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Capítulo 13 - Una aterradora conclusión

Dante

Me acosté en el suelo, sobre la alfombra. Jamás en mi vida había estado tan incómodo, pero valía la pena por ver a Eva acostada en mi cama y con esa cara de satisfacción.

Pensé dormirme, pero estaba inquieto, y sabía que ella lo estaba también. Me puse de espaldas contra el suelo, con los brazos en jarra detrás de la cabeza, y comencé a hablar del tema que nunca había hablado con nadie.

–Eva: mi papá murió de Alzheimer.

Ella se incorporó inmediatamente en la cama y se acercó a donde estaba yo acostado.

–¿Cómo has dicho?

–Lo que escuchaste, que mi papá murió de Alzheimer. Fue hace quince años. Yo era un crío, pero lo recuerdo como si fuera hoy. Él se llevó toda la alegría de esta casa. Ninguno de nosotros volvió a ser el mismo sin él. –Eva me escuchaba atenta, con la mirada fija donde yo estaba. De no saber que era imposible, juraría que me estaba viendo.

Es curioso lo que ocurre con los recuerdos, y mucho más con aquellos que mantenemos en silencio durante tanto tiempo. Podemos silenciarlos durante años, pero una vez que abrimos una pequeña rendija, fluyen a borbotones, anegándolo todo.

–Papá empezó con síntomas cuando yo tenía doce años. Síntomas leves, a los que solo das importancia si sabes lo que está pasando. En ese momento no les prestamos atención: se olvidaba las llaves, tenía dificultad para mencionar algunas palabras, olvidaba nombres...a veces lo encontrábamos en la cocina, con la heladera abierta, parado allí durante minutos, y no sabía qué estaba haciendo. Era joven, pero la enfermedad avanzó muy rápido. Al cabo de dos años ya casi no tenía días lúcidos, y su confusión era total. Los últimos tiempos fueron los más difíciles, porque se había vuelto agresivo, y mamá no quiso internarlo, entonces se quedó aquí. ¿Sabes lo que es, con catorce años, vivir con tu padre y que ni siquiera te conozca? ¿O que piense que quieres hacerle daño y te empiece a arrojar cosas a la cabeza? Intenté ser fuerte por mamá, pero un día lo vi golpearla. La golpeaba tan fuerte gritándole incoherencias, y mi mamá no se defendía, sino que le gritaba que lo amaba sin parar. Ni siquiera la enfermera que habíamos contratado para dar una mano podía separarlos. Me volví loco y yo, yo solo quería que la soltara. Le empecé a gritar y le dije que ojalá se muriera ya, para que no le hiciera más daño. Unas semanas después su cuadro empeoró, ya casi ni podía comer, y finalmente murió. ¿Entiendes que lo último que mi padre oyó de mí es que le deseaba la muerte? Yo no quería...Eva, yo no quería que se muriera...

Cuando quise darme cuenta, vi que tenía la cara empapada. Pensé que algo me mojaba, pero eran lágrimas, que corrían por mis mejillas. En menos de un segundo vi que Eva se movió a donde estaba y me abrazó, susurrándome que todo estaría bien, que me quedara tranquilo, que ella sabía que yo no lo había dicho en serio. Se balanceaba adelante y atrás, y yo apoyé mi cabeza en su pecho, mientras las lágrimas seguían cayendo. Poco a poco me fui calmando, y me concentré en escuchar los latidos del corazón de Eva. De pronto descubrí que ese era mi nuevo lugar favorito, su corazón.

Cuando se dio cuenta de que estaba calmado, me habló nuevamente.

–¿Puedo preguntarte algo más?

–Claro. – dije. No quería moverme de esa posición.

–¿Tu campo de investigación tiene que ver con lo que le pasó a tu padre?

–Sí–, reconocí. –Cuando enterramos a mi padre juré en su tumba que me volvería un profesional y que estudiaría esta maldita enfermedad, y que daría con la cura a como diera lugar. No quisiera que ningún otro chiquillo tenga que ver desaparecer a su padre, ni que una mujer tenga que ver desaparecer al amor de su vida como nos pasó a nosotros. Es una puta enfermedad, ¿sabes?

–Lo sé–, dijo, y continuó acariciándome la cabeza. –Encontraremos la cura. Lo haremos, ¿lo sabes?. Lo haremos por él. Por tu padre.

Levanté la mirada y me encontré con su boca. Ni siquiera lo dudé y posé mis labios sobre los suyos. Fue un beso breve, casto, que duró unos pocos segundos, pero en el que volqué todo mi agradecimiento al consuelo que me estaba dando en ese momento. Ella tampoco hizo ademán de continuar. No era el momento, sin embargo jamás había compartido un momento de intimidad como ese. Jamás.

Eva se levantó para volver a la cama, pero me sorprendió tomándome de la mano y arrastrándome con ella. La seguiría hasta el mismísimo infierno si ella quisiera. Se acostó en la cama y me hizo un espacio en el que me acomodé. Pasé mi mano sobre su cabeza y acaricié su cabello. Ella sonrió y cerró los ojos. A los pocos minutos su respiración me indicó que se había quedado dormida.

La observé dormir, con la luz de la luna iluminando su rostro tranquilo. Emanaba paz, y yo absorbí esa paz, para llegar luego a una aterradora conclusión: estaba total y perdidamente enamorado de Eva. No sabía cuándo ni cómo había pasado, pero la amaba. Amaba sus luces y sus sombras. Amaba su belleza, su generosidad y su inteligencia. Amaba su terquedad y su pasión. Su orgullo y su bondad. Toda ella era perfecta...y yo solo era un cúmulo de errores, que nunca sería digno de su amor.

Al día siguiente me desperté con el sol en los ojos. Hice ademán de cubrirme, pero percibí otro cuerpo conmigo. Era Eva. Había olvidado que estaba con ella en la cama. De pronto, la ubicación de mi mano me hizo recordar enseguida. Ella estaba de espaldas a mí y yo la abrazaba. Su menudo cuerpo encajaba perfectamente en el mío y mi brazo pasaba sobre su cintura y descansaba sobre uno de sus pechos. Juro que no fue a propósito, pero cuando me di cuenta, hubiera preferido que me cortaran el brazo antes que sacarlo de allí. De repente mi brazo dejó de ser el problema, y mi entrepierna tomó la delantera. Estaba tan empalmado que dolía, y no podía seguir así para cuando Eva despertara. Puede que no viera, pero si se movía medio centímetro, sí que me iba a sentir, ya que su perfecto trasero estaba pegado a mi pelvis.

Rápidamente bajé de la cama y me puse a hacer ejercicio con ferocidad. Los músculos me ardían y dolían como nunca, pero necesitaba pensar en otra cosa. Sabía que eso ayudaría a que mi cuerpo se olvidara de aquello y prestara más atención al resto de mis músculos.

Cuando terminé, y ya un poco más calmado, junté ropa y una toalla y me fui al baño a ducharme. También iría a prepararle el desayuno a Eva. Para que no se asuste le envié un mensaje diciéndole estas cosas. Sabía que lo primero que hacía al despertar era revisar su celular.

Para cuando regresé, media hora después, seguía durmiendo. Entonces bajé velozmente, abrí la puerta principal y corté dos jazmines del árbol que mi madre tenía en el frente de casa. Recordaba que me había dicho cuánto le gustaban. Le di un pequeño beso en la nariz y la desperté, acercando una bandeja con el desayuno y los jazmines. Dios, qué hermosa era, incluso recién despierta y toda despeinada.

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