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Tormentas


La bruma de las cenizas abordaba los bajos parajes de Paris rodeándolo como una neblina que esconde su alrededor. Haziel observaba con estupor el instante en que, como viles ratas, parte de los clanes que habitaban la zona exclamaban gritos de horror y sufrimiento. La noche se había adelantado para ellos y el fuego consumía la madera, objetos, muebles y telar, así mismo los ataúdes del clan con ellos dentro. Ella solo podía ver con una sonrisa que se extendía en sus labios y la satisfacción recorriendo su cuerpo.

La noche anterior se había topado con aquel nido de alimañas y, acompañada por Jhosep, se había deshecho de aquellos con relativa rapidez. Sus manos se vestían del líquido y sus labios, apenas limpiados por un pañuelo, todavía tenían rastros de sus acciones. Jhosep no encontraba forma de esbozar su felicidad, desde que había despertado había estado esperando por el momento propicio para ir contra los clanes, sin embargo Antoine tenía sus propios planes y él, quiera o no, debía cumplirlas. Sin embargo la aparición de Haziel era un certero golpe para Antoine, con ella devuelta las decisiones ya no solo corrían por cuenta de él. Haziel hacía lo que le parecía correcto o placentero —como es el caso— y nadie podía detenerla, pero a pesar de que la joven era bastante prudente, la extensión de las llamaradas durante la noche no era precisamente algo esperado.

—A Antoine no le agradará esto —rezongó Jhosep con una sonrisa rebosante.

—No te preocupes, el fuego consumirá hasta los cimientos, luego de eso no quedará nada.

—Solo la búsqueda de los oficiales. —Haziel ladeó la cabeza contemplando al hombre a su lado.

—A ellos no les interesa un par de mal vivientes.

—Quizás a ellos no, Haziel, pero a los "otros", sí.

La mujer resopló lanzando parte de su cabellera fuera de su rostro. Tomó un pañuelo que se escurría por el bolsillo de Jhosep y limpió sus manos.

—¿Te dijeron algo?

—¿De Alan? No —suspiró con el rostro en los adoquines—. Pero si los escuché decir que cabía la probabilidad de que todos se reunieran aquí.

—¿Aquí?

—Si lo piensas con mente fría, Haziel, América es muy poco para ellos, sí, habrán muchos clanes, pero cuántos vampiros reales. No, no son suficientes. Además es probable que varios de los nuestros ya hayan sido cremados —murmuró el hombre sacando un puro de sus bolsillos, acto seguido lo llevó a su boca y esperó para encenderlo.

—¿Qué crees que es lo mejor? —inquirió— ¿Ir o quedarnos?

—Poco importa lo que yo crea, pero si pudiera decidir no me movería de aquí.

—Sin embargo ya Antoine está moviéndose para zarpar —razonó—. Debo detenerlo —gruñó.


Caroline había sido consciente de lo que pasaría si, llegado el momento, se encontrase frente a frente con alguno de los vampiros que caminaban sobre Nueva Orleáns, aunque en ningún momento creyó en tal posibilidad. Era tan sigilosa y audaz que siempre estaba dos pasos por delante de ellos. En ese momento ella sentía la necesidad de decir que fue precavida y que la razón por la que se encontraba frente a uno de ellos era gracias a la traición de quienes se rodeaba. No era así. Caesar yacía a su lado protector, fuerte e inseparable, en su mirada la lealtad tenía nombre y, a pesar de que Elio era despiadado y cruel en acción y palabra, la traición no era precisamente una firma suya, al contrario, no importase quien fuese, siempre que era uno de los suyos podía contar con él ¿Entonces cómo pasó? Caroline se devanaba los sesos y mordía sus labios hasta hacerlo sangrar, había cometido un error, pequeño quizás, pero error al fin ¿En qué momento? No lo sabría, ya el daño estaba hecho y yacía frente a ella imperante y sonriente.

Ella sabía lo que debía hacer, lo que más odiaba, la razón por la cual Elio la recriminaba y menospreciaba, pero hacerlo, para ella, sería aceptar el veneno que le fue entregado hacía tantos años atrás. Caesar se movió rápidamente ante el inminente ataque de Nathaniel. El vampiro se había quedado en el lugar por una razón completamente distinta a la que tenía enfrente, pero no pensaba desaprovechar la oportunidad. Siguiendo su instinto atacó a Caesar mientras, éste se defendía con dos espadas cortas que llevaba consigo. Caroline le apuntó con un arma, la misma que había usado con anterioridad. Sus manos temblaban y su pecho subía y bajaba irregular, el miedo corroía su cuerpo de forma en que, el simple hecho de disparar se volvía una actividad titánica ¿Por qué temer? Aferró con fuerza el arma sosteniéndola ahora con ambas manos y la vista fija en el vampiro. Nathaniel era un hombre veloz y sanguinario, no le molestaba hacer del lugar una carnicería ni mucho menos destrozar el sitio por completo, si fuera necesario, pero el fiel ayudante de Caroline demostraba las razones por las que estaba a su lado; su fuerza no parecía humana, mucho menos su visión, tan cambiante de un momento a otro. El choque entre ambos seres se deshizo en un segundo, en el cual, analizándose entre ambos, esperaban con la tensión en el ambiente a quien atacara primero.

Caroline no lo permitió.

Armada con el valor que parecía haberse esfumado, disparó. El proyectil dio contra el hombro de Nathaniel quien al recibir el impacto se desdobló sin llegar a caer en el suelo. Observó el lugar donde la bala se había incrustado con una sonrisa perspicaz en los labios.

—Mi señora, es hora de irnos —lanzó Caesar sosteniéndola por el brazo. Caroline se había pasmado en el sitio, con la vista fija en el hombre, sus temores parecían volver a ella de manera inminente—. ¡Caroline!

La mujer observó a su ayudante y, cerrando los labios, asintió.

Los siguientes segundos se transformaron en una persecución de la cual Caroline empezaba a torturarse. Huía, huía como alguna vez lo hizo cuando parecían necesitarla, lo volvía a hacer. Los recuerdos del pasado la atormentaban con crueldad sin dar paso ni cavidad a la lógica. El dolor que la embargaba la quemaba por cada recuerdo haciéndola inútil. Caesar observaba a su señora con frialdad, sabía de los tormentosos recuerdos de Caroline y de la forma en que podían romperla como si de una vasija se tratase, creía que ella sería capaz de aceptarlos y avanzar. Muchos habían sido los años que habían pasado, y muchas habían sido las cosas que habían hecho juntos sin ningún atisbo de culpa en sus rostros.

Caesar detuvo el equino cuando se vio libre del vampiro, bajó rápidamente arrastrando a Caroline consigo. Ella observaba a su ayudante con la extrañeza postrada en su rostro.

—Escape ahora, mi señora —espetó señalando un callejón—. Yo me haré cargo de él.

—Caesar —murmuró. El hombre asintió con la decisión en su mirada. Caroline no tuvo más que recorrer el callejón viendo a su ayudante montar nuevamente y hacer que las riendas del equino indicasen el camino a seguir.


Elio colindó por varias calles hasta verse en la casa que, según el mismo William Blake, era el hogar de Maxwell Ronald; el lugar no era tan exuberante, por el contrario sobresalía de ella un aire acogedor que él no sabía bien de dónde provenía. La advertencia de un carruaje aproximarse lo hizo girar encontrándose con el rostro jovial de Blake a sus espaldas.

El hombre bajaba acomodando su vestimenta para acto seguido saludar a Graham con la misma sonrisa con la que Elio ya se acostumbraba a verlo.

—No creí que vendría hasta aquí tan pronto, aunque no debiera asombrarme —recalcó William caminando hacia la entrada en compañía de él.

—No hay tiempo que esperar, señor Blake.

—Dígame, ¿cómo ha llegado?

—Niños —nombró burlón—. Son una fuente de información si se les trata bien —comentó con una media sonrisa. Blake fijó su mirada en el hombre y se rio—. Puedo preguntar cómo está Isabel.

William miró por varios segundos a Elio comprendiendo sus inquietudes.

— Diría que animada y mortificada.

— ¿Mortificada?

—Sí, Anne me ha comentado de ello y yo mismo lo he visto. No dudo de que Isabel extrañe a Grasso.

Elio agudizó sus sentidos. Era normal en los mortales caer en las redes de viles alimañas, tan normal que le parecía repugnante y, aun así era imposible detenerlos de seguir.

—No es de su agrado —afirmó resoplando—. No se puede hacer nada cuando se trata del corazón, Elio, solo permitirles la necesidad de acercamiento. Creo que Anne intentará ayudar a esos dos a unirse, perdóname por decirlo de esta forma, pero estoy de acuerdo.

Los ojos de Elio advertían por salirse de sus cuencas, sentía el imperioso deseo de ir hasta la casa de Blake y sacar a la chica de lugar, sin embargo la puerta de la casa se abría dejando entrever a una persona de cabellos rubios opacos y mirada incandescente, un hombre joven con el espíritu de un conocido para Elio.

El chico postró su mirada en Elio con un atisbo de sonrisa en la comisura de sus labios, luego, observó a Blake saludando al presente.

—Señor Blake.

—Mathias, conoce a mi amigo, Elio Graham.

El chico asintió dejándolos entrar.

Una habitación recibía a Elio con todo tipo de comodidades a las cuales ya se había acostumbrado; lo único que podía ponerlo enfermo en ese lugar, era las cabezas de animales ancladas en las paredes como viles trofeos de una actividad que le parecía vulgar. Casi una burla. Eran esos momentos en los que disfrutaba de imaginar lo poco valiente que eran los humanos, cuando las bestias mostraban su fuerza y asesinaban a las personas, instantes en que, como había vivido, los animales eran señalados como peligrosos y los mortales, crueles de naturaleza y acción, no eran atacados.

Sintió el gusto de la sangre pasearse por su boca con el solo placer de ver al susodicho frente a él. Maxwell era un hombre de edad pero de contextura fuerte. Era el tipo de hombre al que los años tan solo parecían haberle dejado pequeñas secuelas. Su cabellera bicolor era lo único que hablaba de su edad, además de sus ojos, sabios e inquisitivos.

—¡William! —exclamó en un sonoro tono de alegría—. Imaginé que no volvería a verte por estos lados.

—No ha imaginado nada bien —refutó aceptando el abrazo del hombre—, no hay nada que me aleje de una buena cosecha de su viñedo, señor Ronald.

El hombre carcajeó fijando su mirada en el rostro de Elio.

—¿Quién es tu amigo?

—Ronald, conoce al señor Elio Graham —musitó observando a ambos hombres a escasos metros uno de otro—. Elio, este es el hombre a quien deseabas conocer.

—Un placer.

Para Elio, conocer al hombre que había dado con un lugar donde se encontraba las posibles criptas había sido el hecho más común que había presenciado. Maxwell resultaba ser un sujeto de bebidas y risas florecientes en las que él poco participaba. En cambio se encontraba intercambiando todo tipo de comentarios con el asistente: Mathias.

El asistente había encontrado en aquel millonario ser una forma de refugiarse de la multitud de cazas que se suscitaron luego de los días de entierro, como fue llamado el hecho. Elio contemplaba en la mirada del menudo hombre la sensación de la venganza y la ira reacia a desaparecer por completo. En el lapso en que Maxwell se desvivía por contar sus aventuras en el África, Elio supo de los días que tuvo que pasar el chico para pasar desapercibido y en los que el deseo de morir era más fuerte de lo que alguna vez imaginó. Por la mente del joven también llegó recurrir el deseo de ir por los clanes, sin embargo ello no sucedió gracias a Ronald: lo encontró en una pelea callejera en la que, en pocos movimientos, había dejado la mandíbula de su oponente desencajada y varias costillas rotas. En ese momento Ronald lo quiso como su asistente y guardaespalda personal. Su naturaleza, aquella bestia que podía exclamar gritos de horror en las personas, la ocultó por varios días hasta que la necesidad regresó a él, desde entonces, una vez por mes su boca se llena de la sangre de algún animal o persona.

—Lamento que el señor Maxwell no haya dado su brazo a torcer —farfulló el joven caminando por los adoquines empedrados en compañía de Elio.

—No lo lamentes —murmuró—, solo contigo me basta saber que ese no es el lugar que busco.

El chico entrecerró los ojos observándolo.

—Las criptas, el posible lugar donde se encuentre el resto.

Elio asintió.

—Si fuera allí, no dude en que se lo diría —El joven negó cabizbajo—, pero no lo es. He estado allí, señor, y créame, no siento a mis iguales en ese lugar. Y si están... es probable que no sea precisamente vivo.

—¿Alguna vez viste a uno de nosotros muerto, Mathias? —Preguntó deteniéndose frente a él—. ¿Alguna vez viste un cuerpo que no se curara ni que renaciera cuando ya creías que estaba muerto?

Mathias fijó su mirada en el suelo y luego en él. Hizo una mueca ladeando la cabeza. Elio sabía la respuesta e incluso él. No era un secreto para ninguno de los dos.

—No.

Elio asintió con una media sonrisa en sus labios.

—Ahora tengo que hacerte otra pregunta ¿Gabriel Grasso te ha visto?

—No —contestó seguro—, tampoco lo hará.

—¿Cuento contigo?

El chico asintió. En su mirada una pequeña luz se iluminaba, una que por mucho le gustaba a Elio.


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