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Capítulo 15: En sus manos

Capítulo 15

Bajo a comer sin esperar a que me avisen. Han puesto cubiertos para tres, detalle que seguro le debo a Álex. En el centro de la mesa, imperceptiblemente lejos de mi alcance, hay una bandeja con libritos de queso.

Clavo mi tenedor en uno de ellos para llevarlo hasta mi plato.

—¿Cuántos vas a querer? —me pregunta mi madre.

—Pues no sé, ¿es que me vas a poner a dieta?

Le sorprende la pregunta, casi parece ofendida.

—Te los iba a poner en el plato —se explica, con los ojos muy abiertos.

—No te preocupes, llego.

—Dime cuántos quieres —insiste, haciendo uso de un tono maternal muy extraño en ella, mientras invade mi espacio con la bandeja en alto.

—Que no, mamá, que dejes la bandeja en la mesa.

Hace lo que le pido, pero no me pasa desapercibido que la deja un poco más cerca de mí, lo suficiente para que no tenga que inclinarme para alcanzar la comida. Con esto me confirma que se ha dado cuenta de que no llevo sostén, y sospecho que lo hace más por proteger a su novio que no el pudor de su hija.

Comemos en silencio, solo acompañados del sonido de cubiertos, los de mi madre arañando estridentemente el plato. Puesto que Álex lucha por ignorar mi presencia, sé que no podría ser más consciente de ella.

Busco su mirada, o la de mi madre.

Quiero que me miren a los ojos.

Quiero que vean que me he convertido en lo que creen que soy.

Vuelvo a inclinarme sobre la mesa para agarrar un trozo de pan, momento en el que Álex levanta disimuladamente la vista. Basta con menos de una centésima de segundo para haberme mostrado, de nuevo, desnuda: sus ojos azules vibran un milímetro por debajo de los míos, esquivándome para perderse por mi escote, tan pronunciado que por fuerza ha tenido que verme los pechos.

Ha sido demasiado oportuno como para que se trate de una coincidencia.

Después agacha la vista para fingir que le interesa más lo que hay en su plato. Pero la ligera elevación en la comisura de sus labios, esa sombra de sonrisa, es su indiscreta confesión. Por mucho que ahora disimule no solo sé que quería verme los pechos, sino que le gusta lo que ha visto.

Tapo mi escote, arrepentida de haber querido jugar con fuego.

—Perdón —musito, empequeñecida por la atención de ambos.

—Laia, sube a cambiarte, por favor —me pide mi madre.

Tiro del cuello deshilachado de mi camiseta, cubriéndome.

—He dicho que perdón —mascullo de malas.

—Y yo he dicho que subas a cambiarte.

—Si quieres ponme tú los libritos —trato de negociar.

Mi madre retira la bandeja hasta la otra punta de la mesa.

—Podrás seguir comiendo cuando te hayas cambiado —me dice.

Mantengo su mirada sin saber qué esperar de ella. Nuestro duelo termina cuando se me escapa una risita. Cuesta mucho tomarse en serio la autoridad de alguien que nunca la ha tenido. Hago como si esto no hubiera pasado para seguir con lo que me queda de librito. Lo corto por la mitad y recojo el burbujeante queso con el tenedor para metérmelo en la boca con un pellizco de pan.

Descubro que no bromeaba cuando, al terminármelo, veo que la bandeja sigue fuera de mi alcance y que ella me sigue mirando, imperativa.

—¿Va en serio? —exclamo, entre ofendida e incrédula.

—Tardas un minuto en cambiarte.

—Susana, venga, déjala que coma —interviene su novio.

—Que se cambie primero.

Apenas alcanzo a entender la situación. Mis ojos saltan alternativamente de Álex a mi madre y de mi madre a Álex. Es surrealista.

—Pero si nunca te ha molestado que use esta camiseta —me quejo.

—Que subas a cambiarte de una vez.

—Paso de comer contigo —espeto, apartándome de la mesa.

—Quédate ahí sentada —me ordena Álex antes de que me levante.

Su forma de decirlo me clava el culo en la silla.

—Pero mi madre me ha dicho que...

—Primero termina de comer —me corta—, después si quieres te cambias.

No me pasa por alto ese "si quieres". Tampoco puedo ignorar el reproche en la mirada de ella tras haber visto socavada su autoridad.

Deja a la niña que coma —la hace razonar Álex, con ese tono suave al que es imposible oponerse, situando la bandeja más cerca de mí que de ellos.

Por lo general no me pondría del lado de él, no acataría su orden en forma de oferta. Lo más seguro es que, en otras circunstancias, hubiera terminado de comer en mi habitación. Puede que incluso hubiera defendido a mi madre. Pero ahora prefiero quedarme aquí, viéndola arrepentida de haberme dicho nada.

Después pasan la mitad de la tarde por separado, lo que es muy extraño en ellos. Hoy no graban, ni tampoco editan lo de días anteriores. Mi madre se queda en el jardín, con el portátil bajo la sombrilla, mientras Álex habla de trabajo por el móvil, paseándose de punta a punta de la casa, inquieto.

Por lo que a mí respecta, simplemente existo, apática. Hago la siesta, o lo intento. Cada pocas horas me despierto empapada en sudor, y trato de volver a dormir tras masturbarme con desgana, más por ansiedad que porque de verdad me apetezca. Después de la sexta o la séptima apenas siento nada, lo que no me detiene de seguir haciéndolo, al contrario: le pongo más esmero.

En total habrán sido unas diez veces, todas con la puerta entornada.

***

Pese a lo mal que he dormido, por la noche soy incapaz de pegar ojo. Un mosquito me zumba insistentemente al oído, siento la cama pegajosa, los dos lados de la almohada están calientes y noto la ropa húmeda.

Termino levantándome para ir al baño a refrescarme la cara, echándome de paso agua en los hombros y el cuello.

Mala idea. Solo he conseguido desvelarme del todo.

De camino a mi cuarto capto un murmullo extraño que antes me ha pasado desapercibido. Proviene del piso inferior. Me detengo en lo alto de la escalera y escucho atentamente. Me resulta imposible entender lo que dice.

Bajo unos peldaños en absoluto silencio, y a medida que lo hago identifico el sonido como del televisor. Creía haber escuchado a mi madre. Imaginaciones mías. Estoy a punto de dar media vuelta cuando oigo a Álex. Habla muy suavemente, como lo haría con una niña enfurruñada.

Continúo bajando la escalera. Desde aquí arriba puedo verlos acurrucados en el sofá. Ella con la cabeza en el regazo de él. Él acariciándole afectuosamente el cabello. La trata con la clase de cariño que precede al sexo.

No debería espiarlos, sé que me arrepentiré si me quedo. Pero me puede esa curiosidad malsana que te obliga a ver lo que sabes que te hará daño. Permanezco agazapada tras la barandilla, en las sombras, cuando ocurre lo que tenía que ocurrir: las caricias se convierten poco a poco en un masaje, los dedos cada vez más hundidos en el cuero cabelludo.

—En serio, ¿cómo pudiste pensar que...?

Álex se ríe suavemente, mi madre guarda silencio.

—Susana, por favor, ¿por qué iba a fijarme en ella teniéndote a ti?

No puedo verle la cara a mi madre, se la tapa el cabello.

—¿Estás celosa? —insiste Álex, divertido.

Ella no responde.

—Tú me das todo lo que quiero —le murmura él.

Como controlada por la mano de un titiritero, mi madre se incorpora sobre un codo, acomodándose. Tira de la goma de los pantalones y baja la cabeza, sumisa. Por suerte desde mi posición solo veo una maraña de pelo en un puño exigente que se mueve de arriba abajo, marcando el ritmo.

—Oh, joder, cómo la chupas, pequeña puta...

Oigo cómo se atraganta, lo difícil que le resulta darle cabida.

—¿Para qué la quiero a ella teniéndote a ti? —le repite, excitado.

Mi madre se separa un segundo solo para tomar aire.

—Nadie se la traga como tú —gruñe Álex, dirigiéndola a su antojo.

Se me humedecen los ojos. Las náuseas son tan fuertes que es como si fuera yo la que está ahí, ahogándome con su polla. No. Joder, no. Las manos me duelen, crispadas en la barandilla. Me mareo, presa del odio y del asco. No quiero seguir aquí, pero no puedo levantarme, ni tampoco dejar de mirar.

La trata con demasiada violencia, sacudiéndola con desprecio o sujetándola bien abajo, contra su pubis, mientras mueve las caderas. La está usando, y ella no solo no se opone, sino que parece disfrutar del castigo.

Álex se está adueñando de todo lo que hay en esta casa, incluida la dignidad de mi madre, si es que alguna vez la tuvo.

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