Capítulo 37 - La bella y la bestia
Dante
Nos metimos en el primer local abierto que encontramos. Era un restaurante de comida rápida que funcionaba las veinticuatro horas.
La gente nos miraba, atónita. Una princesa, engalanada con un vestido azul y blanco que la hacía lucir como un ángel, y a su lado una bestia, o sea yo, con jeans y una simple camiseta. Sin duda estábamos dando un espectáculo. Se lo comenté y se echó a reír. ¡Dios! ¡Cómo había extrañado esa risa!
Mi reacción al volver a verla había sido más fuerte de lo que esperaba. No sé cómo había controlado mis ansias de besarla y llevármela lejos de allí. Especialmente cuando vi que se besaba con ese tipo. Mi instinto de "macho" había aflorado a la superficie y estuve a punto de golpearlo por atreverse a tocar a mi chica.
"Mi chica". ¡Qué iluso! Eva ya no era mía. La había perdido. Ahora era yo quien sobraba. Y sin embargo, la necesidad por besarla y volver a sentirla en mi piel me quemaba.
No podía quitar mis ojos de encima de ella, pero tenía que centrarme. No estaba allí por ella, y tenía que hacérselo saber.
Pedimos dos cafés, y no quiso comer nada. Yo, en cambio, pedí dos medialunas. Estaba hambriento. No comía nada desde el mediodía. No había intentado entrar a la Sala de Conciertos para estar en la ceremonia. Sabía que era imposible sin invitación, entonces había esperado afuera a que saliera. Sabía que la vería fácilmente. Su belleza era imposible de ignorar.
Se acomodó el vestido mientras revolvía, distraída, su café. Yo la miré fijamente y empecé a hablar.
–Sabía que lo lograrías, Eva. Estoy muy feliz por ti.
–Esto es un logro de los dos, Dante. Sabes tanto como yo que no podría haberlo hecho sin ti.
–¿No te parece increíble todo el tiempo que pasó? Me parece que fue ayer que estábamos trabajando juntos en el laboratorio. Y han pasado tantas cosas desde entonces...
–Así es –comentó con un dejo de tristeza en su mirada. Alguien que no la conociera no se habría dado cuenta, pero yo seguía siendo experto en el arte de leerla.
–Toma –le dije extendiendo el ramo de jazmines hacia ella. –Son para ti.
Ella sonrió, me agradeció el regalo y llevó las flores hacia su rostro, inhalando suavemente su profundo aroma.
–Gracias, Dante. No puedo creer que recordaras cuánto me gustan los jazmines.
–Recuerdo muchas cosas...–dije, e inmediatamente me arrepentí de hacerlo. No había venido a eso, pero esta mujer me descontrolaba. Opté por cambiar de tema. –Te felicito por tu compromiso.
–Gracias. Pero no creo que hayas venido a felicitarme, ¿o me equivoco?
–Tienes razón. Eva: vine porque necesito tu ayuda. Es importante. Necesito saber que me ayudarás.
–Claro. Siempre que esté dentro de mi alcance voy a...
–Se trata de mi hermana Carla– la corté. –Ha comenzado a mostrar síntomas de Alzhéimer.
Eva abrió sus ojos mostrando una gran sorpresa, que luego dio paso a un gran pesar.
–Lo siento mucho, Dante. Cuéntame más, por favor.
Le relaté lo que me había contado Alejandro en su llamada. Aparentemente hacía unos cuantos meses que Carla tenía olvidos. Había comenzado con algunos nombres, con cosas que no sabía dónde las había dejado, o con algunas palabras que no le salían. Lo mismo que había pasado con papá. La experiencia con él había servido para que mis hermanos estuvieran alertas ante la primera vez que había ocurrido.
Ella, por supuesto, había negado todo y se había enfadado, diciendo que éramos unos exagerados, pero yo no había querido escuchar razones. Le dije que iba a buscar la mejor ayuda disponible, y por eso había acudido a verla.
Eva me escuchó con sus ojos llorosos. Era, quizá, la única persona en este mundo que sabía el miedo que me provocaba esta enfermedad. Pero ahora había una cura. Y necesitaba su ayuda.
–Bien– exclamó. –Tenemos que actuar rápidamente. Voy a pedir que le hagan un lugar en la clínica donde estuve haciendo las pruebas. Necesito que coordines para que mañana mismo esté allí. ¿Podrás hacerlo? ¡Rayos! Es muy tarde para llamar ahora, pero mañana antes de embarcar me comunicaré con el laboratorio para que trasladen el material y los medicamentos para allá. No te preocupes, ya estamos bastante experimentados en el tratamiento. Pienso que con un tratamiento intensivo de unos seis meses será suficiente, aunque podremos saberlo con certeza luego de las pruebas para ver el grado de deterioro. Si logramos agarrarlo a tiempo, solo necesitará una pequeña pastilla diaria y santo remedio.
Sonreí mientras la veía hablar y hablar. Esa era la Eva que tanto amaba y extrañaba: expeditiva, mandona, pero generosa y resolutiva. Cuando quise darme cuenta, me había tomado las manos y me miraba a los ojos.
–No tengas miedo, Dante. Haré lo que sea, pero curaremos a tu hermana.
–¿Curaremos? ¿No querrás decir "curaré"? –pregunté, algo confundido.
–Lo haremos juntos –dijo con una sonrisa. –Tú empezaste esto conmigo, creo que es justo que veas en qué terminó. Hoy lo dije en la premiación: este logro también es tuyo, aunque hayas renunciado a él.
Sentí un irrefrenable impulso de besarla. La tenía tan cerca de mí. Sus manos tomando las mías, su boca entreabierta y esos labios carnosos que moría por probar de nuevo. La urgencia me devoraba, y entonces caí en la cuenta, no sin cierta incredulidad, que llevaba más de dos años de abstinencia completa.
¡Cielos! De verdad que parecía un monje. La última vez que había estado con una mujer había sido con ella, el día que me enteré de la muerte de mamá. Honestamente me daba cierta ternura sentir que ella había sido la última, pero el problema era que todas las ganas y el deseo habían vuelto de golpe al verla y sentirla tan cerca.
Me sentí un adolescente cachondo, y decidí alejarme. Ahora yo no era la prioridad. La prioridad era mi hermana y su salud. No podía echar a perder todo por un calentón, y menos con alguien que estaba comprometida, y que seguramente ya no sentía ni la más mínima atracción por mí. Si intentaba un movimiento, podía quedar expuesto y ella podría rechazar a mi hermana.
Me mordí el labio inferior hasta que sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca, apuré mi café y la invité a salir para buscar un taxi que la dejara en el hotel. Así lo hice, la acompañé hasta la puerta, me despedí de ella prometiendo que la vería al día siguiente y volví a mi hotel, a darme una buena ducha fría, que me congelara los deseos.
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