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Capítulo 3: Dos cocainómanos

Capítulo 3:

Por lo general me despierto bien entrada la mañana. Hoy, en cambio, lo hago poco después de que salga el sol. He dormido peor que de costumbre, que ya es decir. Doy vueltas sobre el colchón, rebozada en sábanas sudorosas.

Oigo mis tripas. Huele genial, a bizcocho. Tengo tanta hambre que dejo que mi estómago me guíe hasta la cocina, donde están grabando uno de los famosos tutoriales de repostería que mi madre sube a YouTube. Es más o menos conocida —casi cien mil seguidores la última vez que lo revisé— y usa un estilo clásico y colorido, tipo años cincuenta, como esos anuncios del franquismo en los que la mujer barre con tacones. Toda la cocina tiene ese aire vintage sacado de Pinterest, con plantas verdísimas en percheros de madera, muebles de un blanco impoluto, cortinas bordadas y las paredes de papel pintado.

Mi madre es en sí un elemento decorativo más en su escenografía. La veo con su moño perfecto y su delantal con volantes y me parece inconcebible que sea la misma que ayer encajaba azotes mientras se la follaban duro, sobre todo porque su novio lleva un delantal idéntico.

Se ven ridículos.

Cruzo sin querer por delante del trípode en el que tienen la cámara.

—¿No podías pasar por ningún otro sitio? —salta mi madre.

Es normal que esté molesta, es la segunda vez que los interrumpo. Les dirijo una mirada de fastidio. Él tiene los ojos del mismo azul cielo que el papel de la pared. Puesto que mi madre ha redecorado la cocina recientemente, no me cabe la más mínima duda de que lo hizo pensando en cómo quedaría su nuevo novio en los vídeos.

—Buenas —mascullo.

Preparo mis cereales fuera de encuadre, dándoles espacio —no demasiado— mientras los veo retomar el rol de pareja que se quiere. El 90% de lo que graban no sirve, lo acabarán borrando. He visto a mi madre grabar antes y pocas veces la he notado tan torpe, lo que quizá se deba a que no le gusta tenerme como público cuando está con el que la llama puta.

—¿Puedes hacer menos ruido? —me pregunta de pronto.

He estado masticando con la boca abierta sin darme cuenta.

—¿Qué asha? —me quejo con los carrillos llenos.

—¿Te importaría...?

Con un gesto me sugiere que me vaya. Hago como que no lo veo mientras me llevo otras dos cucharadas a la boca. Una gota de leche me cae por la barbilla. Álex se señala el mentón para avisarme.

Gashias —le digo con una sonrisa de hámster, limpiándome con el cuello de la camiseta.

El carraspeo de mi madre nos hace dar un respingo. La mayor parte del tiempo se expresa así, con suspiros y carraspeos, entre otros sonidos con los que pretende indicar lo mismo: lo buena que es por aguantar tanto.

—Laia, por favor, ve al sofá —me dice.

Cruzamos una mirada e inspira haciendo alarde de paciencia.

—Laia... —comienza.

Pero no dejo que acabe. Pellizco el vuelo de mi pijama como si fuera un vestido y me despido con una pequeña reverencia, a la que Álex responde con una caballeresca inclinación de cabeza de la que enseguida se arrepiente. A mi madre no le hace gracia que me siga el juego y él sonríe a modo de disculpa, alisándose el delantal donde le hace tripa.

—Quédate, si quieres —me dice ella entonces, contrariada.

Camina hasta el trípode ruidosamente y hace notar su enfado en la forma en que manipula la cámara. Cuando termina, se coloca de nuevo en su sitio, bien encuadrada junto a su novio, bota sobre la punta de sus pies y hace unos ejercicios de respiración sacudiendo las manos.

Una vez más calmada, se arregla uno a uno los mechones que caen de su moño y comprueba la iluminación. Satisfecha, abraza el bol de la masa contra su pecho y toma el mango de la batidora.

Cuando sonríe, ya no es mi madre.

—Batimos hasta que la masa adquiera esta textura —dice, mostrándola a cámara. Suena extraño, como si terminara la frase en vez de comenzarla. Cuando hace eso siento que habla en un idioma que solo se entiende a través de una pantalla.

—Una vez lista la masa nos ponemos con la crema —continua su novio, no sin antes dirigirme una furtiva mirada de disculpa—, para la que vamos a necesitar...

—Céntrate —lo corta.

—Sí, estoy centrado.

—Vamos a repetirlo —dice, y se aprieta el bol contra el pecho—. Batimos hasta que la masa...

Suficiente, me digo, dejándolos solos. Estoy repantingada en el salón, en un sofá chester de polipiel con el que empiezas a fusionarte después de un rato. Pongo los dibujos animados y les subo el volumen para no oír las risitas sofocadas provinientes de la cocina. Ella se parte de risa como una colegiala, al parecer basta con que su hija desaparezca de su vista para que le vuelva el buen humor. Es tan escandalosa que está acabando con mi ya de por sí escasa paciencia. Pega tales gritos de patio de parvulario que hace que me asome sobre el respaldo del sofá.

Tiene harina en la nariz y forcejea de igual a igual con Álex, a quien le ha manchado la cara entera. Ver a dos adultos jugar a las peleas con esos delantales rosas me da vergüenza ajena, y no sé qué es peor, que parezcan cocainómanos o que él se esté dejando ganar por una mujer a la que podría tumbar con un solo dedo.

Se detienen al descubrirme espiando. Con el trapo, mi madre se quita la harina y la sonrisa.

—¿Pasa algo? —inquiere.

Parpadeo sin entender.

—Cada dos por tres nos miras como si acabaras de chupar un limón —se explica, con los brazos en jarras—. ¿A qué viene esa cara?

Tiene razón, me duele el ceño, lo he estado arrugando por mucho rato.

—Perdón —murmuro, tan flojo que seguro que no me oye.

—¿Quieres cocinar con nosotros? —me pregunta Álex.

No voy a ir si no me lo pide la rencorosa de mi madre, quien me la tiene jurada desde que una vez hace dos años traté de sabotear su por entonces pequeño canal de cocina. Grabé un tutorial de cómo hacer una tarta de hojaldre con crema de vainilla. La hice tan pero tan mal que el vídeo se viralizó. Ese fue el pequeño empujón que la ayudó a crecer en las redes.

—Dudo que quiera —dice con un puchero—, se avergüenza de mí.

Parece que está de broma, es tan convincente que apuesto a que su novio no nota su veneno.

—Laia, anímate, contigo seguro que aumentan las visitas —me dice Álex.

Noto cómo lo mira. Está molesta, probablemente porque sabe que es cierto.

—Que vaya a estudiar, mejor, que está de exámenes —responde con una sonrisa tensa.

—Pues nada, ya la has oído.

—Sí, no le quiero robar protagonismo —contesto.

Subo a mi cuarto con la sensación de que aún no les estoy dando suficiente espacio, que pronto necesitarán la casa entera. Una parte de mí me tortura diciéndome que soy muy mezquina por no alegrarme de que otra persona le dé la felicidad que yo no pude.

—Puta egoísta —gruño, tirándome en la cama.

Por supuesto, no estudio. La luz que atraviesa las cortinas bordadas proyecta flores sobre mi cuerpo. Me gusta cómo se ve mi piel bajo el ondulante mar de sombras. Agarro el móvil sin pensarlo dos veces y tomo fotos de mis piernas, de mis pies, de mis muslos. Me subo la camiseta para fotografiar también mi vientre plano, las braguitas medio bajadas marcando el hueso de la cadera, el relieve de mis pezones contra la tela de la camiseta. En total son 52 fotografías. Borro las últimas. Me quedan 36. Borro las que parecen repetidas. 20. Las que salen medio desenfocadas. 11. Pruebo filtros, y elimino también las que son buenas pero no me convencen. De 52 solo sobreviven 6. Las publico en mi instagram en un solo álbum.

Dejo el móvil como un bebé sobre mi pecho, tumbada boca arriba con un enorme vacío. Reviso las primeras notificaciones. No tengo nada más que hacer. No me apetece hacer nada.

Es mediodía cuando unos nudillos llaman suavemente a mi puerta.

—¿Laia? —La voz profunda de Álex.

Vuelve a llamar. Su insistencia me irrita, su presencia también.

—¿Te manda mi madre?

—No. Está molesta.

—Qué novedad.

—¿Va todo bien? —pregunta.

—Perfectamente.

—Lo siento por lo de antes.

Preferiría que se disculpara por lo de ponerse a follar a sabiendas de que yo estaba en la habitación contigua, o por obligarme a cenar con ellos ayer.

—Te hemos guardado un poco de lasaña —dice ante mi silencio, y siento que el detalle es suyo, que usa el plural por compromiso.

—No tengo hambre.

—¿Operación bikini? —bromea.

No me hace gracia. Con mi silencio pretendo que sepa que no es un buen momento, que no debería estar aquí bromeando sobre mi cuerpo. Borro un comentario que me pide que me baje un poco más las braguitas. Afuera hay silencio, Álex espera una respuesta.

—¿Por qué no has bajado a comer antes? —pregunta al no obtenerla.

—Estoy de Ramadán.

Se queda callado, al parecer mis bromas le hacen tanta gracia como a mí las suyas.

—He metido la pata, ¿verdad? Con tu madre.

—Te perdonará pronto.

Plasmo más de lo que querría en esas tres palabras. Mi madre siempre se lo perdona todo a sus novios, incluso cosas que serían motivo de denuncia.

—¿Puedo pasar? —me pregunta.

Otro silencio de esos que no sé gestionar.

—Vete.

—Como quieras —se rinde—. Dejaré la lasaña en la nevera, ¿vale?

Lo imagino con la frente apoyada en la puerta y los ojos cerrados. Siento que el tiempo se dilata, que pierdo una oportunidad más para arreglar las cosas. Palmeo la hoja de la ventana y la detengo con el pie, empujándola de vuelta a mi mano.

No sé qué decir, o si debería decir algo, siquiera.

—¿Por qué sigues aquí? —pregunto, de mal humor.

Álex no responde, pero noto su presencia afuera, con las manos a ambos lados de la puerta, reuniendo agallas.

—¡Que te largues! —grito.

Se me escapa la ventana al empujarla con demasiada fuerza, no atino a pararla con el pie. Un fuerte golpe hace crujir los viejos marcos de madera. Afuera, Álex suspira decepcionado antes de marcharse. Tengo una sensación rara en el cuerpo, no me importa su opinión y al mismo tiempo sí lo hace.

—Genial, Laia —me digo.

Por esto no le gusto a nadie.

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