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Secretos

Isabel aguardó. Impaciente, pero con la convicción en su decisión, después de todo, ninguno de aquellos seres había negado la posibilidad de que ella hiciera de la casa su mapa de búsqueda. La puerta detrás de la mesa se había vuelto su objetivo, estaba tentada a entrar en ella y ver qué se encontraba detrás. Para eso, decidió que el momento perfecto sería durante el día, aunque tenía la sensación de que no podría despertar. El estar junto a Gabriel y Vincent provocó un revés en su horario vespertino.

La luz del Sol pronto tocaría la casa. A pesar de que ellos ocultaban cada ventana con grandes cortinajes de un vino oscuro, no solían pasear por los pasillos del lugar. Sabían que aun cuando la oscuridad habitase su hogar, la luz los podría alcanzar.

Se levantó de la cama cuando las rendijas de su balcón brillaron. El Sol estaba en lo alto del cielo, viéndolo, se encontró con el desafortunado momento de cerrar las cortinas. No podía ver los rayos, estaba tan adaptada a las penumbras como ellos. Un escalofrío recorrió su espalda, no sabía en qué clase de ser se estaba convirtiendo y, a tales alturas, ninguno se lo diría hasta que llegase el día.

Salió de la habitación ataviada con una larga camisola que se ceñía a su cuerpo. Con paso sigiloso, caminó por los pasillos descalza. Sus pies, ligeros como una pluma, no provocaban ninguna clase de ruido en todo el corredor de las habitaciones. Una alfombra rojiza, muy oscura, vestía el suelo de madera y cuadros antiguos se acomodaban en las paredes. Aquel pasaje ya le era familiar, podía darse el lujo de caminar como si nada por él, sin embargo debía evitar ser escandalosa. No debía permitirse ser encontrada por ninguno de ellos. Una vez bajada las escaleras, su caminar la llevó a la sala de cocina. Intacta, todavía se preguntaba de dónde saldrían aquellos banquetes que disfrutaba ella sola. Se dio el tiempo para pensar muy bien lo que haría. Giró sobre sus talones, nadie estaba a la vista. Podía mover la mesa, abrir la puerta y entrar en aquel lugar.

Decidida, se vio frente a un túnel donde las sombras acechaban y el olor a humedad era perenne. Dio unos pasos hasta verse en el límite de la entrada. La curiosidad se regodeaba por su mente, bailando al son que tocaba sus pensamientos. Entró en el túnel rodeándose de la oscuridad del lugar. Se sostenía de las paredes para no tropezar. Con el tiempo, sus ojos se adaptaron. Al final pudo ver una antorcha anclada con una llama muy baja que se apagaría en cualquier momento.

Del otro lado estaba una puerta de madera, grande y de arcos en su parte superior. Parecía pudrirse con cada nuevo día, incluso su aroma era aberrante. Se preguntaba si ese era realmente el aroma de la puerta o de lo que estuviera detrás de ella.

Se acercó con la expectación creciendo en su ingenuo rostro. El picaporte era en realidad un aro circular tomado por la boca de un león bravío. Arrugó la frente viendo a aquel pedazo de estatua fijada a la madera. Solo era un león. No tendría por qué sentirse nerviosa, mucho menos temerosa, pero lo hacía.

Un grito se ahogó en su boca cuando, sin darse cuenta de ello, Clarisse estaba a su lado de brazos cruzados y la espalda recostada a la pared. La miró horrorizada, le temblaba las piernas del susto.

—¿Qué haces aquí? —inquirió despectivamente.

—Yo...

—Vamos —cortó—, no podemos entrar aquí.

El camino de vuelta fue corto. Isabel notó que al entrar sus temores le habían hecho parecer que era un trayecto largo, en cambio no era así. Dejó que Clarisse la guiase hasta estar por completo fuera del túnel. Veía como la mujer sellaba la puerta y agregaba otros muebles para alejarla de ella. Aunque no lograría mucho, sentía el deseo desmedido por saber qué había allí. Su corazón latía con fuerza con tan solo pensarlo; quería conocer más de lo que estuviera tras la puerta del león, sin embargo, Clarisse se lo impidió.

—¿Por qué no puedo entrar? —preguntó al aire en un susurro audible para Clarisse. La mujer se giró observando a la mortal detrás de sí.

Quizás no había hecho todo bien, probablemente dejarla ahí hubiera sido mejor. Sellar la puerta e impedir que saliera de las tinieblas, de la misma manera en que ella fue encerrada, era un trato justo que no pensó con anticipación. Por el contrario, la tenía a su lado, aparentemente abstraída y viajando a algún lugar del que le importaba poco saber.

—Hazlo y tus días serán más cortos —murmuró. Isabel fijó su mirada en la mujer.

—Ya lo son —respondió—. No sé qué esperan de mí. Yo solo... —jadeó— ¿Qué hay detrás?

—Eres estúpida —gruñó con repugnancia—. No me interesas en lo más mínimo, pero Gabriel está hipnotizado por ti. —Se acercó a ella con mesura, pero destilando su odio en sus ojos vivos—. Si quieres irte, hazlo. Si quieres morir, hazlo, pero no nos arrastres contigo. Y por sobre todo, no vuelvas a ese lugar. —Su cuerpo tembló de las mil maneras en que lo hacía cada vez que Clarisse destilaba su veneno contra ella. De tantas formas y en tantas circunstancias, no obstante había una pequeña diferencia. No quería saber la opinión de ella, ni mucho menos escuchar qué debería hacer, solo ansiaba conocer algo y estaba detrás de la puerta.

—¿Qué hay detrás? —La enfrentó. Clarisse apretó los dientes con furia. Antes, tal alimaña no le había contestado de aquella manera, estaba sacando sus garras. Las que siempre se imaginó tendría, pero ocultaba tras alguna máscara. Rio con sarcasmo.

—Te lo diré, si y solo si, haces algo por mí —lanzó con malicia. Dio varios pasos hasta verse en la entrada a la sala de cocina. Observaba cual cazador a su presa, la única que había ocasionado una profunda herida en ella.

Isabel, aunque ingenua, intuía las intenciones de Clarisse. Si bien había parecido aceptarla tal como Gabriel lo deseaba, algo en su fuero interno la alentaba a alejarse de ella. Cuanto más lejos estuviera, mucho mejor. Dejó que las palabra se acomodaran en su mente, podía reconocer cuál sería el favor; a su manera de verlo, podía acceder. Después de todo, si alguna vez sintió afecto por Gabriel, no sabía que tanto era ni que estaba dispuesta a hacer por él, en cambio, su deseo por aquello que estaba a tan poca distancia era mucho mayor. Era una corriente, un deseo cernido en su mente, casi inhumano pero agradable. Lo sentía tan cerca de sí como el aire gélido que se cuela por los poros de su piel cuando el frío llega.

—Acepto —murmuró. Su mirada estaba anclada a la puerta, ansiosa.

Con paso decidido se acercó a Isabel. Posó su lóbrega mano sobre su hombro mientras acercaba su rostro al de la mortal. Su mirada clamaba lo ansiosa que se encontraba por llevar a la joven a las puertas del odio. Eso anhelaba, lo podía saborear tal cual el vino carmesí en su paladar.

—Hay un hombre detrás de esa puerta —dijo intrigante. La rigidez tomó forma en el cuerpo de Isabel. Podía ser una cruel mentira, sin embargo no había cabida para pensarlo, por el contrario quiso saber más. Clarisse lo notaba, la joven era tan transparente como el agua, podía ver sus deseos debajo de su piel cálida—, mortal, muy fuerte. No podemos adentrarnos allí, podríamos morir —saboreó tomando el mentón de la joven. Sus miradas fijadas una con la otra, era tan ardiente como tenebrosa—. Incluso tú.

Isabel no lograba comprender cómo aun con las advertencias pudiera seguir provocando deseos en ella, debería temer, como cualquier otro ser. Aunque Clarisse lo hacía ver tan atrayente, encantador con un toque compulsivo, no sabía si ella estaba jugando con su mente, pero su ambición no mermaba.

—¿Qué dices, Isabel? ¿Pretendes entrar nuevamente?

Estaba enfrascada en sus pensamientos, navegaba cual barco sin vela. Se alejó de ella para tropezar con la barra de la cocina.

Para Clarisse la semilla había sido depositada. Ahora solo veía como el experimento se daba de bruces contra lo que ansiaba. Se sentó sobre una de las mesas, sonreída. Se maravillaba del mar de dudas que en ella se mostraban. Lo logró sin mucha complicación.

—¿Quieres que te cuente algo, Isabel? —murmuró. Posó la mirada sobre aquel pequeño pasadizo. La joven sostuvo la mirada a la mujer—. Yo también desee saber que había detrás —comentó—, algo en mi interior me gritaba que fuera por él, que lo descubriera y ahogara en este mundo —masculló con desenfreno—, pero no somos tan iguales. Yo amaba y amo a Gabriel.

—Yo... quizás... —Quiso fijar una posición ante Clarisse, algo que le dijera cómo se sentía respecto a él hombre. No lo sabía.

—Tú no —exclamó—, tú solo quieres seguir viva. No te importan sus sentimientos o lo que anhela, no deseas ver las sombras con él. Tú simplemente complaces para seguir viva —comentó con hastío—. Eres un vil parásito anclado a nuestro hogar. —Los cadavéricos dedos de Clarisse yacían oprimiendo el cuello de Isabel, no podía ocultar su rencor hacia ella. La joven, apurada, quiso zafarse de tan espeluznante agarre. Su fuerza era mayor, por lo que sus intentos eran inocuos y sin sentido.

Clarisse la soltó y se alejó. Trató de calmar su ansías, por un momento la lujuria pudo más con sus emociones y provocaban el deseo de desaguar su sangre a través de una mordida. Se odió por asqueroso momento. Era una humana, sí, pero no le quitaba el hecho de que para ella era una alimaña. Ni siquiera ello la acercaría a tratar de probar su sangre.

—Ni una palabra de esto a Gabriel —lanzó— ¿Has entendido? —La chica se tomaba del cuello acariciándolo. Asintió.

Aquella noche el silencio la acompañó en el estudio. Gabriel y Clarisse habían sido invitados a una cena por el retorno de Clarisse, quien aparentemente estaba en algún lugar lejos de la ciudad. El círculo de amistades se había enterado y hecho un festín por su regreso. Isabel fijaba la vista en la pared, donde alguna vez estuvo la imagen de ese hombre. No entendía si era envidia o ira, pero algo se movía por ella como serpiente sin hogar. Mas aunado a aquella sensación que no se escapaba de su fuero interno, un cúmulo de sentimientos empezaban a jugarle escabrosos momentos de discordancia. Sentía furia, miedo, lujuria, añoranzas e intriga. Todos en un mismo día, todos consumiendo poco a poco su mente.

Se levantó caminando a las estanterías. Quizás los libros la sacasen de su situación, pero ¿cómo hacerlo? Estaba completamente sola. Vincent, dónde quiera que esté, decía que las letras hacía viajar la mente a lugares impensables, y aunque fuera así, ella jamás lo lograría si no empezaba a entenderlas —aunque supiera leerlas—. Quiso apaciguar sus pensamientos en el primer libro que encontró. Estaba escrito en un idioma distinto, con varios dibujos que le causaban escalofríos. Cada hoja que pasaba era aún más aterradora que la anterior. Decidió cerrarlo de golpe ¿Por qué sentía tan intensa curiosidad? ¿Por qué desear remover los escombros y hurgar donde no ha sido invitada? No lo entendía y aunque quisiera nunca lo comprendería. En cambio, las ansias de ahogar toda emoción empezaban a trazarse sobre ella. Eran vueltas de quién sabe qué ocasionada por Clarisse.

Dejó de lado cada palabra de la mujer y cada cosa que había provocado. Salió del estudio con miras a la cocina. Torpemente iría de nuevo tras aquella puerta y, con la sensación de que en esa oportunidad sea Gabriel quien la descubra, no se iría hasta saber. Removió cada mueble que Clarisse había alzado a modo de torre. Cayó al suelo al remover el primer objeto. El golpe hizo que su mente volara por unos segundos. Para su fortuna no era tan grave. Revisó su cabello en busca de sangre sin hallarlo, algo que la alegró aunque se contuvo de festejar por eso. Sacó de su camino el resto de los muebles que tras la caída estaban desparramados por el lugar, cuando estuvo cerca de la puerta, una leve sensación golpeó contra su cuerpo. No concebía un nombre para eso ni por qué la hacía sentir tan ávida, pero estaba allí, como llama quemando cada parte de su cuerpo.

El camino la llevó hasta la antorcha, ahora extinta. Contempló la puerta delante de sí, no dudaría en abrirla. Ya no tendría por qué hacerlo. Meditando y tragando el resto de saliva que quedaba en su boca, ahora seca, abrió la puerta con desenfreno.

Sus ojos se abrieron de par en par, la confusión se trazaba en su rostro. Detrás solo había bloques. Ásperos, sucios y viejos, podía incluso decir que hacía muchos años en que habían sellado la entrada. Contra ello, nada podía hacer. Sintió el flujo de la decepción colarse.

Cerró con pesar e intentó sacar lo que vio y sintió de su cuerpo y mente. Quizás Clarisse la usó. Se aprovechó de sus intrigas, de su curiosidad infinita y la doblegó al punto de corromper sus pensamientos con toda clase de sensaciones. Era eso lo más probable y ella, ingenua, cayó en las redes de la mujer. Se encaminó a las escaleras con la desilusión aferrada a sus ojos.

Esa noche pudo escuchar carcajadas exuberantes resoplar por toda la casa. El festín se trasladó al hogar que la acogía. Envuelta entre las sábanas y el calor que le producían, trataba de ocultar sus desvaríos al punto de querer fundirlos con la almohada y quedasen impregnados en la tela. Aunque la diferencia entre querer y poder era avasallante. Su alma no lograba descansar con el solo cerrar de sus párpados, eran tantos los sentimientos desbordándose por su piel que no entendía cómo podía estar tan tranquila.

En la sala de estar, Vincent flirteaba con un par de señoritas de alguna casta de nobles. Las damas, exuberantes en belleza, sonreían con gracia y coquetería sus palabras. Isabel quedó en el acto viendo la escena, pues nunca antes había visto al hombre cómodo entre las personas. Por lo general, salía con Gabriel en busca de lo que él llamaba una noche de diversión. Vincent en cambio, se movía por su cuenta, como un fantasma, sus huellas muertas desaparecían por toda una noche hasta el día siguiente.

—¿Quién es ella? —preguntó una de las invitadas. Tenía una cabellera rubia que caía sobre su pecho en pequeños bucles bien formados, su rostro suave se coloreaba de forma sutil y cálida.

La mirada de Vincent, pasó de la otra dama a su lado a contemplar la presencia de Isabel. Sonrió con sorna.

—¿Aún estás aquí? —preguntó. La joven torció el gesto. Él se acercó a ella sin prisa. Observaba la mirada inquieta y tímida de Isabel— ¿Estuviste de nuevo en el túnel? —Isabel abrió los ojos aún más.

—No.

—Claro —negó—, hueles espantoso, Isabel. —Se tomó de las manos, no era la primera vez que él decía esas palabras, no dudaba en que no sería la última. Suspiró cansado—. Si te he dejado a la intemperie es porque pensé que serías lo suficientemente inteligente como para irte por tus propios pasos —aclaró. Isabel había pasado un largo tiempo en la soledad, sin él y sin Gabriel. Nada la ataba al lugar, cabía en cuenta que la intriga pudo más con ella. Estaba aferrada a tal idea que olvidó quienes la rodeaban.

—No tengo a nadie. —Se excusó. Vincent ladeó la cabeza, giró sobre sus talones y tomó asiento en el mismo lugar donde antes estaba. Entre las dos damas, quienes ante la intromisión, habían aprovechado el momento para susurrar entre ellas.

—Comparado con lo de afuera, esto es un paraíso —burló. Una de las mujeres se rio por debajo, ocultando su sonrisa entre su mano.

La suerte de la rubia fue primera. Sus ojos desorbitados se fijaron en el cielo de la sala de estar mientras los ponzoñosos colmillos de Vincent lo enviaban a saborear. La segunda, esperanzada, tomaba de la mano del hombre, esperando que sintiera la carne de sus muslos y decidiera girarse a ella. Lo hizo. Contó con la misma suerte.

La escena, aunque frecuente, dejaba cierta sensación de temor y repugnancia en la boca de Isabel. Cuando el hombre estuvo satisfecho, como si se tratara de un típico plato, limpio las comisuras de sus labios y la observó.

—La curiosidad es un veneno, Isabel —comentó. La joven ladeó la cabeza ante lo que escuchaba. Cada vez que aquel hombre le dedicaba una frase o pensamiento, era tan extrañamente encantador que solo escuchaba con admiración—, uno que solo se sacia con el conocimiento. Sin embargo, para ti el conocimiento es igual a una herida lanzada al corazón. No te conviene saber más de lo que sabes. —La chica tomó asiento en alguno de los muebles de la sala. Enfrascó su vista en el suelo, en las líneas que moteaban aquel pasaje que tantas veces había caminado. Entendía muy poco lo que Vincent trataba de decirle, pero comprendía algo. No podía seguir buscando donde no debía aunque ello no distaba de una vaga pregunta que muy pocas veces se atrevía a preguntarse.

—¿Qué pasará conmigo? —Él, sin escatimar en su altiva risa, dejó caer las respuestas cual arroyo sobre la mente de la joven. Pronto preguntaría sobre ello, solo esperaba no ser él quien las respondiese.

—Morirás, como mueren los animales cuando la vida se consume bajo las manos de la muerte —murmuró—. Te hundirás en un charco de tu propia sangre y verás que luego de un tiempo, necesitarás absorberla tal si fuera el líquido universal. Será tu perdición y tu salvación. Serás una quimera hermosa, igual que todos nosotros y los cercanos a nosotros. Vivirás con la muerte a cuestas y el infierno en tus laureles.

Las manos sudorosas de la joven dejaron su regazo para aferrarse al mueble. Quería creer en una posible mentira, pero también entendía que de ellos, él era el único capaz de hacerle ver la verdad. Tragó obligándose a contener el miedo que por su cuerpo se movía como su sombra, arropándola hasta el punto en que ella, si lo permitía, la hiciera temblar.

Vincent lo sentía, la angustia perpetua causando estragos en su cuerpo. No podía evitar sentir cierta satisfacción, tampoco podía evitar sentir lástima.

Eso quedó olvidado cuando lo sintió. Una fuerza que esperaba ser saciada y un deseo que lo rodeó de manera en que se sintiera parte de ella. La conocía. Había estado esperando tal momento, aunque no creía que sería tan pronto. Los días, infinitos como el universo, se habían acortado.

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