Capítulo 5: No nos parecemos en nada
Capítulo 5:
Un Tesla negro con los cristales oscuros aparca pegado a la acera. Ha llegado demasiado pronto para que sea Álex. Cuando baja la ventanilla descubro, para mi sorpresa, que sí es él. Está desaliñado, lleva puesta la camiseta vieja que usa como pijama. Ha salido con prisa.
Se estira para abrirme la puerta del copiloto.
—Odio hacer de chófer —dice.
—¿Sabe que has venido a buscarme? —pregunto sin entrar.
—Claro.
—¿Pero ella no quería venir?
—Solo conduce por el pueblo —me dice, frotándose los ojos con una sonrisa somnolienta—. Hacerla venir hasta aquí, de noche...
No me gusta la idea de estar a solas con él, pero nadie me ha seguido fuera de la fiesta, es el único que puede llevarme.
—¿Subes o no? —me apremia.
Estoy inclinada junto a la puerta, debo parecer una desagradecida aquí de pie con los brazos cruzados. Me obligo a sonreír y subo al coche. Huele bien, a perfume.
—¿Tan mala compañía soy? —me pregunta.
Parpadeo con una expresión boba en la cara. Estoy un poco aturdida, sigo borracha y no sé si está de broma. Nos miramos por un instante demasiado largo. Puede que esté molesto por cómo me porté la semana pasada, no lo sé. Intento ver algo a través de sus ojos azules, penetrantes e impenetrables. Álex sonríe, así que yo también lo hago, nerviosa.
—Es coña.
—Oh.
Me obligo a reír mientras masajeo mis rodillas.
—¿Te ayudo con el cinturón? —se ofrece.
Con un gesto me hace notar que todavía no me lo he puesto. Le digo que no, que gracias. Palpo con los dedos junto a mi asiento, sin lograr abrocharlo. Estoy más torpe que de costumbre.
—¿Puedo? —insiste, amable.
Comienzo a sentirme inútil y no quiero hacer más el ridículo, así que dejo que me lo ponga quedándome como una estatua cuando se inclina hacia mí.
—Listo.
—Gracias —musito, encogida.
Contiene una sonrisa paternal y nos ponemos en marcha. No hablamos. Cambiaría las dos horas anteriores por las dos siguientes sin dudarlo. El viaje de vuelta es como un sueño, durante un rato solo se ve la carretera que va apareciendo frente a los focos. Nos dirigimos hacia ningún sitio, el horizonte se recorta con su negro insondable contra el azul marino del cielo nocturno. Parece un cuadro de ArjipKuindzhi. Me gusta estar aquí, lejos de la fiesta, del ruido, de Iván, de la música y de los testigos de mi humillación. Inspiro el perfume en el aire y se me escapa una sonrisa mientras cierro los ojos, dejándome envolver por esta sensación tan agradablemente familiar. Sé que no me dormiré, pero quiero hacerlo. Me siento cansada de todo.
Después de un rato, rompo el silencio:
—Me gusta esta canción —murmuro—. ¿Cuál es?
Álex responde, pero no le oigo, parece que me habla de muy lejos. Es una voz áspera que me da sueño. Frente a nosotros, los faros del coche iluminan el asfalto y las bandas reflectantes del quitamiedos. Más allá, todo es oscuridad.
Tengo la cabeza apoyada en la ventanilla, mi respiración la empaña.
—¿Estás bien? —La voz de Álex me llega como a través del agua, rompiendo el hechizo.
Agradezco que quiera saber eso en vez del motivo de mi llamada. Podría decirle la verdad, que me han roto, que me siento traicionada, humillada y dolida, que mi último día de curso ha sido horrible, que no sé cómo volveré a la universidad, que todos hablarán a mis espaldas.
—Sí —digo—, estoy bien.
—¿Segura?
Todo parece irreal visto a través de la ventanilla empañada. Si se lo cuento, a lo mejor mañana nuestra conversación desaparece igual que esta mancha de vaho.
Con el dedo escribo un "NO" tan pequeño que no tiene forma. Una gota cae de lo que debería ser la N, la letra llora porque yo no lo hago.
—¿Laia?
—Mi novio me ponía los cuernos.
Prefiero resumirlo de una forma en que ambos lo entendamos. Iván no es —ni nunca fue— mi novio y no tendría por qué dolerme que se acueste con otras, pero el caso es que me duele. Es culpa mía por hacerme ilusiones, por creer que significaba algo que cocináramos juntos o nos dedicáramos canciones. Joder, qué estúpida fui al enamorarme de él. Idiota, idiota, me grito mentalmente. Voy a desmoronarme, me tiembla el labio. Cierro la boca con fuerza. Se me arruga la barbilla y pienso en lo fea que debo verme. Aprieto los puños en mi regazo.
Mierda. Voy a llorar.
—Entonces no te merecía —responde.
Su voz, hasta hace nada suave y tranquila, de pronto suena dolorosamente distante, como si quisiera recordarme que él es el novio de mi madre y que yo soy la hija de su novia y que solo me ha preguntado porque se supone que tiene que hacerlo.
—¿Tú decides quién me merece? —le pregunto, ofendida.
—Quiero decir que eres guapísima y pareces buena chica —dice, tratando de explicarse torpemente—. Mira, conozco a tu madre, con que seas...
Lo último que quiero es que hable de ella; mucho menos que la ponga de ejemplo.
—No me conoces —lo interrumpo—. Ni a ella tampoco.
—Vamos, eres su versión en miniatura...
—No nos parecemos en nada.
He sonado lo suficientemente desagradable como para quitarle las ganas de seguir insistiendo. Álex suelta el aire en aparente calma, pero no es más que eso, simples apariencias. Su silueta se recorta amenazante contra la noche. La mandíbula tensa, la nariz recta, la nuez marcada moviéndose en su cuello. Traga saliva. Con sus enormes manos estrangula el volante.
—Lo siento —dice al fin, conteniéndose.
No me siento cómoda junto a él, no quiero estar en el mismo coche que un hombre que me triplica en tamaño.
—Para el coche —murmuro.
—¿Cómo?
—Que pares el coche.
—¿Qué vas a hacer, caminar hasta casa? —se burla, sorprendido.
—Pues a lo mejor sí.
—¿Esto a qué viene?
—Quiero bajarme. Por favor.
—Laia, estamos muy lejos —dice, como para hacerme entrar en razón.
—Pediré un taxi, entonces.
—Aquí no hay cobertura.
—Pues haré autostop —replico, elevando el tono.
—Vamos, no seas ridícula.
—¡Quiero bajarme!
Cada vez está más irritado. Niega para sí mismo.
—Laia, no voy a dejarte en mitad de la nada como a un perro.
Inspiro y expiro al límite de mi aguante.
—Resopla todo lo que quieras, tú no te bajas —me reta.
—¡Que pares el coche, joder! —Doy una patada a la guantera, dejando una huella de mi zapato en su bonito Tesla—. Te estoy diciendo que pares.
—Laia, sé sensata —me pide, en un tono duro que no admite protestas—. Es peligroso que una chica sola haga autostop, y más si es tan guapa y está tan arreglada como tú. No sabes qué clase de persona podría recogerte. Entiende que no puedo hacer lo que me pides.
—¿Qué te importa? —gruño, cruzando los brazos porque siento que me mira de más—. No soy tu responsabilidad, no es tu problema con quién vuelva o cómo lo haga.
Parece que le ha dolido. Casi puedo ver las imágenes que forma en su mente, apuesto a que me ve de rodillas pagándole el favor a un desconocido, y eso le enfada, le enfada mucho. Un coche nos aparece de frente a la vuelta de una curva y nos toca la bocina mientras pasa como una exhalación por el carril contrario. El perfil duro de Álex es una estatua de mármol, no se inmuta.
—¿Que qué me importa? —repite para sí mismo.
Los dedos se le crispan en el volante, sus nudillos están blancos.
—Tú eres mi responsabilidad ahora —me dice, con la mirada fija en la noche frente a nosotros, como dispuesto a despeñarse en la siguiente curva—. Tu madre me ha mandado a buscarte y vas a llegar a casa en MI coche.
—Vale, pero ve más lento —le suplico sin saber dónde agarrarme.
Su Tesla es un relámpago en la oscuridad. Las bandas reflectantes del quitamiedos destellan por micras de segundo, son estelas borrosas.
De la nada salen unos faros delanteros que van directos hacia nosotros.
—¡Cuidado! —chillo, y mi mano se dispara sobre el volante.
Giramos violentamente con un chirrido y la fatídica sensación de que nos salimos de la calzada. El claxon del coche que nos esquiva es como el grito de un animal atropellado. Tengo los párpados apretados mientras mi cuerpo se sacude a los lados golpeando mi rodilla una y otra vez contra la puerta del copiloto. El mundo cruje y tiembla bajo mis pies, la vibración del suelo me provoca un hormigueo horrible y por un segundo pienso que me he quedado paralítica.
Pero no ha ocurrido nada.
Hemos parado en el arcén. Revisión de daños: vivos, todo en su sitio, no hay sangre. De acuerdo, no ha sido para tanto, me digo, mientras se me escapa la risa por la adrenalina. Álex suspira aliviado y se echa sobre el volante como si fuera una almohada, al borde de un paro cardiaco.
—¿Te has vuelto loca? ¿Qué pretendías? —murmura.
—¡Has sido tú quien se ha puesto a conducir como un loco!
—Casi consigues matarnos —dice, con la frente apoyada en el dorso de su mano.
—Bah, nunca consigo lo que me propongo —contesto.
—Pues mátate tú, si quieres, pero no me arrastres contigo.
Cierro la boca, me escuecen los ojos como si tuviera fuego en ellos.
—Laia —trata de disculparse.
Pone su mano en mi asiento, sin llegar a tocarme. Imbécil. Es un imbécil, un imbécil y un cobarde. Odio cómo me mira, incapaz de retractarse. Quiero que se disculpe como es debido, que deje de verme como una puta responsabilidad con la que mantener las distancias.
—¡Laia! —me grita mientras salgo del coche.
Hace frío para ser verano, esta noche no se apiada de nadie. El viento me azota con mi propio cabello en la cara, la gravilla se me clava a través de los zapatos. Camino a buen ritmo, abrazándome los hombros con el bolsito golpeándome la cadera y los hierbajos secos arañando mis tobillos.
—Laia, vuelve al coche, por favor —me pide Álex.
Me sigue sin llegar a acortar los pocos metros que nos separan. Pasa un coche, y alzo un brazo para que me recoja, pero no lo hace. Cruza por nuestro lado con sus focos haciendo de faro, iluminándonos en 180 grados. Álex llega hasta mí, su figura es la de un gigante.
—¿A qué juegas? —me espeta, bajándome el brazo.
Oigo el motor de otro coche, así que vuelvo a subirlo.
—Deja de hacer el tonto —me advierte sujetándome por la muñeca.
Intenta agarrarme y forcejeamos hasta que de un tirón violento me quito su manaza de encima. Hago como que no existe, me sitúo peligrosamente cerca de la calzada con el pulgar en alto, ciega de rabia. Álex me agarra del codo y me mete de nuevo en el arcén. Justo a tiempo. Un coche pasa a toda velocidad por mi lado, las ruedas dejan una huella negra donde estaban mis pies hace una milésima de segundo. De no ser por Álex, me habría atropellado.
Tengo las mejillas húmedas, pero no siento que esté llorando.
—¿Qué haces? —me grita, tomándome de los hombros.
Busca mi mirada, no entiende que lo último que quiero es mirarlo.
—¿Todo bien? —nos pregunta el hombre desde su monovolumen.
Ha aparcado unos metros más adelante en el arcén, levantando polvo. Ha sacado la cabeza por la ventanilla. Puede que se piense que me tiene secuestrada, o que soy una prostituta en apuros. Álex intenta tranquilizarme, me masajea los brazos a la altura de las axilas. Se ha agachado un poco para ponerse cara a cara conmigo, lo tengo tan cerca que noto su corazón desbocado, la adrenalina en sus venas y su respiración agitada. No sé si quiere abofetearme o besarme. Su aliento me acaricia los labios, me llega cálido en esta noche inusualmente fría.
—Todo bien, gracias —le dice al conductor, que parece que va a bajarse del coche. Álex no separa sus ojos de los míos, asiente con la esperanza de que lo imite—. Ha sido un susto, solo eso, nada grave. Tuvimos un pequeño accidente y a mi hija le ha dado un ataque de ansiedad.
Su hija. Más bien parece mi chulo. La intensa luz roja de los frenos talla sus facciones, su rostro severo está cincelado por sombras. En la oscuridad, sus ojos son del mismo azul purpúreo que el cielo nocturno. Las enormes manos de Álex me tienen firmemente sujeta, y sé, sin necesidad de que me lo pida, que quiere que confirme su mentira, así que eso hago.
—Perdón —musito, con una vocecita que no siento como mía.
En este momento soy la clase de persona que más odio, la rehén que colabora, la testigo que calla. Los dedos de Álex se me clavan en la carne blanda de los brazos. Me hace daño, pero no quiero que me suelte, acaba de salvarme la vida. Perdón, repito cada vez más bajo, sin entender cómo puedo fingir normalidad cuando nada de esto lo es, ni cómo me mira, ni cómo me toca, ni lo cerca que está. Es tarde para pedir ayuda, el coche se ha ido.
Álex me mira sin decir nada. Necesito que diga algo.
Di algo, quiero gritarle. Quiero chillar, llorar y maldecir. Quiero pegarle y que me pegue, que el mundo se vaya por el retrete y yo irme con él. Tengo el corazón en la boca y estoy enfadada y triste y excitada y nada parece real, así que lo beso, o dejo que me bese, no lo sé, ni tampoco el cómo ni el por qué. Solo sé que nos besamos en un puente de insignificancias que se pulverizan, porque yo no soy nadie y sus labios podrían ser los de cualquiera. Beso, muerdo y jadeo, decidida a que su boca hostil se convierta en un hogar en el que sobreescribir recuerdos.
Pese al miedo que le tengo, sé que con él estaré a salvo, lo sé, lo sé en cuanto cubre con sus enormes manos mis pequeños hombros, lo sé mientras busco su boca con la mía, lo sé cuando respira mi nombre en ella.
—Laia. Laia, ya basta —me ordena—. Basta, te digo.
Entonces noto que sus manos no me reclaman, me apartan.
—¿Qué haces? —me pregunta con la respiración agitada.
Otra vez no. He vuelto a hacerlo. Rompo a llorar, un gimoteo infantil, patético.
—Tranquila, no pasa nada —me susurra, estrechándome contra sí.
Mi cabeza es una maraña de pelo que él acuna cariñosamente contra su pecho, que se hincha al tomar aire. Cuando lo libera, lo hace en lo alto de mi coronilla, con la nariz tan cerca de mi cabello que por un instante pienso que me dará un beso. Hundo la cara en su camiseta, moqueando. El cuerpo de Álex es tan grande que no me cabe entre los brazos.
—De esto ni una palabra a tu madre, ¿vale?
De esto. De la discusión, del accidente, del beso.
—¿Vale? —insiste, alzándome la barbilla con dos dedos.
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