Capítulo 10
Por la noche, las pistas de monopatín a las afueras del pueblo parecen un escenario postapocalíptico, son un cementerio de hormigón pintarrajeado en mitad de la nada. Unas pocas farolas nos separan de la oscuridad absoluta.
Hay menos gente de la que creí que vendría, es demasiado obvio que estoy sola. Como después de un rato todavía no veo a Marina por ninguna parte, voy hacia donde está un excompañero de instituto que me saluda a lo lejos con la mano. Parece contento de encontrarse con una cara conocida y no sé fingir que no lo he visto. He oído que sus amigos fueron quienes escribieron mi teléfono en el cubículo del baño de chicos. Nunca llegué a comprobar si de verdad estaba ahí mi número.
—¿Cómo te va todo? —me pregunta con una sonrisa que me molesta.
—Bien, supongo —digo, abrazando mi mochilita.
—Te has mudado a Barcelona, ¿verdad?
Juguetea con un botellín de cerveza entre los dedos, balanceándolo.
—¿Echas de menos el pueblo? —pregunta.
Tengo la vista clavada en el suelo. Hay muchas cáscaras de pipas bajo las suelas de mis botas. Las arrastro para dibujar dos lunas crecientes. Huele a porro; me fumaría uno. Inspiro profundamente mientras me estiro y levanto la vista al cielo púrpura sin estrellas. Pienso en mi respuesta y presiono con las manos sobre la superficie irregular del banco, clavándome las piedrecitas. El dolor punzante me aclara las ideas. Si esto fuera la furgoneta de Guillem, estaría a dos centímetros de tocar la alfombra de perro que me daba tanto asco.
Echo de menos las estrellas. Y las conversaciones profundas de adolescente despreocupada. También lo de tener alguien con quien hablar. Solo eso.
—A veces —admito.
—¿Qué harás cuando termines la carrera? ¿Has pensado si volverás?
Clavo aún más fuerte las manos, me agarro al borde del banco para notarlo también en los muslos. Más allá de las farolas en las que rebotan las polillas, se extiende un descampado tan negro como mi futuro.
—La verdad es que no lo sé —digo al fin, dando unas palmadas para soltarme las piedrecitas, que casi me hacen heridas en las manos—. ¿Y tú?
—Busco trabajo —responde, encogiéndose de hombros con derrotismo.
Puede que sepa que no conseguirá nada decente si se queda aquí, seguramente quiere marcharse del pueblo y no sabe cómo.
Le sonrío de vuelta y suspiro, melancólica. Lo bueno de tener un pasado como el mío es que nada me ata a la roca que nos ahoga a todos. Puedo dejar mi historia atrás para perseguir un futuro poco prometedor. Otros, en cambio, no tienen ninguno. Si el mío es como el descampado más allá de la luz de las farolas, el suyo debe de ser como un barranco justo en el mismo sitio.
Después de unos incómodos segundos en los que ninguno habla, estoy segura de que la depresión es contagiosa. Nadie se siente del todo a gusto a mi lado. Por romper el hielo, le pido un cigarrillo y dejo que me lo encienda.
—¿Tienes algo en mente? —pregunto, con una sonrisa apenas un poco más alegre que la suya—. Digo, de lo que te gustaría trabajar.
—De lo que sea.
Otra vez nos atrapa ese silencio insoportable. A esas alturas se debe estar arrepintiendo de haberme saludado. O sea, soy yo, Laia, la de siempre.
Por hacer algo, me pongo a revisar mis redes sociales. Con el cigarrillo todavía entre los dedos respondo un mensaje de una persona cualquiera. Solo quiero parecer ocupada, nada más. Vista desde afuera, arreglada, tan guapa, fumando en un botellón, podría tener el aspecto de una chica popular a la que no le importa lo que piensen de ella. Pero quien más quien menos sabe que nunca llegué a ser popular y que cometí muchos errores intentándolo.
Reviso otra vez el post en el que se mencionan a todas esas personas que no conozco, una cascada de nombres en azul pegados unos a otros de tal forma que cuesta saber cuándo acaba una persona y empieza la siguiente. Puede que ninguno haya venido. Ahí está la diferencia entre ellos y yo. Mientras ellos se toman en serio lo de alejarse del pueblo, a mí me ha podido la nostalgia y he vuelto para comer de la mano que me pegaba.
Estoy aquí porque necesito compañía, porque quiero olvidar a Iván y todo lo que está pasando con el maldito novio de mi madre. Pero esta noche no voy a encontrar mis placebos, no es como en las fiestas de la universidad, entre esta gente soy una apestada. Nadie se me acerca, no me acosan ofreciéndome bebida ni me lanzan indirectas, lo que por otra parte no me extraña. Quienes me conocen deben pensarse que no aceptaré después de lo de Guillem.
—¿Sabes algo de...? —pregunto, rascándome la costra de la rodilla.
—Qué va, casi no nos vemos.
—¿Casi?
—A veces quedamos —admite, volcando las últimas gotas de cerveza sobre una hormiga y observando con indiferencia cómo se ahoga, atrapada—. Lo que pasa es que nos hemos distanciado y eso. Ya no voy con su grupo.
—Mejor, porque menudo gilipollas.
Volvemos a quedarnos en silencio mientras mi vista se pierde en la mancha de tinta que es el descampado. Sobre nuestras cabezas, en la cúspide de los conos dorados de las farolas, relampaguean murciélagos. Con el índice doy unos toques al cigarrillo.
Poco a poco el botellón se va animando. Cerca de las rampas, medio a escondidas, hay unas adolescentes, casi niñas, que me recuerdan a mí hace unos años, hablando con dos tíos que tienen aspecto de universitarios. Se están burlando de una chica que se ve muy desorientada. A duras penas se mantiene en pie. Da un trago a la botella de refresco —sin duda mezclado con alcohol— que trae y se acerca a los que fuman porros sentados en el bordillo de la acera.
Uno de ellos nos señala y ella gira sobre sí misma para mirarnos, entre aturdida y enfadada.
—¿Es tu novia? —adivino, por cómo se nos acerca.
—Sí —confirma mi compañero de banco.
El zombie que tiene por novia llega hasta nosotros, deja la botella de plástico en el suelo, se sienta en su regazo y, con una actitud que me repulsa y me avergüenza a partes iguales, le come la boca. Básicamente me está diciendo que le pertenece.
La saludo con un aburrido movimiento de cabeza.
—¿Te importa? —me espeta.
Sé lo que se está imaginando. Teniendo en cuenta mis antecedentes, no vale la pena aclarar la confusión. Doy una larga calada y expulso el humo lentamente, tratando de meterme en el papel de femme fatale, lo que no es fácil cuando mides poco más de uno cincuenta y tienes cara de niña.
Tiro la colilla al suelo y la piso.
—Gracias por el piti —me despido, marchándome.
—¿Y tú qué hacías con esa puta? —oigo que le reprocha a su novio.
Hago como si nada, estoy lo bastante lejos para fingir que no la he oído.
—¿Has tonteado con mi novio? —me grita, riendo ansiosa.
Sigo caminando. No vale la pena.
—¡Te estoy hablando a ti, puta! —chilla, envalentonada por mi pasividad.
Ahora las niñas y los universitarios y los que están en el bordillo me miran a mí. Todos me están mirando, curiosos. Vuelvo sobre mis pasos, cabreada, o más bien asustada; no de ella, sino de llamar la atención.
—Cállate, ¿vale? —le pido conteniendo un grito.
—¿O qué?
Su novio, más que abrazarla, la sujeta.
—Dile que no hemos hecho nada —le pido, tratando de razonar con él.
—¡A mi novio ni le hables, ¿te enteras?! —me ladra ella, creciéndose como un perro pequeño con correa—. ¿De qué coño vas con esas confianzas?
Su novio la estruja más fuerte dándole un besito en la nuca.
—No vale la pena —le susurra, conciliador.
—Tienes que atar en corto a tu perra, eh —digo, riendo por la adrenalina.
—¿Perra yo? —Se revuelve ella, sacando el teléfono de un bolsillo más grande que sus shorts—. Aquí no dices lo mismo. ¿O ya no te acuerdas? —Con los brazos apresados, busca un vídeo y le da a reproducir. Se lo acerca de costado a la oreja. Su novio también debe de estar escuchándolo—. ¿Se oye? ¿Cómo dices? ¿Que eres una perra y una puta? Joder, tía, qué de guarradas dices.
Gira la pantalla hacia mí. Por suerte tiene tan poco brillo que no veo nada.
—Es raro que aún tengas mis videos. ¿Los ves cuando te sientes sola?
—¿Te lo mando? Así no te olvidarás de quién es la perra —me dice, como si no me hubiera oído.
—No, gracias, ya lo tengo —miento, clavándome las uñas en las palmas de las manos—. Pásaselo a tu novio, que parece que le gusta.
—Tú flipas, chavala. ¿Te piensas que es como Guillem? —se ríe, atacada de los nervios, mirando hacia atrás para ver si a su novio también le hace gracia—. ¿Te mola la zorra esta? ¿Te ponen las tetas pequeñas o qué?
Él la abraza meciéndola mientras le regala el oído. Pero a mí no me engaña: su mirada, que asoma por encima del hombro de ella, me confirma lo que ya sé.
—Claro, seguro que está enamorado de ti —contesto, sarcástica.
—Laia, lárgate —me ordena él.
—Tranquilos, me voy, no quiero romper otra pareja.
Porque de ahí viene mi mala fama. Todos creen que Guillem se fijó en mí porque le mandaba fotos desnuda cuando en realidad comencé a enviárselas después de que dejara a su novia, y solo lo hacía porque me presionaba día sí día también. Guillem me recordaba a todas horas que con su ex tenía sexo.
Primero fueron las fotos, después las mamadas y por último mi virginidad.
—¡Qué vas a romper tú, puta! —oigo que grita la loca a mis espaldas.
Como despedida, le levanto el dedo del medio. Después me alejo más y más rápido, perseguida por muchos ojos. El móvil me vibra sin parar en la mano, son varios mensajes de un número desconocido. Un montón de insultos, dos audios y tres vídeos. No necesito reproducirlos para recordar cómo me humillo en ellos.
Puedo apostar a que la mayoría de quienes están aquí me tienen o me han visto desnuda, cuando me miran siento que me ven sin ropa. Camino más rápido. La angustia brota de mi estómago como una burbuja atrapada en mi garganta, tengo náuseas. Ganas de llorar. Ambas cosas. Abandono el lugar tan aprisa que la mochila va chocando contra mi culo.
Un poco después, en la oscuridad casi absoluta de una solitaria calle sin farolas que discurre entre casoplones silenciosos y la valla que rodea el descampado, veo que se acerca lo que de lejos me ha parecido que era la furgoneta de Guillem. Hago como que reviso el móvil agachando la cabeza. La furgoneta aparca a mi lado. Reconozco el sonido del motor, sin duda es él.
—¿Laia? —me llama por la ventanilla medio riendo—. ¿Tan malo es tu sentido de la orientación? Vas en dirección contraria a la fiesta.
Con las lágrimas atrapadas en los ojos, acelero el paso. Siento un dolor acre en la garganta, se me cierra. Mi corazón bombea ácido.
Guillem conduce marcha atrás para mantener su ventanilla junto a mí.
—Oye, ¿estás bien? —pregunta entonces.
—Déjame. —La voz se me rebela, temblorosa. Camino todavía más rápido.
—Te llevo a casa. Sube.
Bajo más la cabeza para que el cabello me oculte la cara.
—Dime qué ha pasado, por favor —me pide.
—¿Quieres dejarme en paz?
Guillem no solo no me deja en paz, sino que derrapa dando media vuelta y se pone a conducir en contradirección para ofrecerme la puerta del copiloto.
—Vamos, Laia, súbete —me apremia, serio.
Niego con la cabeza, medio riendo medio llorando. No me lo creo.
—¡Joder, Laia, sube antes de que tenga un puto accidente! —me ordena.
Pega un volantazo metiendo una rueda a la calzada, su forma de decirme que es capaz de cruzar la furgoneta en mi camino si es necesario.
—¡¿Qué coño haces?!
—Por favor, deja que te lleve —me suplica, casi cariñoso.
Lanzo la mochila adentro. Trepo y cierro de un portazo.
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