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Capítulo 30 - Toscana, allí vamos

Eva

Manejé como desquiciada el trayecto que me separaba del pueblo de Dante. Desde que había recobrado la vista casi no había vuelto a manejar, y ahora volaba por la carretera. Rogué mentalmente a Dios que me protegiera de los accidentes. Necesitaba ver a la madre de Dante, y, ya de paso, por qué negarlo, saber por qué no estaba con su familia en ese momento.

Llegué al hospital en tiempo récord, y en la sala de espera me encontré con Alejandro, Mariano y Carla. Nos dimos un gran abrazo y les pregunté qué había pasado.

–Estos inútiles no nos quieren decir nada. Eva, tú que eres doctora, ¿puedes averiguar cómo está mamá?

–Tranquila, Carla, si hubiera novedades les habrían dicho. Voy a intentar averiguar algo.

Caminé hasta el puesto de enfermería y pregunté el estado de la paciente. Las noticias no eran buenas. Su corazón se encontraba en un estado muy delicado, e irreversible. Había venido acumulando el deterioro de mucho tiempo atrás. Era cuestión de horas, hasta que el corazón aguantara.

No pude evitar ponerme a llorar. Aunque había compartido con ella muy poco tiempo, era una excelente persona, y siempre había sido muy dulce conmigo. Además, sabía lo que significaba para Dante. No se perdonaría nunca no estar con su madre en sus últimos momentos.

Regresé a la sala y me enfrenté a los tres hermanos. Les dije la verdad. Ellos reaccionaron con mucho dolor e incredulidad. Carla me abrazó apretando sus puños con frustración. Inmediatamente hice la pregunta que me había atormentado desde que recibí el mensaje de Carla.

–Perdonen, chicos, pero tengo que saberlo. ¿Dónde está Dante?

–Pfff, mejor no preguntes– vociferó Mariano. Yo seguía sin entender ni jota.

–El muy imbécil se la está dando de monje servicial y nosotros aquí, con mamá a punto de morir–, continuó Alejandro.

–No entiendo nada, ¿pueden ser más claros?– pregunté, cada vez más ansiosa y preocupada.

–Se fue a Italia–, me respondió Carla.

–¿A Italia? ¿Y qué coj...? Perdón, ¿qué está haciendo en Italia?–, pregunté con curiosidad.

–¿De verdad quieres saberlo, Eva? Me pareció que no querías saber nada con él.

¡Vaya con Carlita! Creía que estaba enfadada con él, y ahora ahí estaba, defendiendo a su hermano desaparecido.

–Tienes razón. Discúlpame, no debí preguntar–, dije, y me alejé lentamente hacia el otro extremo de la sala.

–Espera... Fue a hacer voluntariado a una clínica de Florencia, donde tratan el Alzheimer. Perdóname por ser tan grosera.

Quedé patidifusa. ¿Dante haciendo voluntariado? ¿En Florencia? Ninguna de esas cosas concordaba con el Dante que había conocido. Salvo la idea de otro Dante en Florencia. (Alighieri y este) «Basta, Eva. No es momento de chistes internos relacionados con su nombre». Lo que sí tenía sentido era que la clínica fuera para enfermos de Alzheimer. De todos modos era muy raro que se hubiera lanzado a esa actividad. Opté por disimular mi sorpresa. Evidentemente con Carla había cierto resquemor y no quería avivar el fuego. Además, lo más importante en este momento era la salud de su madre.

–Carla, ¿tienes alguna manera de contactarlo?– pregunté. Tenía que conocer la situación de su madre. Tenía que volver para verla antes de...no quería ni pensar en ese momento.

–Pues...no se llevó su celular. Lo dejó en casa. Parece que se tomó en serio lo de desconectar.

–¿Y no sabes el nombre de la clínica?

–No. –Se encogió de hombros–. Sé que tiene que ver con algo de recuerdos, y es en Florencia, pero nada más. Lo siento. La que más información tiene es mamá y, bueno, no puede dárnosla.

Le dije que no se preocupara, y me puse manos a la obra. A los pocos minutos agradecí al cielo por la existencia de Google. Con solo unas palabras (Clínica + Florencia + Alzheimer + Recuerdos) obtuve un nombre: "Ricordare". Supe de inmediato que ese era el lugar.

Busqué el número de teléfono y marqué.

Buongiorno, scusi, sono la dottora Evangelina Rojas e voglio parlare con il dottore Dante Robaina, lui si trova lì? Grazie, aspetto.

Carla y sus hermanos se me quedaron viendo como si me hubiera crecido una segunda cabeza. ¿Qué? ¿Nunca habían escuchado a nadie hablar en italiano?

Mariano le susurró a Alejandro, pero alcancé a escuchar:

–¡Joder! El italiano se ha vuelto mi idioma favorito. ¿Uno se puede empalmar escuchando a su cuñada hablar italiano?

–Calla, bruto–, respondió Alejandro. Yo no sabía si reír por la estupidez que acababa de decir, o echarme a llorar porque me seguía llamando cuñada.

La persona habló del otro lado, yo agradecí y corté la comunicación. Les conté que me habían dicho que Dante se había ido de excursión con algunos pacientes. Volvería en unas ocho horas. Dije que lo llamaría de nuevo.

En ese momento vinieron a informarnos que Diana, la madre de Dante, había despertado y quería ver a sus hijos. Solo les permitían pasar de a uno, entonces comenzó Carla.

De pronto me sentí como fuera de lugar. ¿Qué estaba haciendo allí? No estaba como novia de Dante porque ya no lo éramos, tan solo Carla me había llamado en medio de su desesperación, pero me sentía algo desubicada. ¿Qué pensaba que pasaría tras manejar como una loca por dos horas y venir a ver a mi exsuegra? Pero así era yo, incapaz de soltar, incapaz de cortar ese cordón que tanto daño me hacía. Seguramente debía haber algo de masoquismo en mi conducta.

Cuando volvió Mariano a la sala, el último de los que habían visitado a Diana, me sorprendió diciéndome que ella quería verme. Le pregunté por qué le habían dicho que estaba ahí, pero me dijo que ella no lo sabía, que le había pedido que me llamara a casa y me pidiera que viniera a verla.

Me armé de valor y caminé hasta la habitación. Cuando entré se me quedó viendo con los ojos como platos.

–¿Pero yo no acabo de decirle a Mariano que te llame? ¿Cómo has llegado tan rápido? ¿O me quedé dormida?

Se la veía tan frágil y tan confundida que me apresuré a aclararle que ya estaba en el hospital desde hacía varias horas. Pareció quedarse más tranquila. A pesar de su estado débil, estaba lúcida.

–Gracias por venir–, dijo en un susurro, tomándome de la mano.

–¿Cómo podría no hacerlo?

–Bueno, se que tú y Dante...

–Eso no importa, Diana. Yo estoy aquí por usted, vine a verla a usted.

–¿Puedo decirte algo? ¿En confianza?

–Claro que sí.

–Sé que me voy a morir. Nadie me dice nada pero yo lo siento, estas cosas se perciben. Lo único que me duele es no poder despedirme de Dante, aunque nuestra despedida cuando se fue a Italia fue hermosa. Sé que le va a doler mucho no haber estado aquí. Hablamos el pasado domingo y estaba tan contento, tan fascinado con lo que está haciendo, Eva... Carla me dijo que no lograsteis localizarlo. Y entonces ahora viene la parte en que te voy a pedir algo...

–Dígame, Diana.

–Primero, quiero que me tutees.– sonrió con ternura. –Y segundo, quiero que seas tú quien le des la noticia de mi muerte.

Me quedé de piedra con su solicitud, e intenté irme por la tangente.

–Diana, por favor. No me siento cómoda hablando de tu muerte. Estoy segura de que te vas a recuperar y...

–No nos engañemos-, me interrumpió.–Me gustaría estar preparada para morir, y si me mienten no podré hacerlo.

No dije nada, pero bien dicen que el que calla, otorga. Diana me miró con ojos comprensivos y asintió. No quería decirle que no, pero la idea de volver a ver a Dante después de estos meses me movía todos los esquemas.

–Lo siento, Diana, pero no puedo hacer lo que me pides...

–¿Vas a negarle el último deseo a una moribunda? Eso no se hace...

No pude evitar sonreír. Ahora ya sé a quién salía Dante de manipulador.

–¿Puedo preguntar por qué quieres que le dé yo la noticia?

–Porque guardo la esperanza de que lo vuelvas a ver y te des cuenta de cuánto lo amas. Además, mi hijo te ama de verdad, y sé que podrá encajar mejor la noticia si se la das tú. Si lo hubieras visto cuando me contó lo que te hizo...no había nada que pudiera decirle que lo hiciera sentir peor de lo que estaba. Me dijo que nunca se sintió bien por hacer lo que estaba haciendo, pero que cuando te conoció fue peor, porque nunca esperó enamorarse de ti, y que cada paso adelante que daban sentía que se hundía más y más. Lo que hizo es horrible, horrible...–se detuvo a toser de manera estrepitosa y, cuando se calmó, prosiguió: –a simple vista te diría que no tiene perdón, pero está muy arrepentido. Creo que Dios, o la vida, se han encargado de demostrárselo de la peor manera, porque te tenía y te perdió. Eva: yo sé que tú también lo amas. Lo veo en tus ojos, y estos ojos viejos ven más de lo que tú crees. No quiero ser manipuladora en este momento de mi vida, pero me gustaría irme sabiendo que vais a intentar arreglar lo vuestro.

Yo era un mar de lágrimas, y casi no podía hablar, pero necesitaba preguntárselo.

–¿Y tú crees que podemos arreglarlo? Siento que no puedo volver a confiar en él.

–¿Tú lo amas? –Asentí entre lágrimas.–Él sí, entonces se puede. Te voy a contar algo que nunca he contado a nadie, ni siquiera a mis hijos. Unos meses antes de que a mi marido le diagnosticaran Alzheimer, descubrí que me había sido infiel. Tuvimos una gran pelea, y estaba dispuesta a separarme. No era capaz de perdonarlo, aunque me pedía disculpas de todas las maneras posibles. Tenía mucho rencor hacia él. Entonces lo diagnosticaron, y se abrió ante mí una gran disyuntiva. Y comencé a cuestionarme nuestro matrimonio y mis sentimientos hacia él. Puse en la balanza todos nuestros momentos felices, las veces que nos habíamos perdonado mutuamente, el amor que nos teníamos, y me di cuenta de que eso pesaba más que su mayor error. Cuando decidí eso, me liberé, elegí quedarme, y pude estar a su lado en todo lo que vino después. La cuestión que tienes que resolver, es ver si te duele más lo que hizo, o estar lejos de él para siempre. –Su voz era cada vez más bajita y más débil. –Lo que puedo decirte con certeza es que tú has hecho de mi hijo un hombre nuevo: es feliz, alegre, generoso...todo eso que yo sabía que estaba ahí pero nadie había despertado en él. Tú lo has hecho, y eso me hace la madre más feliz del mundo. Hija, te quiero mucho. Cuida a Dante, por favor. No dejes que se pierda de nuevo... –Cerró los ojos y se quedó callada unos instantes. Luego los abrió y me habló nuevamente. –Estoy muy cansada, ¿podrías llamar a mis hijos por favor? Pero antes dame un abrazo y dime, ¿vas a hacer lo que te pedí?

La abracé y asentí, ahogada en llanto, y deseé tener más tiempo para estar con ella, charlar, disfrutar de esta hermosa persona, pero había llegado la hora, y sus hijos debían estar con ella.

Falleció una media hora más tarde. Me abracé con sus hermanos y mi corazón hizo una plegaria silenciosa: pedí a Dios que recibiera su alma, que sin dudas se estaría reencontrando con su amado, y que me diera las fuerzas que necesitaba para la misión que me había encomendado. «Toscana, allí vamos.»

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