Capítulo 24: Daddy issues
Capítulo 24
—Ni soñando paso por ahí —le aseguro.
Frente a nosotros se extiende una calle que parece sacada de un cuento de hadas, con preciosas casitas adosadas de patios ajardinados. Las flores asoman como cascadas multicolor entre las celosías de los muros exteriores y tapices de mullida enredadera cubren las fachadas con sus verdes intensos. En resumen, que este sería el lugar perfecto para un paseo romántico si no fuera por dos detalles: que no quiero un paseo ni ninguna otra cosa romántica con Álex, y que la calle está infestada por una incalculable cantidad de avispas.
—No te imaginaba tan cagona —me provoca.
—Odio las avispas —le digo, viendo sus largas patas suspendidas a escasos centímetros de los charcos de agua y sobre las flores recién regadas—. Una vez me picó una en el hombro y no sé si fue una reacción alérgica o si me picó otra cosa o qué, pero se me hinchó tanto que parecía el jorobado de Notre Dame.
—¿Hay algo que no odies? —se burla.
—Las calles sin avispas. Eso no lo odio, por ejemplo.
—Ellas te tienen más miedo a ti que tú a ellas —dice, y me toma de la mano suavemente antes de empezar a caminar—. Haz como si no existieran.
—Son insectos, no saben lo que es el miedo.
—Pues finge que son mariposas si te parecen más bonitas.
—¿Tú has visto una mariposa de cerca? —le rebato.
—Te quejas de todo.
—No, solo de que pongas en peligro mi integridad física.
—Son tres avispas, no un enjambre de abejas asesinas africanas —responde riendo, dándome un pequeño apretón para transmitirme su confianza—, y de todas formas tienes a tu lado un tipo grande para protegerte, ¿recuerdas?
Con mi pequeña mano engullida por la suya, no me queda otra que seguirle el ritmo, aunque mentiría si dijera que está tirando de mí; es más bien como si un mecanismo en mi cerebro me hubiera activado el piloto automático. Camino a su lado y se siente todo tan natural que ninguno de los dos suelta la mano del otro ni siquiera después de dejar atrás la preciosa calle de las avispas.
—¿Quieres sacarme un molde? —me obligo a decir.
Parpadea y sigue mi mirada hasta el final de su brazo, donde conecta con el mío, y tarda un segundo en asimilar lo que tiene ahí, y que eso forma parte de mi cuerpo. Entonces me suelta como si acabara de pegarle un chispazo.
—Perdona —carraspea y se frota la mano en el pantalón—, es que...
—Te sudan las manos —mascullo, imitándole.
Parecemos dos tontos ahí quietos bajo el sol.
—¿Lo de los batidos está cerca? No quiero alejarme mucho de donde...
—¿Te ha escrito? Podemos volver a ver si...
—No, no me ha dicho nada —contesto al instante, sin molestarme en apoyar mi mentira revisando el teléfono—, así que... no sé, si quieres que...
—¿Tú quieres?
—¿Tienen horchata?
—Con bola de helado incluida —me promete, animado por mi tímida sonrisa—. Cuando lo vi hace unos días me acordé de ti, seguro que te encantará.
Retomamos el camino con energías renovadas. Él está incluso más entusiasmado que yo, si cabe, y me cuenta sobre todos los tipos de batidos y helados que tienen, que son caseros y que el primero que probó fue el de fresas y plátano, que estaba buenísimo pero que no lo repetiría porque tenía semillitas.
—Qué caballeroso —ironizo, medio sorprendida medio halagada, cuando Álex me abre la puerta del pequeño establecimiento.
Él hace una leve inclinación de cabeza y me invita a pasar primero. El local recuerda a una casita de muñecas, es adorable. Combina tonos rosa y pastel con blancos blanquísimos, sin escatimar en volantes ni bordados. Con el permiso de la camarera nos sentamos en la mesa más alejada de la ventana.
—¿Qué, te gusta? Me recuerda un poco a la cocina de tu madre.
—Me da diabetes —contesto, reevaluando mi alrededor.
—Pues espera a probar los batidos.
—Con un poco de suerte me taponan una arteria.
No sigo con la broma porque se nos acerca la camarera con la carta. Es una chica que me suena de vista, no mucho mayor que yo. Tiene alrededor de veinte y los aparenta, es atractiva y sonríe mucho, sobre todo a Álex.
—Hola —lo saluda—, en un ratito vuelvo a tomarles nota, ¿vale?
En cuanto nos deja a solas, despliego la carta frente a mí y pregunto:
—¿Qué pasaría si mi madre se enterara de esto?
—Pues espero que nada. No hacemos nada malo, ¿no?
—Este es la clase de sitio donde llevarías a una cita —refunfuño.
—Pero no lo es —me recuerda, inclinando mi carta para mirarme por encima—, solo estamos haciendo tiempo hasta que llegue tu cita. La de verdad.
Hago fuerza para poner la carta derecha otra vez.
—Creía que ibas a pedir horchata con helado —me dice.
—Estaba estudiando otras opciones —le digo, cerrándola y dejándola sobre la mesa—. ¿La conoces? —Con la cabeza señalo a la camarera.
—Pues no mucho, y eso que vengo a menudo —admite con una sonrisa de disculpa mientras le echa una rápida mirada que ella le devuelve—. Lo sé, soy un cliente de mierda. ¿Debería preguntarle cómo se llama?
—También deberías pedirle el número.
Álex frunce el ceño como quien no entiende un chiste.
—Mi madre te está poniendo los cuernos, ¿no? —me explico.
Niega con la cabeza en un vano intento de autoengañarse.
—No creo que...
—Esa llamada ha sido muy sospechosa —le interrumpo.
—No es suficiente con una llamada para afirmar que me engaña.
—Pero no ha sido solo una, tú lo dijiste.
Álex baja la vista a su carta para desentenderse, la hojea con tanto interés que cualquiera diría que trata de memorizar los ingredientes de los creps.
—¿En serio no sabes quién llama? —lo regaño, molesta por su pasividad.
—No responde nadie si lo cojo yo. Probablemente tienen acordado que ella sea la primera en hablar —asume, con una sonrisa de resignación que me irrita más de lo que debería—. En una ocasión descolgué sin decir nada y ni así, quien fuera que llamaba solo esperó unos segundos y colgó.
—Puedo intentar hacerme pasar por ella.
—No, da igual, quizá solo es un acosador, no sé.
—¿Te pareció que estuviera hablando con un acosador? —replico.
—Hola, ¿han decidido qué van a querer? —nos pregunta amablemente la camarera, aparecida como por arte de magia a nuestro lado—. El de brownie, nueces y chocolate blanco está muy rico, si me permiten la recomendación.
—Uno de esos y... ¿el de horchata con helado?
Confirmo con la cabeza.
—¿Con galleta de canela? —me pregunta la chica.
—Pónsela —responde Álex—, si no la quiere me la como yo.
—¿Querrán algo más?
—Tráenos también un crep de kínder. Gracias.
En cuanto se marcha, vuelvo al ataque:
—No le has pedido el número de teléfono.
—No lo quiero, prefiero disfrutar de esta no-cita.
—¿Es que de repente te gusta pasar tiempo conmigo?
Esboza una media sonrisa y ladea la cabeza, enigmático.
—Bueno, según cómo tengas el día —dice, tras pensarlo un momento, con el pómulo contra el puño—. Ahora no eres tan insoportable.
—Lástima, y yo que quería dar la nota con mis gilipolleces.
—¿Conque de eso se trata? ¿Te molestó lo que dije de ti?
No separa la mejilla de sus nudillos, ni tampoco se le borra la sonrisa.
—Eres un imbécil —le espeto, y me obligo a quedarme sentada, a enfrentarlo como una adulta—. ¿En serio crees que solo intento llamar la atención?
—Un niño prefiere que lo castiguen a que lo ignoren —responde, tecleando con las uñas en la mesa de linóleo—, así que no me extrañaría que todo ese paripé fuera consecuencia de la poca atención que te dedica tu madre.
—Es que ni soy una niña ni quiero que me castiguen.
Álex deja los dedos quietos, me estudia con la mirada.
—Una chica normal no haría las cosas que haces tú —dice, y más que recriminármelo, es como si lo encontrara interesante—. No quieres provocarme a mí, sino a ella, así que, si no estás buscando su atención, no sé qué es.
—En realidad quería provocarte a ti —respondo sin mirarle.
—Pero yo no te gusto.
Una mueca similar a una sonrisa irónica aparece en mi cara.
—No, claro que no. Pero pensaba que yo a ti sí. O sea, en Barcelona le conté a una amiga que un hombre mayor se había fijado en mí y ella dijo que seguro que eras un pedófilo —le suelto de golpe y deprisa, toqueteando la carta—, así que no sé, tenía que poner a prueba su teoría, por tonto que suene.
Me mira enternecido mientras se acaricia la barba.
—Eso explica muchas cosas —dice, tratando de no reírse.
—Es ridículo, lo sé.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—No sé por qué le dije que te habías fijado en mí —me adelanto.
—No, eso lo entiendo, pasaron cosas que podían malinterpretarse. En realidad, quería saber por qué le dijiste "un hombre mayor" —aclara—. Es normal que tu amiga malpensara si me hiciste quedar como a un viejo.
—No, le dije que tenías treinta y uno, en realidad. Pero ella cree que si un hombre de tu edad se fija en una chica de la mía, es un pedófilo.
Niego con la cabeza frunciendo el ceño.
—Es una bobada —añado, con una sonrisa incrédula.
Él asiente, pensándolo un segundo, y dice, para mi sorpresa:
—Bueno, entiendo por qué cree eso.
—Tendría que decir efebófilo, en todo caso, y no tiene nada de raro que...
Con un gesto me indica que lo deje terminar.
—Es normal que piense así si cree que me fijé en ti por tu aspecto. Pero si de verdad es tu amiga debería saber que un hombre podría fijarse en ti por otras muchas razones, no solo porque seas mona o estés poco desarrollada.
Cruzo los brazos sobre mi pecho. Tendría que haberme puesto algo con menos transparencias, o por lo menos un sostén con relleno.
—Pues sí, hay otras razones —le digo, medio a la defensiva—, como que soy más manipulable que una mujer adulta. ¿Te parezco manipulable?
—¿Qué le respondiste a eso?
—¿Qué le tendría que haber respondido? —le reto.
Me mira pellizcándose la barbilla, divertido.
—No me atrevo a decir lo que pienso —confiesa.
—Pues sí, pensé lo mismo que tú.
—Pero no se lo dijiste —asume—. No creo que seas manipulable.
—El caso es que, según mi amiga, la mayoría de hombres, si no todos, son unos manipuladores y unos depredadores y unos maltratadores en potencia.
—Habrá tenido malas experiencias.
—Como todas —afirmo—. Pero eso no me quita la esperanza. Es deprimente pensar que cualquiera que me quiera será solo para moldearme a su gusto.
—No, tienes razón, no todos somos así —responde, más serio—. Pero algunos sí, por desgracia, además de que el noventa por ciento de los hombres con los que estés te tratarán con paternalismo y condescendencia, como si no supieras nada de la vida por el simple hecho de ser mucho más joven que ellos.
Cierra el puño frente a su boca. Por su expresión dura, aseguraría que tiene una historia pendiente con un hombre como el que describe.
—Qué esperanzador —suspiro, hundiéndome en la silla.
—Por si te sirve de consuelo, también está la clase de hombre que te cuidará y te mimará y te hará sentir la persona más afortunada del mundo —dice, y por primera vez me aparta la mirada, tímido—, aunque probablemente solo lo hará porque siente que tiene algún tipo de responsabilidad hacia ti, no sé.
—O sea, que tampoco me querrá de verdad.
—Sí te querrá —responde en seguida, ofendido por mi incapacidad de entenderlo—, y puede que los otros hombres, los que te traten mal, también te quieran, a su manera. —Teclea de nuevo en la mesa, pensativo—. El amor es algo muy complejo y no todas las personas lo entendemos o lo vivimos igual.
Observa hacia el infinito mientras se rasca la barba en la mandíbula.
—Lo que quise decir antes es que eres la clase de chica que despierta el lado protector de cualquier hombre —aclara, hablando como para sí mismo.
—¿De cualquiera? —le hago notar.
Para de acariciarse la barba, sorprendido, y niega con la cabeza mientras trata de ocultar la pequeña sonrisa de orgullo de un maestro derrotado.
—Bien visto —admite—. Sí, de cualquiera. Por ejemplo, yo soy de los que...
—Uno de brownie con chocolate blanco con nueces —nos asusta la camarera, que de nuevo es como si se hubiera materializado junto a nosotros—, y otro de horchata con bola de helado de café. Les dejo dos cucharillas para el crep —nos dice, situando el platillo entre ambos—, que lo disfruten.
—Cree que vamos a compartirlo —observa Álex en cuanto ella se va.
—¿Piensas comértelo tú solo?
—Pues era mi intención —admite riendo, sentándose recto mientras se despega la camiseta de la barriga—, pero te daré un poco, que tienes que crecer.
Hundo poco a poco la cucharilla en la nata, en el sirope de chocolate y por último en la esponjosidad del crep, atravieso las capas una a una hasta tocar el plato, y me llevo ese pedacito de cielo azucarado a la boca. Presiono los labios contra la cucharilla para limpiarla bien de los restos que se le pegan.
—Tú eres de esos hombres que... —digo, señalándolo con la cucharilla.
Álex sorbe por la pajita la densidad cremosa de su batido. Parece no haberme escuchado, está concentrado como en un test de alcoholemia.
—Está buenísimo —exclama, encantado—, ¿quieres probar?
—No, gracias. ¿Qué clase de hombre eres? Termina la frase.
Recuesta la espalda en la silla hundiendo los hombros.
—Pues no me enorgullezco de ello —comienza, mientras remueve la espuma de nata del batido—, pero soy la clase de hombre que vuelca todo su amor en la pareja, a veces hasta lo agobiante, o eso decía mi ex. —Eleva un poco las cejas, un gesto que no sé si demuestra conformidad o desacuerdo—. No creo que sea malo. Es más, me parece que es lo normal, sobre todo porque siempre me fijo en chicas que parecen encantadas de recibir el amor que a mí me sobra.
—Eres un ñoño romántico —traduzco, divertida.
—Bueno, supongo que sí, prefiero las relaciones largas, solo he estado con dos chicas antes que tu madre, ambas bastante más jóvenes. —Hace un leve encogimiento de hombros que me hace pensar que se arrepiente de ello—. No te voy a engañar, acabamos bastante mal. Parezco una ONG, por algún motivo siempre me acabo enamorando de chicas dependientes y emocionalmente inestables. No sé, será que tengo debilidad por las rebeldes desamparadas.
Está tan enfrascado en su discurso que no nota cómo lo miro.
—Puede que tu amiga tenga razón a su manera —murmura, y en su voz detecto que siente odio por sí mismo—, eso explicaría por qué con mi última ex me impliqué como lo haría un padre con su hija. Pero es lo que ella quería.
Para de mirar su copa de batido para posar sus ojos en mí. Álex se juzga a sí mismo y quiere ver si yo también lo hago. Es imposible que no note lo nerviosa que estoy, lo mucho que me está afectando tanta sinceridad.
—Hay hombres que buscan chicas de las que cuidar igual que hay chicas que buscan hombres que cuiden de ellas —dice, bajando la vista de nuevo.
—No tiene nada de malo —me atrevo a decir.
—Si mis gustos me convierten en lo que dice a tu amiga, ¿qué son ellas?
Como parece que de verdad espera una respuesta, le digo:
—¿Unas gerontofílicas?
—No, solo chiquillas con daddy issues —contesta, riéndose por mi broma.
Trato de no sonreír, ocupo mi boca con la pajita y bebo horchata.
—Pero a la larga esas relaciones nunca funcionan —dice, como hablando solo, mientras estira su brazo para probar un poco de crep—, así que me fui al extremo contrario y probé a salir con una mujer adulta con la vida resuelta.
—No estarás hablando de mi madre.
—Pensaba que era una mujer madura con las cosas claras —se queja, mientras le da otra cucharada al plato que compartimos—. En fin, supongo que al final siempre ganan los fetiches y acabé con la misma clase de chica.
Pellizco la pajita y doy un sorbo a la espesa horchata granizada, y no sé si se me hace difícil de tragar o si lo que se me atraviesa es lo que quiero decir.
—Entonces, ¿te arrepientes? —pregunto a duras penas.
—Un poco. Especialmente después de ver cómo te trata.
Clavo la vista en un reflejo deformado en mi copa de cristal y trato de reconocer alguna forma en eso de color carne que debe ser mi rostro.
—¿Te ha escrito? —me recuerda Álex, señalando mi móvil con la barbilla.
Guillem. Me había olvidado de él.
—Lo dudo —respondo.
—¿No lo compruebas?
Estiro la mano hasta mi móvil, lo desbloqueo, veo que tengo un montón de notificaciones suyas y lo bloqueo de nuevo dejándolo bocabajo en la mesa.
—Era el chico que estaba en la plaza, ¿verdad? —adivina.
Frunzo el ceño como si hubiera dicho una estupidez.
—La verdad, yo también lo hubiera dejado tirado —me dice.
Niego con la cabeza. No quiero sonreír, mi cara es demasiado transparente.
—En cuanto nos terminemos el batido te llevo a casa, ¿vale?
—Esta vez pasamos por otra calle.
—¿Quieres probar del mío? —me ofrece, acercándomelo con su pajita hacia mí.
Pero saco la mía de mi copa y la hundo hasta el fondo de la suya.
—Joe, ahora sabrá a horchata —se queja.
—No quiero que cuente como beso indirecto —mascullo, sin separar mucho los labios.
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