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Capítulo 16

Dedicado a AveDreamer

***

«Y no olvides sonreír, Charlie va a pensar que eres un amargado», fue la última advertencia de mi madre mientras se marchaba de la cocina.

Quizás por eso fingí mi mejor sonrisa ante ella, una tan grande que las mejillas me dolían y hacía que mi piercing en el frenillo fuera totalmente visible. Sin embargo, por dentro estaba pensando en cómo rayos iba a sobrevivir a esa tarde. El recibimiento había sido verlo con un ramo de rosas rosadas para mi hermana. ¿Acaso podía todo ponerse peor?

La respuesta es sí. Siempre puede empeorar todo.

Nae es muy rigurosa con su tiempo para ensayar. Nada jamás la hace salirse de su rutina, así que no bajaría hasta que no terminara. Mamá, por otro lado, estaba decidida a obligarme a pasar tiempo con Charlie para «integrarlo a la familia y hacerlo sentir como en casa». Estuve a punto de gritarle que para eso tendría que ponerme de mal humor —incluso más— y empezar a berrear improperios como la vieja bruja de su madre.

El punto es que seríamos solo él y yo, y eso me ponía de los nervios.

Charlie se despidió de Nae y luego entró con mucha calma a la cocina. Yo estaba apoyado de espaldas en la encimera con los brazos cruzados sobre el pecho. Me miró de pies a cabeza y reprimió una sonrisa burlona.

—Guau —dijo—, veo que alguien sí se tomó en serio lo de cocinar esta tarde.

Es cierto que llevaba puesto un delantal azul con pastelitos danzarines, pero solo lo había hecho porque si hay algo que detesto más que cocinar, eso es ensuciarme mientras lo hago.

Puse los ojos en blanco y le lancé otro de los delantales coloridos de mi hermana.

—Terminemos con esto rápido —dije con rudeza.

—Espera —respondió—, tengo algo para ti.

Me sorprendí al escucharlo.

Buscó en su bolsillo trasero y sacó una margarita naranja, casi del mismo color que mi cabello. Le faltaban un par de pétalos y estaba medio marchita. Supongo que los bolsillos no son el lugar ideal para guardar flores. Me la extendió.

—¿Qué es eso? —pregunté con desconfianza.

—Una flor —respondió con simpleza.

Solté un bufido.

—Me refiero a que por qué me trajiste eso.

—La vi cuando compré las de Nae y no pude evitar acordarme de ti. Esa era la flor más fea que había, se parece a ti.

Volví a bufar y lo observé con incredulidad.

—¿Sabes qué, Charlie? Puedes oficialmente irte a la mierda.

Soltó una carcajada.

—No creo que a tu mamá le guste saber que me estás tratando mal de nuevo, Rodolfo.

—Pues ya puedes ir corriendo y contárselo si quieres, no pienso retractarme.

Me volteé hacia la encimera y comencé a cortar con resentimiento los nabos. Como si ellos fueran los causantes de mis desgracias.

«Me las pagarán, malditos vegetales», pensé.

Vi de reojo que colocó la margarita en la encimera y que se puso el delantal.

—Veo que el primer paso para hacer el kimchi es cortar los vegetales como si fueran los causantes del calentamiento global o de la Segunda Guerra Mundial.

—O como si fueran tu cabeza —acoté y le di mi mejor sonrisa de psicópata.

—Nah, no me odias tanto, Rodolfo. Hasta hace unos días me acosabas.

—Quizás solo estaba esperando el mejor momento para tenerte solo en mi casa mientras uso el cuchillo más filoso que tenemos.

—En ese caso dile a mi madre en el funeral que la amo —respondió con simpleza—. Ah, y dile también que lo siento, pero quien le arrancó la planta que tenía a la entrada de nuestra antigua casa no fue la vecina, fui yo. Olía mal y me causaba alergia. Tuve que deshacerme de ella.

—Todo lo que digas puede ser usado en tu contra, Charlie.

Soltó una risilla y comenzó a ayudarme a cortar las hojas de la col con las manos.

—Le temes demasiado a mi madre como para ir a contárselo. Además, todavía está a tiempo de enterarse que tú fuiste quien se orinó en nuestra valla.

—Se lo merecían, ambos.

—Es posible, Rodolfo.

—¡Agh! —chillé, a punto de perder los cabales—. ¡¿Puedes dejar de llamarme Rodolfo, maldita sea?! ¿Acaso eres tan incompetente que no puedes recordar ni el nombre de tu jodido cuñado?

Esa palabra sabía amarga en mis labios para referirme a él. Sin embargo, eso no cambiaba el hecho de que lo fuera.

Arrugó la nariz —para variar—.

—Tienes un nombre feo, Rodolfo, te estoy haciendo un favor.

Su tranquilidad para tomárselo todo me causaba ansiedad. ¿Nada era capaz de inmutarlo? Opté por continuar con el kimchi y largarme.

—Luego de cortarlo solo le echas un puñado de sal —expliqué de mala gana mientras lo hacía.

—¿Y ya está? —preguntó con desconcierto.

Puse los ojos en blanco.

—Por supuesto que no, esa mierda no puede ser más pesada de preparar. Pero por ahora es solo eso, hay que dejarlo reposar una hora.

Me quité el delantal y lo lancé a una esquina. La única idea que se mantenía en mi cabeza era alejarme cuanto antes de él. Con buena suerte, ya Nae habría terminado de ensayar para cuando los vegetales estuvieran listos para seguir. Comencé a subir las escaleras casi corriendo. No obstante, me detuve al ver que me estaba siguiendo.

—¿Qué? —dijo cuando me volteé a verlo—. ¿No pensabas dejarme solo, o sí? Se supone que eres responsable por mí esta tarde. ¿Acaso no estabas ansioso por que viniera a conocer tu casa?

Maldije por lo bajo y continué hasta llegar a mi cuarto. Entré y me tiré bocarriba en la cama. Se mantuvo en la puerta un instante. Luego decidió entrar también y quedarse de pie.

Desde ahí podíamos escuchar perfectamente a Nae tocar, sobre todo, porque la puerta seguía abierta. Si no fuera ateo hubiera rezado en ese momento para que se le rompiera una jodida cuerda y tuviera que acabar antes de tiempo. Mientras tanto, tomé mi teléfono y me puse a navegar en mis redes, decidido a ignorarlo.

Entonces, sentí el impacto seco de algo.

Miré por encima del teléfono y vi que había arrojado al suelo uno de los libros de mis materias que estaban sobre el escritorio. Me observaba con una expresión neutral, esperando a ver mi reacción. No obstante, volví a lo que estaba.

Dejó caer un segundo libro. Resoplé.

—No me ignores —dijo.

—Esos libros son caros, ¿sabes?

—No. No voy a la universidad.

Lo miré fijamente durante todo un minuto antes de devolver la mirada a la pantalla.

Tiró un tercero.

—¡Déjalo ya! —exclamé con molestia y me levanté para enfrentarlo.

—No me ignores —repitió.

—Puede que mi madre me haya obligado a compartir el espacio contigo, pero eso no implica que vaya a prestarte atención. ¿Qué edad crees que tengo, cinco?

—A veces lo parece —afirmó—. Como ahora, por ejemplo, y desde que supiste que estoy saliendo con tu hermana. No tengo idea de por qué rayos me odias tanto.

Bufé. En realidad, ni yo estaba seguro de tener un motivo en concreto.

—Déjalo. No quiero hablar sobre eso.

Estaba a punto de volver a mi cama cuando vi de reojo que tomó un cuarto libro en sus manos. Esa vez era la copia de Demian que él mismo me había prestado. Me volteé con rapidez de manera inconsciente. Podía permitir que tirara todos los demás, pero no ese.

Sin embargo, no lo hizo. Solo pasó su dedo por la portada mientras lo observaba.

—Este es mi libro favorito —dijo con seriedad—, creo que ya te lo dije una vez.

También era el mío, aunque no respondí.

Suspiró audiblemente y luego me lo extendió.

—Quédatelo —dijo.

—¿Qué?

—Que te lo puedes quedar. Es mi ofrenda de paz.

No comprendí su punto. Tomé el libro con cautela y me limité a mirarlo con escepticismo.

—Quizás aún me tienes en un período de prueba para saber si soy digno de estar con Nae o alguna mierda de esas —explicó al ver que no respondí—. No tengo hermanos, ni siquiera primos cercanos, así que no tengo idea de cómo funcionan esas cosas de protegerse unos a los otros. Solo puedo darte mi palabra de que no pienso hacerle daño e intentar retomar la amistad que creí que teníamos.

Volví a bufar. Sí que era imbécil. ¿Realmente seguía pensando que todo se trataba de Nae? Tal vez era mejor así.

—Tú y yo no éramos amigos realmente —afirmé—. Apenas nos conocemos.

Se encogió de hombros y se apoyó en el borde del escritorio.

—Bien, si así lo piensas... —dijo finalmente sin levantar la vista.

Un silencio muy incómodo invadió la habitación, interrumpido solamente por la melodía de violín que provenía del cuarto de Nae.

—Yo siempre he tenido que trabajar muy duro para ayudar a mi madre, ¿sabes? —habló después de un momento—, desde muy joven. Siempre hemos sido solo ella y yo contra el mundo. Por eso nunca he tenido demasiado tiempo para salir y relacionarme con mucha gente de mi edad. Por desgracia, los pocos amigos que tenía los dejé en mi pueblo, y cuando llegué aquí pensé que jamás volvería a tener a nadie cercano.

Por algún motivo, suavicé mi expresión y me senté despacio en el borde de la cama para seguirlo escuchando. Me sentía justo como esa vez en que fui a devolverle su medalla y me contó sobre su padre.

—En realidad, no estaba equivocado del todo —volvió a decir—. He conocido a varias personas en el teatro y en la librería, pero la mayoría me dobla la edad. Y bueno, a Nae, pero con ella fue bastante diferente desde el principio. Su belleza me intimidaba, ¿sabes? Primero pensé que era algo creída, porque apenas hablaba. Después comprobé que es simplemente demasiado tímida.

Sonrió y me mordí el labio para no decir nada. Ni siquiera quería pensar al respecto. Apreté el libro entre mis manos.

—Todo cambió una noche cuando salí de trabajar. Estaba exhausto y solo quería llegar, darme un baño y dormir tres días seguidos. Entonces vi a un idiota salir corriendo frente a mi casa y chocar de frente con una señal de tránsito. Pensé que tendría que llamar a emergencias para reportar la muerte más estúpida de la historia, pero al final estaba vivo, y luego comenzó a acosarme. Supongo que después de superar el miedo inicial me acostumbré a la idea de tenerlo cerca, incluso se sentía bien tener a alguien con quien pasar el rato.

—¿En serio? —pregunté en un susurro.

Asintió.

—Supongo que hay que estar muy jodido para que pasar tiempo contigo parezca mejor que estar solo, ¿no?

Rio por un instante y yo también terminé por sonreír.

—Tú tampoco eres la gran cosa, Charlie —me defendí con fingida molestia, aunque ya no estaba enfadado en lo absoluto.

El enojo había sido remplazado por una extraña tristeza. Supuse que eso era todo lo que podría obtener de él: su amistad. Podía tomarlo o dejarlo. Una parte de mí quería seguirlo odiando hasta la muerte. La otra, sin embargo, me decía a gritos que algo era mejor que nada, y que tendría que acostumbrarme a tenerlo cerca, de cualquier modo. Eso sí, sabía que toda esa situación terminaría por romperme en pedazos.

—En el fondo, sí creo que puedes hacer feliz a Nae —admití, aunque de manera apenas audible.

Me escuchó y sonrió ligeramente.

—Haré mi mejor esfuerzo, lo juro. —Asentí sin mirarlo. Me extendió una mano—. ¿Amigos, entonces?

—¿Sabes qué? —respondí con malicia—. Empieza por recoger mis libros, jodido Charlie, y solo entonces me lo pensaré.

Soltó una risa y se agachó para tomarlos. Y se me ocurrió otra forma de molestarlo. Caminé hasta el escritorio y tomé otro en las manos.

—Ups —dije y lo dejé caer.

Puso cara de pocos amigos, pero también lo levantó. Dejé caer otro.

—¿Qué crees que haces, Rodolfo? —se quejó y solté una risotada.

—Solo compruebo que seas digno de mi hermana.

—Ya basta —respondió y se puso de pie.

Me sentí retado, así que tiré otro. Cuando fui a tomar el último —y también el más pesado—, me detuvo al tomarlo por el otro extremo.

—Dije que suficiente.

—¿Suficiente? —me burlé y halé el libro en mi dirección sin lograr que lo soltara—. ¡Recién comienzo, Charlie! ¡Juro que te arrepentirás de ser mi cuñado!

—Oh, Rodolfo, ni sueñes que te la pondré tan fácil.

Haló con fuerza el libro, pero tampoco logró quitármelo. De un momento a otro, comenzamos a forcejear por el grueso manual. Y a reír, como si hubiéramos vuelto al tiempo en el que no estaba al tanto de la verdad y en el que nada más que nosotros dos me importaba.

Ninguno lo soltaba. Empezamos a causar un desastre en la habitación. Pateamos los demás libros en el suelo y chocamos con la cama y el escritorio. Ninguno cedía. Cada vez tirábamos con más fuerza.

Hasta que yo cedí de pronto.

Como en cámara lenta, vi el libro ir directo a su cara y golpearlo con fuerza. Sentí el impacto y luego el manual cayó abierto en el suelo. Ambos permanecimos inmóviles y todo se quedó en silencio, incluso el violín dejó de sonar. No me atreví a mirar a Charlie... hasta que vi la gota de sangre caer sobre las páginas blancas a sus pies.

—Mierda —musité.

—¿Qué diablos...? —preguntó mi madre desde la puerta con expresión horrorizada. Tenía una bandeja con dos vasos de zumo en las manos.

Porque, sí, acababa de romperle la nariz a Charlie por accidente, y podía leer en la cara de mi madre que había malinterpretado toda la situación.

«¿Diosito...? —pensé, mirando al techo—. Si realmente estás ahí, olvida la de veces que la he cagado en mi vida e intercede por mí, por favor».

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