Último aliento
Cuando el aroma de la sangre embargó los sentidos de Caroline, supo que su fiel ayudante no había contado con la misma suerte. Nathaniel era un hombre fuerte, uno de los pocos vampiros a los que Caroline tuvo que enfrentarse convirtiéndose en algo que detestaba.
Con una que otra prenda robada su cuerpo se envolvía en jirones de lo que antes pudo haber sido. Contempló la escena con el dolor carcomiéndola y el deseo de llorar consumiéndola. Caesar se había convertido en algo más que un simple ayudante. Recibió todo tipo de consejos de aquel hombre, recibió su afecto y admiración. Era una de las pocas personas a las que deseaba con vida en algún lugar menos perverso.
La fémina se acercó hasta él acariciando su frente. Sus cuencas vacías no advertían el dolor que pudo haber sentido antes de morir aunque ella lo imaginaba perfectamente. Intentó tocar sus parpados sintiendo un revoltijo de sensaciones corroyéndola. Dejó atrás cada recuerdo, Caesar siempre formaría parte de la otra parte de su vida donde debió hacerse paso codo a codo contra todo pronóstico por sí sola hasta el preciso instante en que él apareció.
Se encaminó por los callejones como pudo. Su cuerpo dolía, su sangre recorría en forma de gotas cada adoquín y su mirada era la de una mujer perdida entre sus pensamientos. Caroline debía llegar hasta su hogar, lo único que le quedaba en aquella ciudad que le había arrebatado todo cuanto pudo haber tenido.
Veía el cielo nublado como un mal presagio de lo que vendría después de aquel día. Comprendía que sus actos, más que una defensa, también la ponían en el ojo de ellos.
Ellos a quienes siempre había temido.
Rodeó el lugar bajando por los callejones sin saber a ciencia cierta hacia donde sus pies se encaminaban. Su alrededor empezaba tornarse confuso así como sus pensamientos y, en ello, un golpe de dolor asestó su abdomen haciendo que cayese sobre sus rodillas. Si debía seguir caminando o no, era algo que empezó a desvanecerse en sus pensamientos en cuestión de segundos. El deseo de cerrar los ojos la abordó así como el de sentir los gélidos dedos de la muerte rodeándola. Caroline se dejó caer sobre un charco de su propia sangre en un callejón donde la putrefacción y la muerte aguardaban.
La tensión en el lugar podía ser atravesada, disfrutada y venerada cual esfinge alzada en una figura teatral donde aquellos dos eran las máxime autoridades. Grasso había logrado, por mucho, hacer que el lobo mostrase su forma natural cuando la sangre del joven que lo acompañó empezó a rodearlos. Con el deseo imperioso de vencerlo, tomar su cuerpo y hacer de él pequeños pedazos de algo que nunca debió existir, Gabriel se movía por el lugar con una sonrisa rozagante y la burla colindando sus ojos. Hasta que el momento de atacar se aproximó.
Acortó la distancia entre ambos, alzándose sobre Elio intentó asestar un golpe certero a su entrecejo. Para Elio tal desfachatez solo podía ser comparada con una burla hacia su fuerza. A pesar de que el golpe llegó a dar contra su frente, solo quedó en el bosquejo de una herida que pasó a más, mientras, las garras del lobo hacían crujir los delgados huesos del tórax de Gabriel. El líquido insidioso y oscuro recorrió el antebrazo del hombre hasta que, con la fuerza que lo caracterizaba, hizo que el hombre rodara sobre sí mismo a varios metros lejos de él.
—Esta... bien... —susurró Gabriel levantándose sin perder la burlona sonrisa de sus labios—. Está bien —repitió—, te has demostrado que no has perdido ni un poco de tu... de lo que seas tú. —Se rio limpiándose el polvo, hojas y pequeñas ramas.
Las palabras resonaban en el interior de Elio como simples, sin ningún mensaje más que el miedo del vampiro por la muerte de su cuerpo inmortal. Gabriel observó al lobo asentarse sobre sus patas con el sonido de las ramas quebrarse, su mirada feroz oculta entre su pelaje que brillaba poco ante el cielo. Gabriel no esperaba caer en manos del hombre de la guadaña en esa situación, mucho menos creía que ese sería el final justo para un momento como aquel. Entonces ¿qué debía hacer? Odiaba el pensamiento que se cruzaba por su mente, uno tan cobarde como jamás pudo haber imaginado, pero era racional.
Sin embargo, qué importaba ya.
Dando varias zancadas acortó el espacio entre ambos, Elio lo espero rugiendo por debajo con su mandíbula fuertemente presionada y sus garras deseosas de cortar cada centímetro de la piel del vampiro. Gabriel se aproximó y, con arma en mano, clavó un cuchillo en las fauces del lobo emergiendo un gran gruñido de Elio y el dolor correr por su rostro. Gabriel se movió para un segundo ataque que Mathias detuvo. El joven había quedado inconsciente por largas horas hasta recuperarse, aprovechó el momento para lanzarse hacia el vampiro entre los gruñidos de desesperación de Elio y la sonrisa sardónica y victoriosa de Gabriel.
—¡Vete, Elio! —exclamó Mathias llamando la atención de él.
No lo quería hacer, no sentía ninguna convicción de retirarse en ese instante y tampoco recibiría las órdenes de alguien como él. Mathias lo sabía y lo entendía más no lo aceptaría. Giró a ver al vampiro quien alzaba los brazos al aire completamente convencido y provocándolo.
La corriente de aire que azolaba en lo más alto de los techos parecía detenerse frente a ellos. Eran un trío que observaba con orgullo lo que sus ojos evocaban y sus mentes planeaban. Había, como siempre, hecho que el mundo les recordará. El murmullo de su especie empezaba a esparcirse de la misma manera en que lo hacía una gota de agua recorriendo un camino por dónde ir. Alan lo disfrutaba. El aroma, el sonido de los crujidos, los gritos de desesperación, le pareció sutil encontrarse nuevamente con aquella clase de sensaciones. Era un niño saboreando cada acto de los suyos y añorando que quienes faltasen se unieran.
Jhosep, por su lado, había contactado con Antoine y puesto sobre aviso de lo que acontecía en aquel paraje de la idílica Italia. Le otorgó detalles y hechos además de un comunicado del propio Alan Asselot que muchos de quienes seguían a Antoine decidieron acatar.
El francés aun deseaba ir en búsqueda de Elio, sin embargo tampoco podía evitar pasar por alto el comunicado de los Asselot. Con ello presente, el grupo emprendió el viaje al país consciente que en un par de días el grupo se agrandaría aún más. Aunado a varios detalles que Antoine había obtenido gracias a Jean.
Mikail hablaba sin palabras demás lo que estaba ocurriendo en América, lo que había esperado que hiciera LornStein y Grasso y, por sobre todo, de la presencia de más personas que formaba un pequeño círculo donde la cabeza de Mikail sobresalía. La congregación mantenía un aire gélido en aquella parte del lugar donde se habían reunido trayendo consigo noticias que hacían volcar el estómago de Vincent.
Como si fuera una cadena de problemas, aquellos que habían enterrado bajo sus pies por años, ahora salían mostrándose tal y como eran. Reclamando y aclamando sus acciones y quienes eran. Vincent había perdido de vista todo contacto con Gabriel, aun sabiendo de la presencia de Nathaniel en el lugar, nada de aquellos dos daba señales.
—Debo salir de aquí —musitó Clarisse al oído del hombre. Él no la miró, pero la sostuvo de la mano.
—Quédate quieta.
—No puedo —siseó en un murmullo—. Déjame salir.
—No puedo protegerte si estas fuera, quédate —zanjó.
La voz de un hombre de fuerte contextura y piel morena retumbaba en los sentidos de los presentes. Planeaba y aseguraba los próximos pasos, además de aseverar lo que sucedería en caso tal sus acciones fuesen vacuas.
— Lioncourt, entiendo perfectamente lo que pides, pero meter en esto a los clanes —negó Mikail—. No es la mejor decisión a tomar.
—¿Cuál es tu idea? —gruñó—. Me imagino que si rechazas mi proposición...
—Sí, he pensado algo mejor que eso. Somos perfectamente capaces de hacer lo necesario por nuestra propias manos sin necesitar de un par de rastreros animales como son los clanes —comentó dirigiéndose al resto.
—Una cacería.
Mikail sonrió amplio al escuchar la voz de Vincent en medio de la conversación.
—Sí. Como los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos nos llevaron a reducir nuestros números y muchos desistieron de la idea.
—¡Y ahora yacen muertos! —gritó eufórico—. ¡Si quieren morir como aquellos bastardos y cobardes no me opondré! Pero ellos no perdonaran.
El hombre situó su mirada en la compañera de LornStein. Se acercó a ella acunando el rostro de la fémina entre sus manos.
—¿Perdonarías alguna vez lo que te hice?
Clarisse tragó observándolo fijamente sin parpadear ni dudar.
—No.
—Ellos tampoco —murmuró—. Ellos no perdonaran lo que hemos hecho.
Kia rio bajo escuchando atenta a Mikail, estaba tan de acuerdo como él. Contempló la mirada desorientada de Clarisse y amplió la sonrisa.
—¿Todos estamos de acuerdo? —preguntó Lioncourt observando al resto de los presentes.
Las miradas recorrieron la habitación buscando la aprobación tensa de quienes yacían a su lado. Un sí. Rotundo y claro, hizo que Lioncourt se plantara. Mikail había logrado convencerlos.
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