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Capítulo 14: La vieja camiseta de mi padre

Capítulo 14

—¡Un poco de privacidad! —exclamo, echando agua fuera al incorporarme de golpe.

—Perdón, no sabía que estabas aquí —dice mi madre.

En vez de salir del baño entre disculpas, que es lo que haría cualquier persona que se encontrara por sorpresa con su hija masturbándose, se queda mirando mi cuerpo por un segundo de más, quién sabe pensando en qué. Odio cómo me atraviesan sus ojos, como si en realidad viera la pared que hay detrás en vez de a mí. Y no sé si soy invisible o si quiero serlo.

—Mira cómo has dejado el suelo —dice por fin, dando un paso atrás, fuera del alcance del charco que se extiende—. Lo has puesto todo perdido.

Recoge mi ropa del suelo y revisa mis bragas disimuladamente mientras se dirige hacia la puerta. Son las que he llevado puestas desde ayer por la noche, por fuerza han de estar un poco manchadas.

—Te he dicho mil veces que tires esta camiseta —me regaña de pronto—. Te queda horrible —añade, sacudiéndola como un trapo viejo—. ¿Hasta cuándo la vas a guardar?

Me encojo de hombros, distraída con las burbujas.

—Es cómoda, y a mí me gusta. Déjala donde pueda alcanzarla, me la pondré cuando salga de la ducha. Cuando baje a comer me pondré sostén.

Hace uno de sus característicos ruidos, a medio camino entre un gruñido y un suspiro, antes de soltar la bola de ropa sobre el bidé.

—A la próxima dúchate, ya sabes que no me gusta que te bañes.

—Tampoco pasa nada por darme un baño relajante de vez en cuando, ¿no? —respondo, extendiendo lánguidamente la espuma por mi brazo.

—Pues con tus baños relajantes —le pone énfasis a la palabra, sabe lo que estaba haciendo cuando me ha encontrado arrellanada en la bañera— estás malgastando agua tontamente.

—¿Volvemos a ser pobres? —pregunto, moldeando una torre de espuma.

—No estamos como para que te...

—Deberías probar a darte un baño relajante —la interrumpo, dándole a la palabra el mismo matiz sucio que ella—, te saldrían menos canas.

—En fin, date prisa, que te vas a arrugar, y no gastes más agua —dice, con la mano ya en el pomo de la puerta—, usa la de la bañera. Por favor, no te entretengas, que no tienes cinco años, y recuerda cerrar la puerta con pestillo cuando entres al baño —termina, marchándose.

Con lo malpensada que es, seguro que piensa que soy una especie de aspirante a ninfómana con una obvia tendencia al exhibicionismo. Tengo que entenderla, después de todas las veces que me ha pillado y los rumores que ha oído. Mi versión adolescente decía "sí, mamá, tengo una vida sexual activa y tú no eres nadie para reprochármelo porque te quedaste embarazada con diecisiete años", y odiaba que me diera la lata, así que cuando me preguntaba al respecto era asquerosamente sincera con ella para quitarle las ganas de seguir indagando. Le admití que me había besado con Guillem cuando yo solo tenía doce y que me pasaba toda la tarde en la parte de atrás de su furgoneta con catorce. Nunca preguntó por las fotos, no sé si porque no lo sabía o porque no quería saberlo, ni tampoco por los dos chicos con los que se supone que estuve donde las piscinas, en el pinar roñoso que hay detrás de las pistas de monopatín, porque por lo visto Laia es tan puta que se monta tríos entre cristales rotos y colillas de cigarrillos.

—¡Basta con que llaméis antes de entrar! —le grito cuando termino de procesar lo que me ha dicho.

Estoy harta de que me sexualice, sus celos y sus malditas inseguridades me ponen como objetivo de todos los hombres con los que está, hace que parezcan más interesados en mí que en ella. Por muy capullo que me parezca, Álex no es la clase de hombre que se mete así sin más en el baño con la hija de su novia. Estoy cien por cien segura de que llamaría a la puerta y por supuesto no entraría si sabe que me estoy bañando. Imposible.

Imposible, me repito, a no ser...

Puede que sí lo hiciera si cree que eso es lo que yo deseo. Caigo en que esta misma mañana me he masturbado sin saber si él estaba escuchando, y lo peor es que no sé si gemí su nombre o si son imaginaciones mías. Joder, en qué momento se me ocurrió que era buena idea... Cierro los párpados y se me acelera el corazón como cuando se metió en mi habitación sin esperar a que le diera permiso. La piel se me eriza recordando cómo me hablaba, sus dedos recorriéndome entera. Esa condescendencia paternalista que me saca de quicio y también me excita. Mis manos acarician mi brazo sin lograr provocarme lo mismo que él. Clavo mis dedos en el moratón casi desaparecido. Trato de rememorarlo, de ver detalles que entonces pasé por alto. Cómo me agarró para sacarme de un tirón de la carretera, cómo me salvó la vida y sus ojos después de hacerlo, todo ese autocontrol, esa sensación de no saber si quería abofetearme o follarme sobre el capó. Me recuerdo inspirando su perfume, su aliento, su súplica acariciándome los labios cuando me pidió que guardáramos en secreto aquel beso errático y prohibido. Joder, no, él no respeta nada, y mucho menos a mí. Resulta fácil imaginarlo entrando en el baño para encerrarse conmigo adentro, con su estúpida sonrisa de suficiencia y su estúpida forma de mirarme, como si fuera suya, dispuesto a terminar lo que empezamos.

No puedo evitar que mi cuerpo hambriento reaccione a las imágenes que evoca mi mente enferma. Pero hago acopio de la poca cordura que me queda para que mis manos no estimulen mi cuerpo. Con una sensación que se parece más a la frustración sexual que a la verdadera culpa, cubro mis hombros con una toalla áspera y me froto la piel hasta casi arrancármela.

Salgo del baño con unos shorts tan cortos que es como si no llevara nada bajo la camiseta, lo que es más o menos cierto: no llevo sostén pese a que le prometí a mi madre que me lo pondría.

Afuera me espera Álex con esa mirada que parece ver a través de mí. Sus ojos azules me repasan de la cabeza a los pies sin ningún disimulo. Pero no me puedo sentir halagada, su forma de hacerlo es desaprobadora.

—¿Vas a decir algo? —me adelanto.

—¿Debería?

—Nunca sabes cuándo callarte.

—¿Qué crees que iba a decir?

Frunce el ceño, es evidente que ha escuchado nuestra conversación.

—Algo sobre lo que llevo puesto, supongo.

—Te iba a decir que si no podrías fregar el baño —disimula.

—Podría —respondo, frotándome la oreja con un extremo de la toalla.

—¿El pasillo también?

Bajo la mirada al suelo. Hay solo unas gotas entre mis pies, nada del otro mundo. Paso los pies por encima. Varias veces. Se me quedan los calcetines fríos y húmedos. El suelo está más o menos seco, pero Álex sigue frente a mí, sin moverse. Su corpulencia, o su aura, parece ocupar el pasillo entero. No me veo capaz de seguir adelante si él no me deja.

—¿Por qué te iba a decir nada sobre lo que llevas puesto? —quiere saber.

Su atención clínica me hace sentir expuesta. Paso tanto tiempo en silencio que finalmente solo encojo los hombros. Tengo los pezones tan duros que los siento sensibles al roce de la tela, pero Álex no me los ha mirado en ningún momento, no le interesan. Humillada por su indiferencia, acomodo la toalla en mis hombros para tapar mis pechos.

—Como no paras de soltar gilipolleces pensé que tenías una guardada para ahora, solo eso —me excuso, mientras me hago a un lado para que entre en el baño de una maldita vez.

—En realidad sí quería decirte una cosa. Os he escuchado —admite, deteniéndose ante la puerta, acorralándome con su proximidad—, deberías hacer caso a tu madre, no hagas más difíciles las cosas, Laia. Deshazte de esa camiseta, por favor.

Maldigo la pared a mis espaldas mientras tiro del cuello de la camiseta para subirme el escote, tan dado de sí que deja a la vista el nacimiento de mis pechos.

—¿Ahora me vas a decir lo que debo ponerme?

—Vístete como quieras —dice, tan seco que da a entender que nunca le he parecido atractiva y que nunca se lo pareceré, me ponga lo que me ponga—, pero después no me culpes de los malentendidos, no me acuses como hiciste en el sofá. Piensa un poco, por favor. Piensa en la impresión que puedes darle a tu madre yendo así frente a su novio.

Tras decirme eso posa su mano en mi hombro y me lo aprieta suavemente, un gesto que, si pretende ser reconfortante, consigue lo contrario. Es imposible que no note lo acorralada, pequeña e intimidada que me siento con una pared a mis espaldas y su cuerpo a menos de un metro del mío, lo raro que es que estemos a solas con su pulgar al final de mi clavícula.

—¿No es peor que nos vea así? —contesto, sin transmitir la seguridad que querría.

Levanta la mano como si mi piel le quemara y da un paso hacia atrás. Álex me mira directamente a los ojos como si pudiera ver a través de ellos. Me siento igual que aquella vez antes de besarnos, poseída por ese miedo complaciente tan típico de mi madre.

—Laia, sé que eres más lista que esto —carraspea, dando otro paso hacia atrás como si de pronto fuera consciente de mi semidesnudez—, hazte un favor, no le des motivos a tu madre.

Nada más decir eso, entra en el baño. El pasillo se siente vacío sin su presencia. Estoy medio derrumbada en la pared, las piernas apenas me sostienen.

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