban. No miré en su dirección. Se sentó a mi lado con la espalda también apoyada en la baranda y suspiró profundo.

—Hola —susurró. Su voz sonaba rota.

—Hola, Charlie... —respondí con desgano—. Pensé que no vendrías.

—Yo también —confesó—, pero me llamaste, ¿no? Supongo que tienes algo importante que decirme.

Asentí lentamente con la cabeza.

—Nae vio la foto —dije y lo miré.

Me observó con temor.

—¡¿Cómo?! Tú... —comenzó a preguntar, pero pareció darse cuenta de que eso era lo de menos. Suspiró profundo y bajó la mirada. Luego murmuró—: Debe estar hecha trizas.

—Le hicimos mucho daño, Charlie. Ni siquiera sé si alguna vez logrará perdonarme. —Mis ojos comenzaron a humedecerse al recordar su expresión de tristeza y decepción—. Ella necesita espacio.

Desvié la mirada hacia mi otro lado, donde reposaba la maleta. Entonces, él la notó y me observó con desconcierto.

—Te vas —dijo. Asentí entre lágrimas silenciosas.

—Es lo mejor —respondí y mordí mi labio inferior para no sollozar.

—¿A... a dónde te vas?

—Con mi padre. Estaré un tiempo por allá.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó. Parecía afligido y a la vez sorprendido.

—Pedí un traslado a una universidad de Seúl. Quizás solo sea un semestre... o quizás sea el resto de la carrera. Si me va bien, incluso puede que me quede a vivir allá. No lo sé.

—¿Y ya es seguro que te aceptarán? —volvió a preguntar, ansioso—. ¿No cabe la posibilidad de que te digan que no?

—Es seguro, Charlie. Tengo uno de los mejores expedientes de mi año y mi padre fue profesor allí durante varios años.

Finalmente, pareció convencerse de que mi decisión no tenía marcha atrás.

—Entonces, sí te vas... —dijo, más para sí mismo que para mí. Hizo una pausa y después me regaló una pequeña sonrisa que terminó por convertirse en una mueca triste—. Supongo que allá sí tendrás que ser un chico modelo, ¿no?

Reí, aunque sin muchas fuerzas. Terminé llorando más.

—Yo siempre he sido un chico modelo, Charlie. Lo que pasa es que el karma me odia.

Nos quedamos en silencio. Solo se escuchaban el ruido de algunos autos y mis pequeños sollozos. Me miró a los ojos, conteniendo las lágrimas. No era necesario decir nada, ambos sabíamos bien que ese era el fin de todo lo que ni siquiera había comenzado entre ambos. Sin embargo, mi corazón latía con tanta fuerza que pensé por un momento que él podría escucharlo. Una vez más, estaba deseando besarlo y abrazarlo. Estaba deseando llorar en su pecho. Pero pensé en Nae, y no me atreví a hacerlo.

Me giré hacia mi maleta. Rebusqué en el bolsillo exterior y saqué el libro que él me había regalado. Dentro estaban los restos de la margarita naranja y la foto.

—Esto es tuyo —dije y se lo extendí—. No puedo quedármelo.

Tomó el libro muy despacio sin dejar de mirarme a los ojos. Arrugó la nariz y no pude evitar pensar que esa sería la última vez que lo vería hacer ese gesto tan típico suyo que yo tanto amaba.

—¿Sabes que devolverme esto no cambiará nada de lo que siento por ti, cierto?

—Tengo que hacerlo si realmente quiero ponerle un punto final a todo —respondí, ahogándome con el nudo en la garganta—. Me voy, Charlie, y jamás volveremos a vernos. No quiero nada que me recuerde todo lo que pasó. Quiero olvidar, ¿entiendes?

Se levantó del suelo y soltó un bufido.

—Pues yo no —respondió—. Sé que cometimos muchos errores y que Nae salió lastimada por nuestra culpa, pero yo no quiero olvidar.

—Tú no lo entiendes. —Negué con la cabeza y me levanté para encararlo—. Ya basta, no quier—

—¡Quien no entiende nada eres tú! —exclamó, desesperado—. Aunque quiera yo no voy a poder olvidarte, Seokmin, ¿me oyes? No podré hacerlo. No podré. Tú no solo me gustas, yo... yo... ¡yo te amo, Seokmin! Maldita sea, estoy enamorado de ti hasta la jodida médula, ¡¿cómo no puedes entenderlo?!

Sus palabras se me clavaron una a una en el pecho. Bajé la mirada y lloré incluso más fuerte.

«Yo también te amo, Charlie», quise gritarle a todo pulmón. Pero no lo hice. No pude.

—Tengo que irme, Charlie —dije y sorbí mis lágrimas—. Eso es todo.

Di media vuelta y tomé el asa de la maleta. Estaba decidido a irme de una vez por todas, pero avanzó hacia mí y puso su mano sobre la mía para detenerme. No lo miré a la cara.

—Sé que no puedes hacerle esto a Nae —dijo, derrotado—. Sé que quizás nunca tengamos una oportunidad. Pero yo voy a esperarte, Seokmin.

Negué con la cabeza y cerré los ojos con fuerza.

—No me esperes... —susurré.

—No es una elección, Seokmin —dijo con amargura—. Simplemente no me quedará de otra. Jamás había sentido por nadie esto que siento por ti, y dudo volver a sentirlo. Está escrito en las estrellas, ¿recuerdas?

Sonreí al escuchar de su boca la misma tontería que tanto tiempo atrás le había dicho. No pensaba que se acordara.

—No me cansaré de esperar por ti —volvió a decir—. Aunque te mudes a Corea para siempre. Aunque nunca más volvamos a vernos. Aunque conozcas a alguien más y logre hacerte feliz. Nunca perderé la esperanza, ¿entiendes? Aunque tú nunca me elijas, Seokmin... Yo siempre estaré aquí para ti. Siempre.

Y esa fue la última vez que escuché la voz de Charlie; la última vez que sentí el roce de su piel sobre la mía; la última vez que olí esa fragancia tan suave y embriagadora que desprendía.

Soltó mi mano y comenzó a alejarse. Luché contra mí mismo para no darme vuelta y correr tras él. Miré al cielo mientras me ahogaba con mi propio llanto. Me pregunté por qué. ¿Qué había hecho para merecer todo lo que me había pasado?

Y me odié como nunca antes, porque tal vez todo sí era mi culpa. 

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