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Vestidos de sangre


Cremados. Cada nuevo ser que Mikail encontraba palidecía bajo las llamas y se entregaba al viento en una humarada gris.

Ellos, lobos al fin, lograban desmembrar a tantos como si solo se tratase de palillos; nunca anticiparon la inteligencia de aquel sujeto. Mikail se regodeaba de su ingenio mientras que el resto veía con asombro, satisfacción e incluso temor, sus acciones. Negarse a él era convertirse en un enemigo. Fabriani, un sujeto que llevaba los mismos años de Mikail contemplando el mundo había recibido el indecoroso destierro en la boca de él.

Desfiló entre los dientes de aquellos quienes aullaban. Su muerte se había terminado de consumir. Mikail y solo D' norat, un hombrecillo de nariz puntiaguda, labios finos y ojos pequeños; habían disfrutado del momento. De la misma manera en que se disfruta de pequeños períodos de gratitud, regocijo que se movía con entereza por sus bocas dejando el brío en su paladar.

Vincent contempló la escena con la misma mirada con la que solía observar a tal hombre; no había manera en que pudiera estar completamente desacuerdo con su proceder, sin embargo la vida extinguida de alguien como Fabriani en sus manos lo había puesto en la palestra de la intriga. Mikail se estaba convirtiendo en una corriente con apóstoles dispuestos a seguirles y cumplirles. Paseó por los largos pasillos conectados alrededor de una plaza central donde la fuente se había transformado en una pila de cuerpos consumados y el olor viciaba cada centímetro del recinto. A varios metros de él se mantuvo firme mientras Lioncourt rechazaba con total convicción lo que en sus ojos solo podía ser una traición a ellos mismos.

—¡Esta falta debe ser sancionada, ahora! —espetó Lioncourt cayendo en un vacío donde el silencio era única.

—¿Desde cuándo somos una organización para sancionarnos entre nosotros? —agitó en un tono bajo—. Actuamos bajo nuestros propios sentidos, Lioncourt, si quieres una manada te invito a buscarlo a ellos. —Rio efusivo señalando aquel montículo de cenizas seguido de una pequeña multitud.

El hombre buscó entre la multitud una mirada cómplice, una mano amiga; alguien que pensara igual que él. Solo encontró ira y cinismo. Aun en Vincent no vio rastro de complicidad. Aquel ser mantenía lazos ocultos pintados de negro con Mikail, lazos que se desasirían en el momento que él considerase necesario y nada más. Mientras, se volvía un peón. Otra ficha utilizable al servicio de quien agitaba el dedo exclamando órdenes y que decidió tomar el camino por sí mismo llevándose a mucho de los suyos por medio de los clanes.

Los clanes.

El aroma de perfume parecía combinarse con la furia innata de los clanes. Su mundo se tornaba de luz durante las noches cuando el sol era solo una imaginación y las almas parecían gritar en sus oídos, llenos de vilo y lamentos. Llanto de mortales, sonoridad complaciente en los oídos de Mikail y D' norat.


El hombre alzó la vista por encima de su cabeza esperando que el viento trajese toda clase de sensaciones que pudieran calmas las que empezaban a mostrarse inquietas dentro de él. El viaje había sido satisfactorio, aún más el camino a Roma, pero estar allí era la cumbre de las sensaciones desmedidas, llenas e intensas de fervor. El inquietante estado de la ciudad parecía convertirla en un ser más a sabiendas de lo que realmente era. Gabriel se coló entre una multitud de gente que gritaba horrorizada el camino del sueño eterno en sus gargantas. Se acercó cuanto pudo sin variar su expresión taciturna.

La escena la había contemplado muchas veces y en algunas ocasiones había sentido la necesidad de tomar por su propia mano la existencia de quienes cometían tal barbaridad. Ahora era diferente. Poco o nada importaba lo que sus ojos veían inexpresivo. Aquel humano convertido en poco más que carne y huesos no tenía ningún valor, mucho menos dada las circunstancias. En cambio, era el pasadizo perfecto que lo llevaría con el resto: Vincent y Clarisse.

Clarisse.

La fémina se convertía en una imagen perenne que martillaba su mente con cada paso que daba ¿En qué momento ella había empezado a dudar de él? Las interrogantes se respondían por sí misma y él solo sonreía convencido de cada una de las acciones que lo habían llevado a ello.

La necesidad se volvía agobiante. Si tan solo lo hubiera entendido, aceptado, si tan solo viera lo que él veía. Pues al final, ambos lo necesitaban.



El recibimiento fue, en su justa medida, signos de alegría y poco más de hechos. Aquel grupo de hombres y mujeres no esperaban, anhelaban el momento preciso. Sus fuerzas contenidas bajo los grilletes de la sociedad y de las propias acciones de quienes se mostraban guiadores, les había hecho sentarse a esperar... aunque los segundos contaban y poco a poco uno más que otros sentían la urgencia de la acción. Era así como, bajo la aprobación de Zen, algunos tomaron la iniciativa de reconocer el camino, lo que harían y, si era necesario, sentir el fresco sabor en sus bocas, pero no retornaban.

Y tampoco lo harían.

Joseph contemplaba desde el ventanal la llegada del carruaje. Un Alan dichoso y caballeroso que ayudaba a una mujer reconocida, pero distinta. Y a él. A final de cuentas siempre lo estuvieron esperando. Están ahí por él y para él. Siempre sería así a pesar de que Asselot y Zen estuviesen a su lado. Ladeó la cabeza reconociendo la silueta de Haziel entrar al salón con un aire obstinado en su rostro. Joseph sonrió. Lo sabía, desde el momento en que el aroma de la fémina se introdujo en la casa; sabía que el humor había cambiado y las cosas se habían tornado distintas.

—Malas decisiones —comentó—. En mucho tiempo de encierro, ese rostro no es el más grato para ver. —Burló paseando por el salón contemplando objetos de poco valor a su vista—. Seguramente no serás lo más grato de ver, de todas formas.

Haziel bufó hastiada.

—Estaba muerta —murmuró—. Lo vi —negó—. Ahora no sé qué vi.

—Lo viste —Le refrescó Joseph sentándose a su lado—, lo disfrutaste. De eso puedo estar seguro, pero no pensaste que ha pasado mucho tiempo desde la última vez, mi querida Haziel. ¿Acaso no crees en la reencarnación?

La mujer suspiró. No, no creía y en sus años de vida no contempló tal posibilidad. Sin embargo allí estaba caminando por el vestíbulo de la casa a pasos cortos, inseguros, observando las paredes del color de la crema y la madera barnizada. Oliendo el aroma de la sangre conjugada con el de alguna fragancia que refrescaba el ambiente.

—Es posible, querida, muy posible y está aquí. Tengo mis dudas con respecto a su carácter. Loren no precisaba ser tímida, pero en ella es como un velo que acaricia su alma y se mantiene —continuó notando a la pareja en la entrada a la habitación.

Versatilidad era lo que diferencia a Alan de Elio; aquel hombre podía moverse y codearse de quien fuera con astucia. Era un animal que se ocultaba muy bien entre los suyos y los mortales. Más no entre los otros... sus enemigos, sus iguales. En corto tiempo logró hacer sentir confortable a Isabel. Elio, por primera vez, la había escuchado reír con sinceridad. Una melodía que escuchó durante mucho tiempo en otra voz, en otro ser y que sin embargo ahora era más cándida, más frágil, más fácil de doblegar. La cercanía de Alan era como un viento fresco entre la frialdad que los envolvía y las emociones desmedidas que se arraigaban en el fuero interno de cada uno de aquellos hombres.

Joseph se acercó hasta Elio con la misma emoción pero diferente actitud. En él, Elio siempre había encontrado alguien sensato, difícil de olvidar y capaz de traicionar. No obstante, de alguna forma allí estaba; cruzado de piernas con la cabeza ladeada y una sonrisa que no dejaba de parecer falsa.

—Es bueno ver que nuestra casta se ha completado —murmuró Haziel con el hilo de la ironía en su voz.

—Lo es, querida —festejó su hermano—. Podemos hacer y no hacer, podemos seguir o desistir, pero creo que todos queremos actuar —exclamó—. Elio, amigo mío, eres libre de tomarte el tiempo necesario y...

—¿Dónde está Zen? —inquirió callándolo.

—Mi señor caminaba con los mortales mientras Asselot lo buscaba; no debe tardar en regresar —contestó Joseph seguro.

—¿Por qué no lo has seguido? No es propio de ti dejarlo solo.

—Algunas veces, solo algunas, necesitamos de la soledad, mi señor —comentó.

Lo sentía detestable, un ambiente rodeado de un aura que la obligaba a estar bajo la mirada de muchos, las preguntas de pocos, las maldiciones exclamadas con los labios sellados. Isabel, pequeña ¿seguía siendo indefensa? Cuanto cambio había ocurrido. Allí entre las paredes del color de la gramínea, las alfombras de hilos finos, el cuero tapizando los muebles y las sillas de tocados predilectos ella era mínima y aun así era otro objeto observable.

—¿Te sientes bien? —Preguntó observando a Isabel—. Puedes hablar con libertad.

—¿Quién es? —inquirió. Erguida frente a él con la frente sudorosa a pesar del clima frío.

—Nadie —cortó. Sabía a quién se refería por lo que no era necesario girar para verla—. Estarás bien aquí.

—No debería decir mentiras —espetó en un susurro. Temía, sí, pero también sentía algo más. Algo que empezaba a quemarla como si estuviera en una hoguera y no dudaba en tomar su cuerpo.

—Si lo digo yo, así será —reprendió.

—No me siento bien, no aquí ¿por qué? —inquirió dudosa—. Me siento en un volcán. Me siento arde en el infierno y no me importa hacerlo siempre que ya este muerta. —La calidez de unas manos que no solían sentir la tocaron. Su caricia era algo que se hacía costumbre con cada nuevo toque, su rostro dolido se convertía en algo digno de ver con cada nuevo día.

Y de nuevo, la implosión de sensaciones ajenas. El cielo oculto tras la tristeza de sus pupilas y los recuerdos vertidos en pequeños frascos llenos de recuerdos.

Nunca dejaría de tener esos sentimientos cuando con el solo roce más de un recuerdo nostálgico afloraba, pero el momento se interrumpió cuando el sonido del golpeteo sobre el suelo escuchó.


Zen aceleró el paso con el corazón desbocado mientras sus manos intentaban limpiarse en su casaca. Estaba ocultando su rostro del resto de las personas cuando la noche lo sobrellenó de manera en que se volvía uno con él. Siempre había encontrado en la soledad un poco de cordura y un poco de nada, ahí en medio de la larga caminata hacia la nada encontraba más respuestas y decisiones que esperaba se tornaran reales en ese preciso momento.

La presencia de Joseph a los pies de las escaleras; meditabundo, casi absorto en la luz de su fiel compañera habían llamado a Zen. Acortó la distancia sin dejar de verlo, de preguntar, de esperar que, sea lo que sea, fuera lo que imaginaba. Y, cuando la respuesta llegó, y las fichas parecían caer así como el tablero empezaba a temblar en sus manos.

—Zen —escuchó en su voz. El hombre hizo una mueca a modo de sonrisa.

—Elio —respondió—. Has estado mucho tiempo afuera; te has perdido de muchas cosas de las que no dudo Alan te habrá puesto al tanto.

—Ha sido lo necesario —musitó—. Me interesa saber lo que has visto ¿podemos hablar?


En medio de la pequeña plaza de la casa ella era poco o nada. Empezaba a sentirse más asustada, más inquieta ¡cómo podía estarlo! Y por qué no estarlo. Extrañar los segundos en la cuenta gotas del pasado era tan doloroso como mirar al frente. Sentir que en los próximos días una guerra interna se manifestaría y estar en el medio no era, por mucho, algo deseado. Era ella tan débil como lo era Isabel. Nunca lo imaginó.

Sus dedos rozaron los labios secos de ella. Su mirada quedó impregnada de la imagen, la silueta de la persona que alguna vez osó a enviar lejos de él; para su cuidado, solía pensar.

Clarisse no creía en fantasmas, mucho menos luego de una larga vida donde ellos solo eran sombras que atormentaban las noches de los mortales, pero él estaba ahí junto a ella como una sombra que acusaba con atormentarla. Él, deseoso, tomó su mentón acariciando sus labios fríos con la poca ternura que un hombre como él pudiera dar.

No era un espejismo.

Tampoco era una sombra.

—Gracias —murmuró.

—No, no amore mio, no me des las gracias —musitó—. Dame tu bienvenida.

Clarisse contempló al hombre frente a ella. Contempló sus ojos, su rostro apacible, la verdad incrustada en sus pupilas, lo que quería decir y lo que necesitaba oír. Asintió.

—Bienvenido.

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