Un ave enjaulada
Lágrimas descendían por el delgado rostro de Isabel, pequeñas gotas de agua salada de la cual no entendía razones para atravesar su mejilla y a pesar de eso lo hacía. Lloraba hechos que en su mente se habían puesto a jugar cual dios con resultados que no había esperado, pero que eran contundentes. Cuando escuchó el murmullo de pasos de alguien que se arrastraba, salió de sus pensamientos. Sus ojos dieron con el rostro magullado y herido de Elio.
El hombre sostenía con un brazo a Mathias quien yacía completamente inconsciente. Elio notó la silueta pequeña entre las sombras del lugar para fijar su vista nuevamente en el recinto. Sellado y sin nadie que respondiera, Elio empezaba a perder la paciencia y a debilitarse. Arrastrar a Mathias consigo lo había cansado más de lo que pudiera estar. Sus heridas, laceraciones profundas de las cuales la sangre no dejaba de brotar, se habían profundizado causando un excelso dolor que el hombre calló durante el transcurso del viaje.
—No... no hay nadie —esbozó Isabel tras él—. Ya lo intenté.
Elio contempló la figura de la joven. Dejó a un lado a su compañero y le pidió a ella que se alejara. Isabel temió ¿por qué? ¿Por qué debería temer por el estado en que se encontraba? Tonta y mil veces más tonta, porque empezaba a preocuparse por alguien del que había temido días atrás.
El hombre tomó impulso y golpeó la puerta con todas sus fuerzas. Sus capacidades habían mermado. Lo intentó varias veces hasta lograr abrirla. Volvió a levantar a Mathias y entró seguido de Isabel, la miró por el rabillo del ojo temerosa como siempre la había visto.
—Necesitaré coser la herida para evitar que siga sangrando y compresas, tráelas por favor —murmuró a duras penas dejando a su compañero sobre un mueble.
Isabel rebuscó por el lugar con los latidos palpitando a velocidades cada vez mayores. Registró cajones y estanterías, entre objetos personales y de uso común. Se encontró con algunos objetos que podía usar para curar al joven. Se movió hasta el lugar con todo lo pedido por Elio y acto seguido se colocó a su lado esperando poder ser de ayuda alguna.
Con las horas pasando y la noche llegando a su fin, Isabel se había quedado profundamente dormida en uno de los muebles cuando el silencio los absolvió a los tres, los gruñidos de Mathias cesaron y Elio había decidió llevarlo a una de las habitaciones para descansar. Las heridas del hombre eran peores que las de él, su posibilidad de recuperación era casi nula y aun no reaccionaba. Graham esperaba que despertara, pero había visto la muerte en más de una ocasión como para saber cuándo iba a pasar frente a él.
Con Isabel ahí, empezó a curar sus propias heridas y aunque ella en más de una ocasión quiso ser productiva, él había negado asistencia de forma rotunda. A ella no le quedó más que hacerse un ovillo y ver como él se curaba las heridas. Sintió el dolor en su cuerpo, aún más en su rostro al notar la profundidad de la lesión abarcando su frente y llegando hasta su pómulo izquierdo. En la comisura de su labio, en su cuerpo. Isabel se preguntaba una y otra vez como podía seguir vivo, y de la misma forma como una canción siniestra, la respuesta en los labios de Elio.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó cuándo sus ojos se abrieron y vieron la cubierta de sangre que vestía una cubeta y el mueble. Elio yacía reposando la cabeza de la madera—. ¿Estás bien?
—¿Te importa ahora?
La mirada de Isabel se posó en el suelo.
—Sí.
Elio ladeó la cabeza observando desde aquel ángulo el rostro de la joven.
—Estoy bien.
—¿Y él? —Se mordió la lengua.
—No... muy bien.
—Se recuperará ¿no?
Elio se acomodó en el asiento meditando más que una respuesta.
—No.
—Necesita un médico, podemos llevarlo a un médico —exclamó ella levantándose rápidamente.
Elio la detuvo.
—Nosotros no necesitamos médicos, Isabel —tragó.
La sensación del frío recorrerla la hizo abrazarse a sí misma y volver al asiento. No lo conocía, pero no le era necesario conocerlo para sentirse mal por él. Quien quiera que fuera estaba tan cerca de Elio como la dueña de aquella casa.
—Ve a dormir, puedes tomar cualquier habitación —razonó Elio.
—Pero...
—Ha sido un día largo.
Fijó la mirada en un sobre con un vaso de cristal sobre él.
—Por favor, descansa. Lo necesitarás.
Dos pasos por descanso. Gabriel había deambulado todo el camino sin saber dónde estaba ni a donde ir en ese instante. La sangre dejó de brotar por sus heridas hacía un par de minutos atrás y al emprender el camino un deseo simple y banal se ahogaba en su garganta. Era la delicia que había dejado de probar desde varios días atrás, su apetito había mermado solo y según él, seguiría así hasta encontrar a la joven a quien empezaba a odiar. Tan cerca, tan lejos. Olía su aroma entre sus recuerdos sonriéndole a ellos mientras el mundo a su alrededor, sucio y devastado, lo observaba con miedo.
El camino lo había llevado cada vez más cerca de la civilización, del aroma exquisito que los humanos podían exhumar. Saboreó sus labios deseándolo, necesitándolo, escuchándolo.
—¿Señor Grasso? —escuchó—. ¡Señor Grasso! ¡Está herido!
Gabriel abrió los ojos encontrándose con el rostro de Berckell frente a él. Sonrió ampliamente.
—Estás muy lejos de casa —esbozó.
—Y usted muy herido —exclamó sin perder la sonrisa de sus labios—. ¡Ayúdame! —gritó al conductor del carruaje—. Lo llevaremos a un médico.
Gabriel apoyaba la cabeza de la pared posterior, escuchando, la voz de Sebastian era cada vez más ansiosa por su estado, pero él se sentía como un ser reencarnado en ese preciso instante. Observó a Berckell ladeando la cabeza.
—¿Los estas buscando? ¿Por eso te he encontrado en mi camino?
Berckell contempló la veracidad en la mirada del hombre aunque su boca había lanzado preguntas.
—Es usted un hombre muy inteligente, señor Grasso —sonrió.
—Me alegra saber que has seguido a pesar de que te he advertido. De lo contrario hubiera seguido caminando en este estado —carcajeó seguido del joven—. Has servido bien, Berckell, quien diría que serías tan audaz, pero tan confiando.
—¿Confiado?
Gabriel se levantó como pudo y se dejó caer al lado del joven quien lo observó expectante. Lo rodeó con su brazo y lo atrajo hasta él observando con dulzura las facciones del chico que se había hecho acreedor de fama y dinero.
—No todos somos como él, a algunos nos gusta rodearnos de las más altas esfinges de la humanidad para luego verlo retorcerse ante nosotros, justo cuando la última gota de sangre ha sido drenada de sus cuerpos.
—Usted...
Una mordida y un sabor que había estado anhelando lo habían hecho volver a ser el mismo.
Caer desde las alturas nunca había sido un miedo significante entre las fobias de Isabel, sin embargo en aquel momento era una sensación excesiva y desagradable que la hacía atragantarse con su propia saliva. Quiso dar un paso atrás, pero el abismo tras ella era similar al que tenía enfrente. Estaba parada sobre una pequeña porción de tierra que amenazaba con deshacerse en menos de lo que ella creía. Saltar o saltar. Las opciones pocas y nada favorables la hicieron temblar de temor.
Nadie quiere caer al vacío cuando desea vivir. Isabel no había querido caer al abismo.
Despertó con la frente sudorosa y la opresión en su pecho. El día había comenzado con un tono gris despertando sensaciones de malestar en la joven. Se refregó los ojos observando el ventanal y aquel clima frío que empezaba a calarle en los huesos.
Fuera de la habitación, el pasillo se había llenado de pequeñas gotas de sangre hasta terminar en una de las habitaciones. Mathias estaba en condiciones tan graves que solo desear se recuperara, muy a pesar de las respuestas de Elio, le parecía poco. Caminó hasta la habitación con pasos sigilosos y observando el gran vestíbulo de la casa. Frente a la puerta comenzó a abrirla despacio al tiempo en que se acercaba.
El color rojo teñía las sabanas. Manchas y gotas. Isabel ahogó el horror al ver las facciones del hombre. Giró rápidamente deseando no haber entrado en aquella habitación, queriendo no haber sido tan imprudente como para haberlo hecho. Los ojos de Elio la examinaron.
—Curiosidad. Es lo único que parece moverte —razonó el hombre.
—Está... muerto —exclamó lo obvio.
—Te lo he dicho.
—Hemos debido...
—No ¿Acaso has escuchado lo que te he dicho? —regañó—. Empiezo a creer que simplemente no entiendes, ¿qué tan estúpido se debe ser? —farfulló—. Las heridas de Mathias eran demasiadas profundas, demasiadas... No podía siquiera regenerarse por sí mismo.
Ella contempló la mirada vacilante en Elio, quien cabizbajo oprimía cada deseo que en su mente bailaba.
—Sé que ustedes no son como nosotros y sé que no soy la única persona que lo sabe —recordó—. Él también lo sabía.
—¿Él?
—El señor Blake —confesó—. Él sabe que Gabriel no... no es como nosotros —murmuró insegura—. Él me lo dijo.
Decisiones.
Todo lo que debía hacer y lo que no se conglomeraba en su mente preguntándose quién se ocupaba de aquello, quién era la persona que se encargaba de convertir cada paso en el momento más fácil e inverosímil. Alan. Él había sido su compañero, su amigo y su enemigo, la conciencia dolorosa e intrigante que taladraba ahondando hasta lograr su cometido, aunque no siempre. La carta de Caroline apareció como una pista por el cual continuar mientras que ella, muy en su interior, sabía que se había perdido en la larga noche de Nueva Orleans. Con la presencia de Isabel a las puertas de la sala de estar emprendía el camino de vuelta a su verdadero hogar. El único lugar que, quizás, no debió dejar atrás.
—Grasso aun te busca —comentó Elio doblando el pedazo de papel—. Mis heridas son gracias a él.
Isabel tragó.
—Él puede hacerme daño —Elio asintió—, pero tú también.
—Así es.
—Ninguno de los dos lo ha hecho —razonó—. Siempre que me ves pareciera que buscaras a alguien y creo que he escuchado su nombre, pero no sé quién es.
—No hace falta —murmuró—. Tomaremos cualquier barco que zarpe a Europa.
Elio la tomó de la mano arrastrándola consigo fuera de la casa
—¿Qué hay de la idea inicial? ¿De esa mujer...? Caroline —espetó.
—Se ha reunido con su hijo —susurró.
—¿Kia?
La voz de Clarisse sonó mortecino en el pasillo hacia las escaleras. La mujer observaba la planta inferior con cierta tranquilidad y los labios firmemente sellados. Observó a Clarisse por un breve instante para seguir viendo al resto en un ir y venir tan armonioso como una danza.
—¿No irás con el resto?
—¿Y tú? ¿No lo harás?
Clarisse alzó la barbilla meditando una respuesta clara, sin titubeos, aunque no hizo falta.
—Él no te lo permitirá.
—¿Mikail?
—A él solo le importa una cosa —bufó— y está a su lado justo en este instante.
La mirada intensa y rebosante de Kia le mostró la razón de sus palabras. Más allá del movimiento en la planta, entre las paredes de cristal, las finas columnas de tono azabache. Más allá de lo simple y cotidiano, dos hombres se mantenían uno al lado de otro. Dos estatuas o esfinges, dos seres iguales y diferentes, pero complejos.
—Vincent.
—Me iré cuando solo sea una imagen borrosa en la mente de Mikail.
Clarisse contempló la severidad en el rostro de la mujer. Las veces en que había estado frente a ella advirtió una sonrisa maliciosa, una mirada llena astucia y una posición que mostraba su orgullo; sin embargo en aquella ocasión veía a una persona retraída en sus pensamientos aunque segura de cada frase que salía de su boca.
—Has de hacer lo mismo —comentó—, no querrás sentir los dedos de Francois en tu cuello nuevamente.
Francois.
—¿Ese es su nombre?
Kia asintió.
—Hace mucho tiempo que está al lado de Mikail, es su guardián, su protector. Un hombre de pocas palabras, de lagunas, de hechos espantosos —confesó—. Mikail lo usará llegado el momento, pero antes debe establecer relaciones con alguien que podía ser una carga, un obstáculo.
—¿Qué es lo que dices?
—¿No lo ves? —preguntó fijando la mirada en la rubia. Notaba sus dudas, su mirada vacilaba y su mano se aferraba al barandal temblorosa. Kia sonrió y resopló—. No, no lo ves —negó—. Esto es lo que quería Mikail, esto es lo que siempre había buscado y cuando tuvo la oportunidad la tomó y la hizo suya. Ahora estamos metidos en una especie de filtro donde el decidirá quién sigue y quién no. Naturalmente, ni tu ni yo podemos seguir.
Dio un paso hacia Clarisse.
—Lioncourt no lo permitirá —sopesó.
—Lioncourt, Fabriani, D' norat, Sgrover, Grasso —escupió—. Ninguno de ellos será tan fuerte como para evitarlo. Uno a uno caerá igual que nosotras. Todos somos piezas en el tablero de Mikail, todos y cada uno de los que estamos aquí.
Clarisse dio un paso atrás. Lo entendía, había comprendido cada palabra y la había aceptado, pero quedarse quieta por solo escucharlo no era ni sería su decisión. Pasó al lado de la mujer quien observando el paso agitado de la rubia la tomó de la mano atrayéndola.
—Vincent es lo más cercano a un obstáculo. No lo alejes de él —siseó en un murmullo.
Frío. El invierno parecía arreciar con mayor intensidad cuando apenas tocaban los meses oportunos. Vincent había estado observando la tranquilidad con la que la noche asolaba su entorno acompañado de aquel sujeto que se convertía en una pesada carga. Ese deseo, ese inmenso deseo de ver el suelo mancillado se acallaba entre sus dedos ocultos dentro sus bolsillos.
Y Mikail lo sabía.
No le hacía falta ver ni preguntar para saber que, al igual que en los demás, él ocasionaba sensaciones de ira. Le gustaba. Cada hilo se estaba moviendo como había deseado y no dudaba que pronto se haría tal como lo había planeado. No podía evitar no sonreír ni sentir la satisfacción por su ingenio, sin embargo al lado de aquel hombre debía mantener algo de compostura hasta que, como a los animales cuando llega el momento, solo escuchase el silencio.
Vincent era para él un hermano perdido, un ser de su propia sangre y propia madre. Alguien a quien debía tener en cuenta, pues del resto de ellos, él era el único de capaz de ver a través de sus palabras. Así lo había presentido siempre.
—Igual que hace mucho tiempo —murmuró extasiado. Vincent asintió—. ¿No lo extrañas? La dicha que otorga cada vez que uno moría. Cada que sus cuerpos eran drenados como si fuesen la pulpa de alguna fruta. Fueron los momentos más placenteros que pude haber tenido.
—Por eso estamos aquí —susurró el hombre a su lado—. Porque necesitas de esto para sentirte feliz —bufó.
—Esas son palabras hirientes, Vincent —sonrió ampliamente—. ¿Tratas de decirme que no te gustó la idea?
Él extendió sus labios, las comisuras de sus labios se elevaron y la maldad tocó su rostro.
Vincent giró entrando nuevamente en el recinto encontrándose con la mirada acusatoria de Clarisse desde los peldaños. El hombre se detuvo por breve instantes contemplándola, aún más observando el movimiento sigiloso de aquella mujer detrás de la rubia.
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