Capítulo 30: Como una diosa
Capítulo 30
Pasamos una semana sin contratiempos. El ambiente entre mi madre y Álex se ha relajado, aunque no se dan demostraciones de afecto. Más que novios parecen compañeros de piso o un matrimonio con más de cinco años de casados a las espaldas. Hasta donde sé, no han vuelto a hablar sobre mis estudios ni sobre ninguna otra cosa que tenga que ver conmigo, en realidad.
Si a mi madre le afecta que su novio no quiera salir en sus vídeos, no lo muestra en absoluto. Hay que admitir que es toda una profesional. La pelea con Álex no ha afectado a su desempeño como actriz-repostera. Cada mañana graba sola, muy a menudo con él en su rango de visión, y ni una sola vez le dirige la mirada. Es más, juraría que no le dedica el más mínimo pensamiento.
Puestos a admitir cosas, yo miro a Álex más que ella. En estos últimos días me ha estado evitando, o más bien ha dejado de buscarme. Porque evitar, lo que se dice evitar, no me evita. Parece cómodo en mi presencia, no se aparta cuando invado su espacio personal por muy agresiva que sea haciéndolo. Pero no hay nada sexual ni en sus miradas ni en sus gestos ni en ninguna otra cosa, me trata más como a una niña que como a una mujer. Bajo el prisma de sus ojos, soy una cría adorable que revolotea a su alrededor.
El motivo de que no me vea como una potencial pareja sexual pese a haber admitido por pasiva y por activa que siempre se ha sentido atraído por chicas con mi perfil es que tiene las necesidades de esa índole bien cubiertas. Follan a diario. No se molestan en pasar desapercibidos. Los he oído follar en el salón, en la cocina y hasta en el recibidor, nada más entrar en casa.
Por lo tanto, una esperaría que la actitud de Álex con respecto a mis constantes atenciones infantiles fuera de irritación, o de simple tolerancia en el mejor de los casos. Pero nada más lejos de la realidad. Le gusta. Está encantado de tenerme encima. Eso me deja en una de las dos posiciones siguientes: o soy combustible para su ego o soy combustible para sus fantasías. Quizá sea una locura, pero con lo mucho que se ha esforzado en que los escuchara follar no me extrañaría que piense en mí mientras está con mi madre.
Y lo peor es que no sé cómo sentirme al respecto.
En cualquier caso, supongo que es mejor escucharlos en pleno metesaca que discutiendo. Prefiero oírlos dándose azotes antes que tortazos, y si tengo que elegir, me gusta más que hablen sobre lo bien que ha estado que sobre mí, especialmente si esa conversación incluye a Raquel y a mi tía Bea.
Han llegado hace como una hora. Están en el piso inferior y hablan tan alto que se las oye desde el desván. Raquel con sus características carcajadas escandalosas y Bea con su inconfundible tono cínico.
—¿Tu hija sigue siendo esa adolescente edgy que parecía odiar el mundo? —pregunta esta última como quien habla del tiempo.
No sé qué responde mi madre, la risa de su amiga me impide oírlo.
—Bueno, seguro que no es el alma de la fiesta —prosigue mi tía.
¿El alma de la fiesta? Por favor, cuando me lo propongo soy una total aguafiestas, y es un buen momento para proponérselo.
Están fumando y bebiendo. En la normalmente impoluta mesa de la cocina hay ceniza de los cigarrillos de las invitadas. También cuento nueve botellines de cerveza, todos vacíos. Álex no bebe y mi madre nunca se toma más de una o dos, así que sus amigas, además de gorronas, son unas borrachas. Eso, por supuesto, no molesta a la anfitriona, siempre tan servicial con CASI todo el mundo. Ha puesto el aire acondicionado al máximo (algo impensable para alguien tan tacaño) y todas las ventanas están cerradas, dando pie a un microclima gélido de aire irrespirable. La cocina que venera es un fumadero.
—¡Ay, qué susto! —exclama Raquel, llevándose una mano al pecho tras notar mi presencia en la puerta.
Bea y Raquel eran las mejores amigas de mi madre. Se conocieron, según tengo entendido, cuando tenían cinco años. Fueron amigas en primaria y después en secundaria y después en bachillerato. Esa amistad, aparentemente eterna, no lo era. Bea y Raquel fueron a la universidad mientras mi madre seguía atrapada en el pueblo. Mantuvieron el contacto, al menos al principio. Pero la distancia y el tiempo lo mata todo. Ellas eran universitarias con ganas de comerse el mundo y mi madre era... en fin, madre.
—¡Estás igual! —me dice mi tía, seguro que no con la intención de halagarme.
No puedo decir lo mismo de ellas. Las dos están muy cambiadas, mi tía por unas gafas nada favorecedoras que la hacen ver mayor y amargada, y Raquel por un corte de cabello estilo pixie que le da aspecto de lesbiana cuando seguro que ella pretendía dárselas de alternativa. En cualquier caso, lo que me hace verlas especialmente feas es que fumen y beban en una casa en la que no se las ha invitado. Es fácil saber que han aparecido sin previo aviso porque están arregladas y mi madre no. Ella nunca las recibiría con pijama por propia voluntad, nunca dejaría que vieran a Álex con esos pelos. Puede que entre sus planes ni siquiera estuviera la opción de que lo conocieran, pero en el caso de que quisiera presentarlo desde luego no iba a ser en estas circunstancias.
Porque ahora no es ni la mitad de atractivo que de costumbre. Está visiblemente incómodo y tiene los hombros caídos como si pidiera disculpas por ocupar tanto espacio. Transmite lo mismo que un niño al que su madre ha hecho acudir para presumirlo ante sus amigas: mirad qué alto está.
—¿Quieres una cerveza? —me pregunta mi tía Beatriz, señalando la nevera con la mano del cigarrillo para que me sirva yo misma.
—Son las diez de la mañana —le hago notar.
—¿No te alegras de vernos? —me recrimina medio en broma.
Es la hermana de mi padre, la mujer que me acusó de mentirosa y que nos amenazó con llevarnos a juicio si no renunciábamos a la propiedad de la casa. No, Beatriz, no me alegro de ver tu fea cara de bruja.
—Bea y Raquel querían verme para organizar el cumpleaños de Tamara —me explica mi madre, quien sabe de sobra que una visita tan inoportuna necesita una mínima justificación—. Hace años que no las veo.
Tamara es una amiga en común con la que casi no se relacionó, la conoció de pasada. Es extraño que quieran involucrar a mi madre en esa fiesta de cumpleaños, y lo es todavía más que no la contactaran antes por teléfono.
—Oye, Susana, no te preocupes por los pastelitos. No tienes que hacerlos si no quieres. Podemos encargarlos a una panadería de Barcelona que tiene muy buenas críticas —le dice Raquel como si fuera algo en lo que ha insistido anteriormente—. Es que me sabe mal que te comprometas.
—Para nada, no te preocupes. Los haré yo. Puedo aprovechar para grabar un vídeo. Los cupcakes funcionan muy bien. ¿Os parece si hago cupcakes?
—Claro, lo que tú quieras. ¿En serio no te importa? —Le toma la mano como si fueran amiguísimas—. Nos harías un favorazo.
—¿Qué tal el canal de YouTube, por cierto? —se interesa Beatriz.
—Pues así así. Están bajando las visitas desde que ese no sale —dice mi madre, señalando con un gesto impreciso a su novio—. Al parecer está demasiado comprometido con su proyecto. Cursos de cocina, ya ves.
—¿No será que le da corte ponerse un delantal rosa? —comenta Raquel mirando a Álex con media sonrisa—. ¿Masculinidad frágil, hombretón?
—¿Cursos de qué? —le pregunta Bea.
—Cocina fusión japonesa —se limita a responder él.
—¡Pero si esos no cocinan, se lo comen todo crudo!
Las tres mujeres en la mesa ríen. Él, de pie, las acompaña con una risita de compromiso, y en vez de molestarse en explicar los entresijos de la cocina japonesa solo se limita a echarme una mirada con la que parece preguntarme por qué seguimos aquí plantados aguantando a esas harpías.
***
Una Laia de once años habla con su padre en la piscina. El vídeo captura el tercio superior de su cuerpo: un rostro con los primeros indicios de facciones adultas y el torso completamente plano de una niña. Le cuenta tonterías a su padre, su sonrisa en una mueca por el sol que le da directo en la cara.
Pese a su inexistente pecho (me corrijo, es más propio de un niño que de una niña), me sorprende que una preadolescente de esa edad no sienta el más mínimo pudor frente a su padre. Con las cosas que sabía a los once años, no puedo evitar ver a mi yo de entonces como una adulta en ciernes.
El inoportuno de Álex entra en el desván de repente, encontrándome sentada al estilo indio frente a una copia inmadura de mí misma. Bueno, si alguna vez he sentido más vergüenza y nervios que ahora fue cuando mi madre me pilló dándole un uso imaginativo a la alcachofa de la ducha. La sangre se me hiela. Lo miro a él, después el mando a distancia y por último la pantalla.
—¿Qué es eso? —pregunta.
—Nada —respondo, cuando por fin atino a apagar el televisor.
—¿Era porno?
—No —mascullo con la cara roja.
—Ponlo.
—...¿perdón?
—Enciende el televisor —repite.
Es sorprendente lo que puede cambiar una persona en tan solo unos minutos en función de su contexto. Este Álex no tiene nada en común con el que se sentía cohibido frente a las amigas de mi madre. Es grande, está serio y me mira esperando que obedezca. Enciendo el televisor sin pensarlo más, ahora mismo no es la clase de hombre a la que una quiera o pueda oponerse.
—¿Qué, esto es lo que querías ver? —le recrimino en cuanto aparecen mis no-tetas en pantalla.
—Eras muy mona.
—¿Era?
—Eres. Estás igual.
Me giro hacia el televisor, no sé cómo sentirme. Es un recuerdo que debería ser bonito. Pero esa imagen trae otras a mi memoria, es confuso y no entiendo por qué en el vídeo me veo tan feliz si en el fondo no lo era.
—¿Crees que es normal que mi padre me grabara así? —murmuro.
—¿Sin la parte de arriba del bikini?
—Es raro —digo por él—, entonces ya tenía que saber que era raro.
—¿Lo creías?
—No lo sé —suspiro, apretando el mando del televisor.
—¿Lo crees ahora?
Está de pie a mi lado, tan cerca que para mirarlo a la cara tengo que doblar el cuello. Álex de normal impone, así que no hace falta que diga cómo se siente su ya de por sí enorme tamaño cuando una está en el suelo.
—Nunca has sido muy recatada —apunta.
Frunzo el ceño, en mi rostro se forma una sonrisa dubitativa.
—¿Es que ahora te importa que te vean las tetas? —me dice, en un tono sombrío que mezcla el reproche, el deseo y la burla.
—¿Cómo? O sea...
—Enséñamelas.
—¿Perdón? —Mi risa suena como un suspiro.
—Quiero ver cuánto te han crecido.
Niego con la cabeza, mi ceño fruncido no es nada convincente. Él es tan alto que si me sentara sobre mis talones no alcanzaría a chupársela. Me humedezco los labios e instintivamente me coloco el cabello detrás de la oreja.
—Enséñame las tetas —repite, inflexible.
Mentiría si dijera que obedezco por miedo.
—Buena niña —me dice, sin hacer el más mínimo amago de tocarlas.
El corazón me bombea en el pecho mientras él me mira desde lo alto como si supiera que me podría hacer lamerle las botas si quisiera. Estoy desnuda de cintura para arriba, la piel me arde y tengo la garganta seca y la cabeza embotada y sé qué me pedirá a continuación y también sé que obedeceré.
—Lo de abajo —me ordena.
—Pero...
—Ha salido con sus amigas, te ha dejado bajo mi tutela —informa, con una media sonrisa que habla muy mal de mi madre—. Las bragas.
Meto los pulgares por los lados de las bragas y levantando las caderas me las quito, más impaciente que seductora.
—Nunca me cansaré de verte así —dice con la voz ronca de deseo.
No habla de mi piel desnuda, sino de lo que hay bajo ella.
Entonces hinca las rodillas frente a mis piernas abiertas y yo me incorporo sobre los codos para ver cómo se postra como ante una diosa. Es una cabeza que se entrega a mí. Álex es mi mano enroscada en su cabello. Él es besos en mi vientre bajo, en la cara interior de mis muslos y en mi pubis hirsuto.
—Cómemelo —le suplico jadeando.
Álex es una lengua y una boca y unos dedos, él es mi orgasmo.
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