Capítulo 2
Hollie
La comida había estado tan deliciosa y sabrosa que me había debatido entre dos cosas: comérmelo deprisa por el ansia o comer lento para que me durara más.
Terminé de comer el Fish & Chips que me había preparado la cocinera del hotel antes de ser capaz de pronunciar a la perfección el nombre de ésta. Realmente, ¡era imposible de articular! Y nos habíamos dado por satisfechas cuando decidimos que la llamaría Sengua. No se asemejaba mucho a su nombre real, pero algo es algo.
Mientras tanto Ellen se estaba encargando de acomodar la habitación en la que me permitirían quedarme esa noche. Decidí entonces que aquel día sería el mejor día de mi vida a partir de aquel momento: me había podido duchar con agua caliente, olía bien, mi cabello estaba cepillado y había podido cambiarme de ropa sin darme en los codos. ¿Qué más podía pedir? Ese día dormiría en una gran cama mullida y estaba cenando un delicioso platillo.
Miré al gran ventanal que cubría una parte del restaurante. Estaba segura de que daba al acantilado que yo antes había apreciado, y por eso decidí levantarme de la silla y acercarme hasta ella para abrirla un poco y contemplar la fascinante imagen que debía tener.
—¡Niña, niña! ¿Dónde vas? ¿Qué haces? —preguntó Sengua.
Me giré hacia ella y descubrí que su rostro desprendía cierta molestia.
—Ehm... uhm...
—Si ibas a abrir la persiana, desde ya te digo que está prohibido —dijo tajantemente.
Algo incómoda por la repentina situación llena de tensión, deshice mis pasos y volví a sentarme sin decir nada más. Pero como mi mente no podía estar ni un segundo en blanco, decidí imaginarme la escena yo misma. Entonces vinieron a mi mente recuerdos preciosos, pero también algo dolorosos. La nostalgia se apoderó de mí y dejé de imaginar.
No recordaba la última vez que había visto el mar –lo había hecho cuando mis padres aún vivían– pero sí tenía muy presente en mí todas las fotografías en las que yo salía de pequeña muy feliz junto a ellos. ¿Qué hubiera sido de mi vida si mis padres no hubieran muerto en aquel accidente? Desde pequeña solía preguntárselo al cielo, a los árboles, a toda la naturaleza que me rodeaba. ¿Qué hubiera sido si...? Muchas veces, cuando tío Shepard había llegado muy borracho a casa y me había pegado con su cinturón de cuero en la espalda porque simplemente le había echado más sal de la cuenta a la comida, preguntaba por qué la vida ni si quiera había dejado vivo a uno de ellos. En ese momento, y con una edad muy temprana, descubrí que la vida no es justa. Que el karma existe, pero solo cuando le interesa. Que si quieres una buena vida, tienes que buscarla por ti mismo. Que si quieres ser feliz, solo tú mismo puedes conseguir serlo. Que el mayor amor que tendrás será el amor que sientas por ti mismo. Que la vida solamente es un rato agradable si tú lo deseas. Y fue entonces cuando descubrí que si quería vivir, tenía que marcharme. Nadie iría por mí y nadie me sacaría de aquel infierno, solamente yo.
Y evidentemente fue lo que hice.
Mi abuela siempre me había dicho que para saber si tienes la vida que quieres vivir, cada noche, antes de acostarte, debes preguntarte cuántas veces repetirías lo que llevabas vivido hasta ese momento.
Y el día en el que llegué a ese hotel, supe que lo repetiría eternamente.
La abuela hubiera estado tan feliz... Ambas sabíamos la respuesta que cada noche dábamos a esa pregunta.
La abuela..., aún se me formaba un nudo en la garganta cuando hablaba de ella o, simplemente, la recordaba. Su muerte había marcado un culminante antes y después en mi vida. La de mis padres también, pero era demasiado pequeña para notarlo. Fue totalmente distinto con ella. Ella me había criado, me había amado, había sido padre, madre, abuelo, mascota... había sido todo en mi vida. Y cuando se murió, me dejó con dos personas que no eran absolutamente nada, es más, creo que los caladios que había plantado con la abuela de pequeña –y que seguían vivos, de hecho, los llevaba conmigo– me habían dado más cariño que ellos dos juntos.
El abuelo era el prototipo perfecto de machista extremo que pensaba que las mujeres son como la cerveza; están bien para pasar un buen rato pero luego dan dolor de cabeza. Tío Shepard era un hombre que no aguantaba verse por más de un minuto al espejo –ni él se aguantaba, lógicamente– y había seguido los mismos pasos, convirtiéndose en una persona aún más cruel. Con la abuela eran así, pero ella sabía manejarlos mejor. Más bien, tenía buen manejo con la zapatilla para estampársela en la cara cuando decían cosas como:
«Las mujeres desean secretamente abandonar el trabajo y convertirse en amas de casa».
«Las mujeres no pueden conducir».
«Eres muy inteligente para ser una mujer».
«Aprende a cocinar o no engancharás a ningún hombre».
Sí, todo muy desagradable.
—¿Hope?
Pues, bien, todo eso –y algo más que no deseaba recordar– había sido mi combustible para dar ese gran paso. Había soñado mucho con ese momento, la abuela había muerto hacía casi dos años y entonces todo había sido insoportable. Cuando terminé la secundaria y cumplí la mayoría de edad –hacía ya unos meses– comencé a trabajar en una cafetería para ahorrar y poder estudiar para cumplir mi sueño, pero aquel dinero finalmente lo invertí en ultimar los detalles para marcharme.
Tío Shepard y el abuelo seguramente no me buscarían.
—¿Hope...?
Sería una tremenda desgracia que lo hicieran, ya que ellos me habían repetido incansablemente que yo solo era una carga más. Pero me era imposible no tener el pensamiento de que ellos me echaran de menos, que las personas con las que había convivido toda mi vida se preocuparan un poco por mí. Eran sentimientos contradictorios, pero no dejaban de ser algo normal para mí.
—¡Hope! ¿Estás sorda?
Me sobresalté cuando vi a Ellen frente a mí, con el ceño fruncido y los brazos apoyados en la cadera. Cuando le presté atención, ella sonrió y destensó su rostro.
Hope era yo. Se me había olvidado.
—Ya pensaba que teníamos otra sorda en el hotel —añadió tomando asiento frente a mí—. ¿Quieres comer más?
—No, gracias.
—Este hotel es un buen sitio para pensar. Hay tanto silencio que no te queda de otra que escucharte a ti misma.
—Sí, supongo... —suspiré, y decidí dejar a un lado los recuerdos—. ¿De verdad este hotel está cerrado?
—Sí —respondió con repentina sequedad—. Y no quiero ser maleducada, es más, me has caído muy bien. Me recuerdas... me recuerdas a una vida de hace muchos años que extraño mucho. Pero la decisión de que puedas quedarte aquí hasta estabilizar tu vida no es mía. Ni de James, ni Sengougahara, ¿lo entiendes? Simplemente no puedes quedarte.
—¿Por el dueño?
—Exactamente, por el dueño. Si tan solo supiera que estás aquí... si tan solo supiera que has pisado aquí, nos mataría a todos. —Pude notar cómo se angustió solo de pensarlo, incluso se removió con incomodidad en la silla.
—En la Antigua Grecia los dioses lo hubieran castigado, ¿sabes? Era un deber ser hospitalario —respondí con un mohín para relajar el ambiente.
Ella se rio, y un par de arrugas se formaron a los alrededores de sus ojos color café y sentí cierta melancolía. A pesar de que no se parecía nada a mi abuela –esa mujer era mucho más elegante a pesar de que llevara un uniforme–, los gestos y su forma tan entrañable de comportarse conmigo me conmovían.
—No creo que le importara en absoluto —masculló. Solo de escucharse, emitió una pequeña carcajada que consiguió contagiarme.
Después, el silencio nos envolvió por varios segundos y ella suspiró.
—Mañana me marcharé —dije para romper el silencio—. No quiero causar problemas.
Ella asintió ligeramente con la cabeza y me apesadumbró un poco el hecho de que al día siguiente tuviera que marcharme de allí. El sitio era agradable, algo silencioso, pero yo podría cambiarlo. Además, allí nunca me encontrarían si quisieran hacerlo. Ellos eran cariñosos, incluso esa mujer de nombre impronunciable. Y Ellen... Ellen era muy maternal. Y me agradaba. Pero simplemente eran un paso de tantos en busca de una vida mejor. Y probablemente, nunca volvería a verlos.
* * *
Me removí, cansada, en la cama. En sí estaba cómoda, pero sentía un gran malestar y un frío agotador, a pesar de que Ellen se había encargado de ponerme muchísimas mantas en la cama. Suspiraba, me movía, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, me colocaba boca arriba, boca abajo, de un costado, del otro, pero era imposible conciliar el sueño. La cabeza me golpeaba con fuerza, provocándome un desagradable dolor. Parecía que me había poseído un demonio. Tiritaba con vehemencia y mis ojos apenas podían mantenerse abiertos por más de cinco segundos seguidos. Con esfuerzo conseguí abrirlos y todo comenzó a darme vueltas. Afuera, frente a mí, estaba el gran ventanal que daba a una terraza a vistas del acantilado –el cual me había costado descubrir por el nivel de oxidación de las persianas–. El panorama era desagradable y mi visión estaba nublada.
Sentí el frío calarse por mis huesos y comencé a temblar más. La cabeza seguía doliéndome e iba a explotar. Cerré los ojos e intenté sacar de algún lado la fuerza para levantarme, y cuando me apoyé a tientas en la orilla de la cama, me enrollé en una de las tantas colchas que tenía sobre mí y comencé a caminar con miedo. No conocía el sitio exactamente y el mareo no me dejaba recordar donde estaban los obstáculos. Me choqué miles de veces hasta que conseguí agarrar la perilla de la puerta; necesitaba ir a la cocina y buscar el botiquín, aguardando la esperanza de que fuera en la cocina donde guardaran el botiquín.
El cansancio se apoderó de mis pies y no entendía cómo aún conseguía mantenerme en pie. No recordaba ni si quiera dónde estaba el paso de la luz y tuve que caminar a ciegas. La luna no parecía estar de mi parte para alumbrar por las ventanas el camino. Cuando me dispuse a bajar las escaleras –por suerte Ellen me había asignado una habitación de la primera planta–, una luz se prendió y al verme apoyada en la escalera, James corrió a mí y me agarró de la muñeca para que no me cayera.
—Hope, ¿estás bien? —preguntó preocupado.
Su voz parecía sacada de un audio de mala calidad y apenas lo escuché con claridad. Ni si quiera le veía bien. Mis pies se enredaron y James me sujetó con más fuerza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ellen a orillas de la escalera—. ¿James?
—Creo que Hope se va a desmayar —contestó él con indecisión y decidió cogerme, cosa que agradecí. La cabeza seguía golpeándome y apreté mis sienes con mis dedos con fuerza.
Ellen subió lo más rápido que pudo y se encontró con nosotros. Posó sus labios húmedos –no dilucidaba bien si estaban libres de carmín rojo– y sus ojos parecieron salirse de sus órbitas.
—¡Oh, dios! Tiene una fiebre del demonio.
—Sí... —balbuceé—. Creo que me ha poseído un demonio...
—¡Llévala a la cama! ¡Ya! Voy a coger las medicinas —añadió.
—Ellen, por dios cálmate que vas a caerte por las escaleras —pidió James sosteniéndome aún en sus brazos.
Desde mi posición su rostro no era simétrico; su nariz parecía ligeramente torcida a la izquierda. Pero, ¿qué importaba en ese momento? ¡Me estaba muriendo!
—Cariño, no te duermas —dijo Ellen bajando las escaleras—. ¡Mantenla despierta, James!
Y con esas palabras, Ellen desapareció de mi campo de visión y James anduvo lentamente hacia mi habitación. Todos mis sentidos estaban anulados y lo único que sentí en ese momento, fue cierta diversión. ¡En el lío que los había metido! El dueño del hotel los iba a matar si se enterara de que alguien estaba allí, ¡no quería ni imaginarme cómo actuaría si descubriera que alguien había muerto en una de sus habitaciones!
* * *
Travis
28 de Marzo de 2016
Los zapatos me apretaban mucho y era irritante.
Charles conducía con lentitud y me hacía sospechar que pretendía que yo llegara tarde a algún sitio. Él solo alegaba que la lluvia era traicionera y no quería arriesgar nuestras vidas. ¿En serio pretendía que le creyera?
—A ver, hombre..., aprieta, que ya estamos casi —le alenté moviendo los dedos de mis pies, notando un cosquilleo que me hizo formular un mohín de incomodidad.
—Señor, como usted dice, ya casi estamos. Tarde o temprano, pero el caso es llegar —contestó él mirando por el retrovisor para verme.
Formulé una desgarbada mueca y levanté el dedo pulgar.
—Estupidez recibida, Charles.
Agradecía que ese viaje sin sentido hubiera acabado antes de lo previsto. Ese viaje a Bristol me había resultado más que aburrido, anodino. Solo una pérdida de tiempo que parecía ser que el único que tenía la capacidad de apreciarlo era yo.
—A ver, ¿cuánto queda? —pregunté.
—Minutos, señor. Ya vamos a entrar al pueblo. Hubiera sido preferible haber agarrado un tren, o no sé.
—¿Qué quieres decir con eso? Demasiado que confío en tus escasas dotes de conducción para esto.
Charles optó por el silencio y lo agradecí. Como bien me había dicho, minutos después el gran cartel del Hotel Redmond me hizo suspirar. Por fin estaba en casa. Tenía ganas de meterme en la habitación y aprovechar que el cupo de gente vista al mes estaba cumplido. Podría hibernar sin que Ellen me dijera su típico asocial cuando me veía de un mejor humor.
Charles aparcó pero algo que me extrañó me llevó a hacerle un ademán para que se acercara más. Más, más y... más. Un coche horriblemente feo estaba aparcado en el territorio del hotel. ¿Aquel día estaba todo dispuesto a estar en mi contra?
—¿Qué cojones...? —cuestioné—. ¿Sabes algo, Charles?
—Sé lo mismo que usted, señor. No olvide que acabo de llegar al mismo tiempo.
—A ver, sí, ajá, claro —mascullé—. Aparca, aparca. ¡Aparca ya!
A Charles le costó unos segundos reaccionar ante mi orden pero finalmente, aparcó. Bajé del coche y aprovechando que el tiempo había dado una pequeña tregua, abrí el maletero y saqué de ahí mis maletas.
—Puedo hacerlo yo, no se moleste —habló Charles una vez a mi lado.
Negué con la cabeza cargando ya ambas maletas. Con lo torpe que él era, seguro que mis maletas acababan en un charco.
Me acerqué al coche y me sorprendió que no fuera ninguno de los míos ni de ninguna persona del hotel, a no ser que alguno de ellos se hubiera comprado otro vehículo. Pero, ¿por qué no notificármelo para ahorrarme este mal momento? Todo era raro y me crispaba.
Caminé con pasos largos y en cuestión de segundos estaba postrado frente a la puerta. Toqué dos veces seguidas y otra vez un poco más fuerte cuando pasaron un intervalo de cinco segundos para que supieran que ya había llegado.
De lo que tardaron, Charles ya me había alcanzado y estaba esperando a mi lado. Miró de reojo un par de veces el coche que había, con la misma duda que me asaltaba a mí.
¿De quién cojones era ese coche?
Los pasos desde adentro se hicieron presentes y segundos después, Hara me abrió la puerta. Me resultó extraño que no fuera Ellen, pero lo dejé pasar.
—Se... señor —titubeó con sorpresa mientras se hacía un paso y nos dejaba entrar a Charles y a mí.
Una vez ingresé, giré sobre mis talones y la miré de arriba abajo. Ella temblaba.
—¿Ocurre algo? —pregunté.
Hara negó con la cabeza repetidas veces mientras erguía su espalda y colocaba sobre ella sus brazos, simulando una apariencia más segura.
—¿Qué va a ocurrir, cielo? —preguntó Ellen bajando con una sonrisa las escaleras.
Su actitud me relajó un poco, aunque solo un poco, ya que, cuando eché de nuevo mi vista a Hara, tenía cara de dilema.
—¿Me podéis explicar de quién es el coche que hay ahí afuera? —Dejé las maletas con fuerza en el suelo e intercalé la vista para abarcar a todos.
—De James, señor —contestó Hara y Ellen llegó hasta nosotros—. James se enamoró de ese coche, estaba tirado de precio y lo trajo. Espero que no le moleste...
Achiné los ojos y ella intentó guardar la compostura. Miré entonces a Ellen, que, con tranquilidad, asintió con obviedad. Volví a mirar a Hara.
—A ver, el coche es una gran mierda —comenté haciendo un mohín y ella se rio, soltando una gran bocanada de aire al hacerlo—. Mañana lo quiero fuera de ahí, no quiero que la gente piense que el hotel está abierto. Lo que me faltaba después del viaje, ver a gentuza por aquí.
—¿Qué tal el viaje, Travis? —intervino Ellen sonriendo mientras hacía el esfuerzo de coger las maletas. Se las retiré de las manos y me dirigí hacia el ascensor para subir a mi habitación y acomodarme.
—Estás demasiado risueña hoy —dije tocando el botón del ascensor varias veces para que acudiera. Eché la vista atrás y la vi tiesa—. A ver, dime qué ocurre... Venga, dímelo. No voy a enfadarme, bueno al menos voy a intentar no enfadarme.
—¿Qué va a ocurrir? —Ella gesticulaba mucho y no me inspiraba confianza.
—¡Pero qué alegría, qué alegría! —exclamó James incorporándose en la recepción. Venía de la cocina.
Bufé y volví a tocar el botón del ascensor. Una, dos, tres veces. Me estaban agobiando. Y los malditos zapatos también. ¿Por qué cojones tanta alegría?
—¿Qué haces tan pronto aquí? —añadió sonriendo, colocándose entre Ellen y Hara.
Sus posiciones parecían agresivas. Ellos acechándome con esas sonrisas estampadas en las caras. Toqué de nuevo el botón del ascensor. Una, dos, tres veces.
—James, haz el favor de dejar de sonreír y quitar el coche de la entrada —pedí y decidí agacharme para deshacerme de los zapatos. Cuando lo conseguí, fue una liberación. Ellen se acercó y me los quitó de las manos.
—Te dije que eran muy duros, cielo —comentó observándolos.
—James, el coche... —repetí haciendo largas pausas entre las palabras—. Ya, ahora. Quítalo. Me molesta.
—Pero señor, mi coche está estacionado correc... —dijo pero Hara le pisó el pie. Al menos mi percepción fue que lo pisó.
—El coche que compraste el otro día, el marroncito. El señor ha dicho lo mismo que yo, por muy poco que te haya costado, te han estafado —intervino Hara.
Estaban raros. Bueno, ellos eran raros de costumbre, pero ese día estaban especialmente más raros. Y el ascensor no venía en mi ayuda.
El silencio reinó en el momento y lo agradecí. Ellos se intercambiaron miradas cómplices y supe que algo no iba bien. Es más, algo iba asquerosamente mal.
—Qué habéis hecho, a ver... —dije tras tomar una desesperada bocanada de aire—. Bueno, es igual. Hablaremos después. Quiero tomar una ducha y como este maldito aparato no baja, iré por las escaleras.
—¡No, no! —voceó Ellen cuando me dirigí a subirlas—. Mira, ¡mira! Ya se abre.
Giré sobre mis talones y era cierto. El ascensor estaba abierto. Si no fuera porque es un objeto inanimado, pensaría que me estaba tomando el pelo también.
Deshice el camino recorrido e ingresé en el ascensor. Ellen fue a hacer lo mismo pero la detuve con la palma de mi mano.
—Voy a ducharme —avisé—. Os doy media hora para deshacer el desastre que hayáis hecho. Y, si tiene algo que ver con ese coche, juro que como mire por la ventana y siga estando, lo tiro por el acantilado.
Los tres, frente a mí, asintieron rápidamente. Yo enarqué una sonrisa cínica y toqué la última planta. El ascensor se cerró y suspiré.
Aquel día no podía soportar ver una cara ajena más.
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