Capítulo 31: Juguete roto
Capítulo 31
Caminamos bajo las farolas, en silencio. La piscina municipal no está demasiado lejos de casa. Hay algo en el fresco aire nocturno que me devuelve a esa época en la que acompañaba a mis padres a la plaza mayor para las fiestas del pueblo. Álex camina entre nosotras dos, dándole la mano a mi madre. Yo también quiero, y no por celos. Solo quiero hacerlo.
—¡Susana! ¡Susana! —nos grita Raquel agitando una mano.
Está con un grupo más grande. Todos tienen más o menos su misma edad, y dudo que ninguno tenga hijos; son simpáticos, joviales, casi inmaduros. Cuando conozco gente así, me pregunto si mi madre perdió todo eso después de que yo naciera o si nací porque ya lo había perdido.
—¡Laia, mírate! —exclama Tamara, la futura cumpleañera, demasiado maquillada y perfumada para mi gusto—. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos?
No mucho, en realidad. Solía cruzármela por la calle antes de entrar en la universidad, pero las dos mirábamos a otro lado.
—¡Buah! ¿Tres o cuatro años? —miento.
—Me recuerdas muchísimo a tu madre cuando tenía tu edad.
Cuando mi madre tenía mi edad ya era mi madre. A veces la mente es caprichosa, hay cosas que no terminan de entrarme en la cabeza.
—Vamos, tenemos reservada una mesa —nos anima Raquel.
Seguimos al grupo hacia el interior del enorme recinto de las piscinas, una zona municipal que contiene un restaurante privado y un camping de bungalows que durante el torneo de kayaks se llena de autocaravanas. La mesa nos espera al final del camino enlosado, cerca de unas parrillas de ladrillo.
El aire huele muy bien, barbacoa, a salsa chimichurri, a grasa chisporroteando. A mí me traen una butifarra acompañada por dos rebanadas de pan de payés tostado, una con tomate, aceite y sal y la otra con alioli. La butifarra está recién sacada del fuego, todavía crepita.
Álex levanta una mano para coger el plato con costillas que le tienden, y sus ojos viajan desde el camarero hasta mi madre, deteniéndose, durante una centésima de segundo, en los míos. Como ya sonríe, nadie puede haber captado ese pequeño cambio de matiz en la comisura de sus labios, algo insignificante pero lleno de significado. Me ha transmitido lo mismo que cuando tenía su cara entre mis muslos, es una mirada de complicidad juguetona.
Le sonrío de vuelta y debe parecer que le sonrío al grupo, a la música y al buen ambiente. Corto un pedazo de butifarra y la pongo en el pan como si fuera un bocadillo. Levanto mi copa para que me sirvan sangría y me tapo la boca porque todavía mastico cuando doy un gracias ininteligible.
—¿Pero ella tiene edad para beber alcohol? —bromea alguien.
El comentario me incomoda, más que nada porque casi todos se ríen, incluida mi madre, seguro que porque quiere integrarse. Ella sabe cosas que otros no, como que empecé a beber siendo una preadolescente. Una buena madre se preocuparía si su hija de trece años se queda a dormir fuera por pasarse con el tequila. Una buena madre no se reiría a costa de su hija.
Doy otro sorbo de sangría y me concentro en la conversación.
—¿Y cómo os conocisteis? —le está preguntando Beatriz a Álex.
—En un curso de cocina.
—¿Y en qué clase de cursos se encuentran hombres así? —bromea, guiñando un ojo y dándole un codazo a mi madre.
—Uno de esos que promocionan en Facebook —contesta, toda roja—. Gané un sorteo y... bueno, ya sabéis, el resto es historia.
Álex no parece la clase de hombre que se apunta a cursos de repostería o participa en sorteos de Facebook. Lo más seguro es que mi madre lo conociera por Internet, en una app de citas o a través de un chat.
La charla se desvía hacia los cupcakes, los muffins y los cruasanes. Hablan sobre qué llevará cada uno cuando celebren la fiesta de Tamara, y después de cómo les va la vida, de quién está con quién y de a qué se dedica no sé quién más, que no ha podido asistir por no sé qué motivo. Escucho en silencio terminándome la segunda copa de sangría. Están hablando de música que no me gusta, de películas que no he visto y de personas que no conozco. He rellenado mi copa por tercera vez y ya estoy vaciándola de nuevo. Me aburro muchísimo. Saco el móvil y busco con quién chatear.
Dani aparece en línea. El alcohol teclea por mí.
Laia: Holiii!
Dani: Wolap! Qué tal?
Laia: Biennn
Laia: Aburrida xd
Laia: Qué haces?
Dani: Nah
Dani: Y tú?
Cierro los ojos y me masajeo los párpados con una sonrisa, avergonzada de la conversación que estamos teniendo. Empieza igual que las que tenía con Guillem cuando reclamaba su atención y él estaba ocupado.
Laia: Estoy en una fiesta
Laia: Con mi madre xd en fin
Dani: Con tu madre? Wtf
Laia: Sí, bueno, "fiesta" jajajajjja
Laia: Han montado un evento en las piscinas municiplaes y bueh me han dicho de venir y les he dicho que sí
Laia: Municipales*
Laia: Pero me aburro que flipas
Dani: Un evento de qué? jajajaja
Laia: Puesss las del equipo de voleyball han ganado algo, creo
Separo los ojos de la pantalla, quiero preguntar qué se supone que se está celebrando, pero nadie me mira. Vuelvo al chat.
Laia: Ni idea de qué jaajaaj
Dani: Bueno, no será tan malo como las fiestas de la uni
Laia: Por lo mneos aquí no hay tanto subnormal jajaja
Laia: Y el alcohol es mejor xd no cola mercadona y vino don simon jajajajajaj dios jajajaja putas bañeras tio
Dani: Suena como si tuvieras flashbacks de estrés post-traumático
Laia: Casi jsdfasdfasd
Hace semanas que no pensaba en ello. Me acuerdo de poca cosa, las imágenes se entremezclan. Lo que mejor recuerdo es el beso que lo empezó todo.
Vuelvo a llenar mi copa con sangría.
Laia: Bueno, y q me cuentas?
Dani: No mucho, estudiando
Laia: Estudiamdo???
Dani: Para la recuperación
Dani: Qué tal las notas?
No me paré a pensar en que mis únicos dos amigos seguirían en la misma carrera mientras yo voy dando bandazos por la vida. Estaba tan segura de estudiar Bellas Artes que ni siquiera me molesté en revisar las notas. Pero Álex no me ha dado el dinero que necesitaré para matricularme y nada me asegura que al final lo haga, así que puede que por estúpida me quede sin beca, sin Bellas Artes y sin amigos. Bebo de mi copa hasta vaciarla. Las patas de la silla crecen, me cuesta encontrar el suelo con los pies. Dejo la copa vacía sobre la mesa de plástico. Siento la angustia tejiéndose entre los pulmones. Al echar el aire, noto el corazón vibrando como una mosca en la telaraña del pecho.
Laia: Pudes enviarme los pdf con las nots? Pls
Dani: Qué pasa?
Laia: M estoy poniendo nerviosa xd
Casi no puedo escribir de lo que me tiemblan las manos. Asustada de que puedan darse cuenta, las aprisiono entre mis muslos y miro disimuladamente a mi alrededor en busca de algún sitio más tranquilo.
Nada más levantarme, vuelvo a abrir el chat.
Dani: De qué asignatura?
Dani: Al final no las revisaste?
Dani: Bueno
Dani: Te los envío todos
Descargo uno a uno los diez archivos y los abro. He suspendido tres asignaturas. Me aseguro de que, efectivamente, ese DNI es el mío. Los números se me cruzan, me bailan las líneas. La luz del móvil me duele en los ojos.
Laia: Gracias
Dani: Qué tal? Aprobaste?
Laia: No
Laia: Pero da igual xd
Laia: No me gusta la carrera
Laia: La voy a dejr
Dani: En serio??
Dani: Me estás vacilando?
Laia: Muy n serio
Laia: Haré Bellas Artes
Dani: Te llamo
Rechazo la llamada entrante, no me apetece hablar de lo mucho que la estoy cagando con mi decisión. Guardo el móvil en la mochilita y camino por el césped de la piscina hacia la música. Mi cuerpo se siente hueco, es como una caja de resonancia. Necesito emborracharme más, estoy segura de que puedo vaciarme la tristeza si me lleno de otra cosa, así que acabo haciendo cola en las mesas donde sirven bebidas fuertes, cerca de la valla de la piscina.
Sobre la superficie del agua bailotea una luna ámbar, el reflejo de una farola de la calle. Es una imagen que vale la pena plasmar, le pintaré un cuadro a Álex sobre cómo a veces me siento un espejismo de mí misma.
—Un vodka con lima —pido con la voz pastosa.
La boca me pide alcohol; y el alma, consuelo.
Abro mi monedero en forma de cabeza de gato y le doy cinco euros al de la mesa a cambio del cubata, que me raspa en la garganta y se asienta en mi pecho como gasolina en llamas.
—Gracias —le digo, aunque está atendiendo al siguiente.
Doy un buen trago mientras me alejo. Vago sin rumbo hasta sentarme debajo de un pino, desde donde puedo ver que a un grupo de chicas se sitúan una junto a otra sobre una plataforma como al final de una obra de teatro.
La música se detiene dando paso a la voz monocorde de mujer que las presenta por megafonía. Es el equipo juvenil de fútbol sala femenino. Han ganado una competición o algo así. Preferiría que fueran las de vóleibol para ver qué aspecto tiene el equipo al que estuve a punto de unirme. Si no lo hice es porque corría el rumor de que pillaron a varias enrollándose en los vestuarios después de un entrenamiento. Nunca me lo creí, pero sabía que otros sí, y bastante decían de mí como para sumar la orgía lésbica a la lista.
Paso los dedos por el césped seco, duro y áspero, púas en una tierra que no me acepta. Arranco un buen puñado, harta.
—Hola, Laia. —Conozco esa voz, mi nombre en su boca, esa forma de pronunciarlo, lo importante que sueno en sus labios—. ¿Qué tal estás?
Guillem está de pie junto a mí y me mira desde arriba con una felicidad impropia para alguien a quien dejé plantado. Se le ve distinto a aquella vez en la plaza, está guapo con su camisa y el cabello recogido en un moño. Parece contento de verme, como si de hecho esta fuera la cita que le prometí.
Gracias por no recriminarme que te dejara plantado, pienso.
—¿Puedo?
Con un gesto me pide permiso para sentarse a mi lado. Aparto el cubata y vuelvo a beber, ahora más agua que vodka. Guillem huele bien y está muy cerca, demasiado. Clavo la vista en las chicas del equipo de fútbol sala. Inspiro el olor a césped, a cloro, a desodorante y alcohol. Vuelvo a tener catorce o quince años, como cuando nos colábamos en la piscina saltando la valla.
—Podemos acercarnos, si quieres —me dice.
Al principio pienso que se refiere a nosotros, después entiendo que habla de acercarnos a las chicas, mezclarnos con el público.
—Estoy bien aquí.
—Tampoco te pierdes nada, de cerca son muy feas.
Guillem siempre hacía eso, se burlaba de otras para que me riera. Y me hacía sentir más lista, más divertida, más guapa.
—¿Cómo va lo del nuevo Raúl? —pregunta.
Es como un déjà vu, siento que en cualquier momento me mirará a los ojos y me dirá que me quiere, que soy la chica más interesante del mundo y la más guapa y la más graciosa y que no sabe qué sería de él si nunca me hubiera conocido. Guillem tiene su mano donde antes estaba el cubata, cerca de mi muslo. Sus manos son pálidas y esbeltas como las de un pianista, con unos dedos larguísimos que siempre encajaron perfectamente con los míos.
—Bien —me limito a responder.
—No habrá hecho ninguna tontería, ¿no?
Al mirarlo, de verdad me siento estancada en mis quince. Con sus pupilas ha capturado mi reflejo, nítido, inmortal. Guillem atesora mi recuerdo.
—Tranquilo, todo está bien —murmuro.
—¿Sabes? Se está bien aquí, lejos de todo ese ruido.
A Guillem le gustaba el silencio, las noches con estrellas y divagar sobre el futuro que nunca tendríamos. Raramente hablaba con quienes él llamaba "aburridos", las personas normales con problemas normales. Guillem, como yo, se salía de la norma. Tenía problemas en casa y casi siempre estaba solo.
Al principio me parecía misterioso, interesante. Después encontré todas sus imperfecciones, mil grietas en su máscara de fingida indiferencia. Era un chico triste con problemas de autoestima. Pensaba a menudo en la muerte y se sentía solo hasta cuando estaba rodeado de amigos. Por eso me eligió.
—Anda, y yo preguntándome dónde te habías metido —le recrimina a Guillem la chica que acaba de aparecer detrás de nosotros.
Le calculo catorce o quince años aunque es de esas que aparentan muchos más. Está muy maquillada y tiene las facciones duras, más adultas que las mías. Lleva unos aretes enormes en las orejas, un top palabra de honor —que más bien es un sostén deportivo— y unos shorts apretados que le hacen la clase de muslos de los que se avergonzaría una adolescente.
Aun así, noto que me mira con superioridad.
—¿Has venido con ella? —lo acuso.
—¿Qué pasa?
Niego con la cabeza. Increíble. Lo insulto entre dientes mientras trato de levantarme con la música zumbándome en los huesos. El alcohol me sube hasta el tambor entre mis costillas, siento que vomitaré los pulmones.
—Cuidado. ¿Estás bien?
Guillem levanta una mano, ofreciéndome un punto de apoyo. Pero me aparto dando un traspié y me tiene que agarrar para salvarme del suelo.
—No me toques. —Lo señalo con la mano del cubata.
Camino de espaldas para asegurarme de que no me sigue. La chica me mira desde detrás de Guillem con la sonrisa engreída de quien cree que ha salido ganadora. Pobre, no tiene ni idea de lo mucho que se está jugando.
—Y tú ten cuidado —le digo, sin pretender que suene a amenaza.
Por respuesta, una risa. Eso me duele más que cualquier insulto, odio que me mire como si no fuera más que un despojo del que su novio se deshizo. Me doy la vuelta. Muy bien, que haga lo que quiera, entonces. Espero que llore, que dentro de unos años se acuerde de este momento y se arrepienta.
—Tú no te rías, gilipollas —escucho que le dice Guillem detrás de mí.
Corre para darme alcance y me atrapa tan fuerte del brazo que no logro que me suelte. Guillem me mira a los ojos como si no fuera a dejarme ir nunca más. Está serio, y no habla hasta que me he calmado un poco.
—Es gilipollas, no le hagas caso.
—¿Te piensas que estoy enfadada por eso?
—Lo siento —murmura, soltándome por fin.
Cada uno de los recuerdos que compartimos están en fila india detrás de mis retinas, al apretar los párpados aparecen grabados en la cinta de nuestra historia como las muecas y los besos de un fotomatón.
—¿Y ya está? —espeto—. ¿Lo sientes?
Mis dedos se enganchan a la tira de la mochila del mismo modo que harían con la cuerda de educación física, mi dignidad pende de un hilo.
—Después de lo que has hecho, ¿lo sientes?
—Lo siento por todo, ¿vale? —me responde, alzando el tono, al tiempo que da un paso hacia mí y yo otro hacia atrás—. Joder, Laia, lo siento. Siento haber sido un capullo, siento haberte fallado. ¿Qué más quieres que diga?
—¿Acaso importa lo que yo quiera?
—Ya, supongo que no. Pero lo siento.
Suena a reproche, a decepción. Me echa la mitad de la culpa. Hijo de puta, no puede culparme después de manipularme con que no lo quería, después de chantajearme con romper y hasta con suicidarse. Trago saliva y bilis y sentimientos. Sus disculpas no valen nada, no las quiero. Prefiero que me tumbe sobre el césped con un beso. El vodka ha disuelto las arterias que mantenían mi corazón en su sitio; chapotea moribundo sobre mis vísceras.
—Jamás te ha importado lo que yo quisiera —gimo.
Veo borroso por las lágrimas que me niego a soltar. Guillem no las merece, lo aprendí después de llorarle durante tantos años.
—Qué mierda, ¿eh? Qué mierda que todo fuera así, demasiado pronto y demasiado rápido —masculla, con la mirada llena de pena—. Qué mierda.
Esconde las manos en los bolsillos y se encoge de hombros con una sonrisa frustrada, resignada y caprichosa, todo al mismo tiempo. Reconozco en ella a un niño que ha roto su juguete cuando todavía no lo ha aburrido.
—Queríamos correr y ni siquiera sabíamos caminar —continua.
—Vete a la mierda.
—Ojalá te hubiera conocido en otro momento, en otras circunstancias.
—En otras circunstancias nunca me hubiera fijado en ti.
Siento las palabras escapando de algún sitio en mi pecho, reventando la burbuja de autoengaño que me tragué cuando necesitaba hacerlo. Ya no está mi padre en casa y no tengo por qué conformarme con Guillem. Con una frase, he puesto en orden todo lo que funcionó mal. He hecho arder la cinta del fotomatón y me detengo a recordar el motivo por el que la he quemado: esa última foto de mi bragas enrolladas en el suelo de mural de una mansión.
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