Rutas de vuelta
Arcadas.
Isabel jamás había estado tan cerca de un barco, mucho menos entrado a uno, pero la ocasión la había llevado a estar en ese lugar que apuntaba a zarpar en cualquier momento. Llevada a un camarote cómodo, Isabel sentía moverse aún más que el propio barco. Iba y venía logrando que su estómago se retorciera. Buscó salir de allí necesitando el aire. Uno viciado por el aroma de la sal. Se acercó al lateral donde un Elio calmo y sombrío se apoyaba. La joven se aferró a la madera sintiendo el vacío en su abdomen y el cosquilleo en su garganta.
Vomitó. Elio resopló. Se acercó a la joven quitando cada mechón de cabello de su rostro mientras una nueva arcada se ajustaba en el cuerpo de la muchacha.
—Nunca pensé que así sería mi primer viaje en barco —murmuró.
—¿Cómo creíste que sería?
Los ojos de Isabel centellaron con la luz del cielo. Ella negó.
—No lo sé. Cualquier forma menos esta —bufó.
—Entremos, habrá mal clima a partir de ahora —susurró.
Con el rugido del segundo al mando, cada uno de los viajantes debía volver a sus camarotes. Elio acompañó a Isabel hasta el suyo, caminó hacia la pequeña ventanilla notando las pequeñas olas del agua que parecían enardecerse con cada segundo que pasaba.
—No volveré a pisar un barco —chilló para sí.
—¿No quieres regresar a Nueva Orleáns? —preguntó el hombre detrás de ella. Negó.
Alan y Haziel eran un dúo de temer, pero también de admirar. Los hermanos Asselot sabían cómo empezar a hacer llorar su alrededor de temor y melancolía. Soltaban risas a las nostalgias y lamían de copas la sangre de aquellos quienes se perdían en el llanto luego de torturarlos. Haziel nunca gustó de probar la sangre o la carne de vampiro, le parecía asquerosa, igual que cada uno de ellos, pero Alan sí; él los consumía y los atormentaba, los maldecía y lo disfrutaba. Nada era para él más placentero que aquellos minutos en los que veía a tales seres retorcerse de miedo luego de que la ira se les agotase.
Jhosep solo podía verlo sin comprenderlo y, aunque Haziel sí lo entendía, no era tan macabra como el hombre. El primero dio varios pasos fuera de una pequeña capilla donde habían visto a varios de ellos ocultarse ¿Acaso les temía? Eran vigilantes, murmuradores y a quien sea que le estuvieran murmurando, había perdido de vista a los Asselot. Jhosep continuó el camino de gramíneas altas contemplando el par de cuerpos que se habían vuelto cenizas luego de quemarlos. Frente a él un par de lobos sedientos e iracundos alzaban sus fauces contemplándolo a través de aquellos ojos tan negros.
—Cualquiera de ellos que esté cerca debe morir. —Jhosep miró por encima de sus ojos notando a los hermanos—. No dejen escapar a ninguno.
Aullidos.
Expectantes, resonantes. Era el llamado más codiciado que alguna vez pensó Antoine en escuchar. Aunque aún les faltaba un largo recorrido por llegar, aquel sonido empezó a retumbar en sus oídos como un eco dispersado por toda la zona. Los suyos se mostraron ansiosos y curiosos.
Jean dio varias zancadas viéndose al lado del hombre. Lo palmeó levemente llamando su atención. Él lo observó por un instante y volvió a fijar su mirada en el horizonte.
—¿Qué sabes? —preguntó.
—Nada —negó Jean—. La carta debió llegar más no obtuve respuesta alguna. Conociendo a esa mujer, aunque debo decir que muy poco, sé que algo se tramaba.
—No aseguró la vida de Elio.
El hombre negó suspirando.
—Caroline Salvater no es precisamente una adepta a nuestros líderes. Graham, Asselot, nunca gustó de ellos. Puedo estar seguro que lo mataría con sus propias manos cuando tuviera la oportunidad.
—Debemos pensar en que Elio Graham está muerto —afirmó odiando tal aseguración. Jean asintió.
—Dudo de que el último de los Graham lo haya permitido, pero no podemos confiarnos.
Gabriel observaba el fuego recio en la chimenea de la casa. Los colores, las texturas, todas y cada una de las pertenencias de aquel lugar logradas y trabajadas gracias a él y sus hilos. El hombre vivía cómodamente mientras que Grasso fuese quien lo manejase a su antojo. Esperó tranquilo en un acolchado asiento, con una copa vacía y limpia en las manos. La voz trémula de Maxwell saturaba los pensamientos de Grasso. No podía evitarlo, si lo hacía callar, más hilos se desmoronarían. El hombre hablaba con respeto y temor sobre la presencia de Elio en aquel mismo lugar.
¿Cómo no se dio cuenta?
Gabriel había logrado sellar cada agujero en los que pudiera notarse su cercanía con Ronald Maxwell y el invitado que se asomaba a la habitación. Gabriel lo observó indiferente volviendo a fijar su mirada en las llamaradas de la chimenea. El chipoteo incesante de la madera al quemarse.
—Se ha ido.
El sonido y las palabras eran severas, pero la sonrisa en los labios de Grasso eran distintas a lo esperado.
—No importa —murmuró—. Lo estaba esperando, a decir verdad.
—¿Quién se ha ido? —preguntó Maxwell curioso.
—Isabel Wright y Elio Graham, señor Maxwell —respondió Blake tomando asiento en su lateral—. Los vi salir de la casa Salvater, más no a Caroline Salvater ¿Es posible que Nathaniel se haya hecho cargo de ella?
—Es probable —suspiró— e indiferente.
Se levantó del asiento contemplando los recuadros de aquel lugar. Las flores vivaces, el aroma tocado por la muerte.
Blake había tomado un camino alterno para llegar al lugar y rememorar cada expresión de la joven. En ella había visto el miedo que en algún momento sintió cuando, como una sombra vorágine, Irina Grasso había llegado a él. Desde entonces entendió que su camino estaba cercado completamente por cada uno de ellos. Era un espía silente, un buscador y un mentiroso.
—Debo partir también —comentó Gabriel con una sonrisa cruzándole los labios. Giró sobre sus talones contemplando a William—. Hazte cargo.
Blake asintió mientras Maxwell contemplaba a ambos hombres dudoso y temeroso de lo que ocultaban tras aquel intercambio de miradas.
Gritos. Incesantes, dolorosos, fuertes, gritos al fin. El ruido del miedo, de los que escuchaba hacía tiempo atrás.
Blake salió del lugar con un pañuelo blanco ensangrentado y salpicaduras en su rostro. Observó la silueta de Grasso y varias preguntas que se mantenían en su mente taladrándolo.
—¿Irá por Isabel Wright?
Gabriel lo miró por breve segundos.
—¿Crees que me interesa Isabel, William?
—Hizo todo lo que pudo para encontrarla. Incluso supe de sus intentos por convertirla, por qué no ir por ella.
—Porque al final, es otra pieza, Blake. Tal como lo fuiste tú alguna vez o Maxwell...
—O Sebastian —recordó William—. Los Berckell lo buscaran, Grasso, no descansaran hasta hacerlo. Sé que no es propio de ustedes temer, pues la muerte no es algo a lo que teman, pero...
—Tienes miedo por ti y por Anne Marie —terminó—. Lo sé. Asegúrate de viajar a otro lugar, por negocios, como siempre —exclamó palmeando su hombro.
—Señor...
Blake bajó varios peldaños viéndose por debajo de Gabriel y a varios pasos de un carruaje que aguardaba desde hacía varios minutos.
—Es probable de que nada salga como lo esperas o como imagina LornStein.
—Sí —afirmó consciente—. Ya sabes qué hacer en dado caso, igual, ya lo hiciste con Irina.
William rememoró por breve instante las facciones y la naturaleza de aquella mujer asintiendo.
—¿Lo escuchas? —preguntó una mujer—. Dime que sí —gimió fijando su mirada en lo alto de la cúpula.
La magnificencia del lugar en su interior la acogía y la hacían temblar. El bullicio de las voces desgarradas sobresaltaba cada parte de su cuerpo rígido al lado de un ataúd con una puerta con forma de hombre. De ojos absorbentes, brazos cruzados y túnica singular. Un guerrero, quizá.
—Cuando vengan te daré lo que necesites —prometió—, todo lo que sea necesario para que vuelvas, Zen, lo haré —juró.
Pasos calmados y sin turbaciones. Parecían saber que aquel lugar les llevaba a algo, a alguien. La mujer giró sobre sus talones posicionándose al escuchar el chirrido de la puerta al abrirse. Un Jhosep pletórico por la sangre acariciaba cada sucio muro sin perder de vista el campo central de aquella sala. La fémina ladeó la cabeza aferrándose a la esfinge detrás de ella.
—¡¿Quién eres?!
Jhosep amplió la sonrisa recordando aquel rostro, ahora magullado. Ojos pequeños y escabrosos, labios finos como su nariz y una cabellera que parecía haber sido cortada con el filo de un cuchillo. Atrás había quedado la belleza de Rose Quent. Feraud dio varios pasos hasta verse frente a frente, pero el miedo pudo más con la mujer.
—¡Si te acercas...! ¡Yo...!
—Rose —murmuró extasiado, saboreando cada letra en su boca—, Rose. ¿Ya me olvidaste?
Los ojos de Rose se ensancharon. Los había escuchado, los había estado esperando, sin embargo temía que fuese una trampa. Una de las tantas armadas por ellos.
Como siempre, ellos.
—Zen está aquí —alcanzó a decir finalmente.
Isabel contempló por largos minutos como una fruta era devorada en los labios de Elio. Nunca vio a Gabriel consumir algo que no fuese sangre y contrario a él, Elio lo hacía como el acto más natural y simple. Como si él fuera igual a ella. Un humano.
Bajó la mirada cuando él notó sus miradas curiosas. No habían cruzado palabra desde que zarparon. Por lo pronto el mal clima se había marchado y solo quedó un día claro con la luz atravesando varias nubes y un altamar tan tranquilo como un ser dócil. Elio había estado vagando por el lugar observando a la tripulación y, aunque en más de una ocasión recibió regaños por parte del capitán, no se iba de la cubierta. Lo prefería a estar encerrado en algún camarote como el resto de los viajantes.
—¿Sigues mareada? —preguntó sin verla.
Ella negó tragando fuerte.
—¿Cuántos días faltan?
Elio arqueó la ceja ladeando la cabeza.
—Muchos más —resopló—. Es un viaje largo de ida.
—Pareces triste —comentó ella observándolo como lo habría observado en el cuadro. Con la misma sensación que se coló en su interior aquella vez en que lo miró por primera vez... en ese retrato hecho polvo por Gabriel.
—Hace un tiempo tuviste un lugar donde creciste, Isabel —murmuró—. Lo mismo me sucede.
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