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Prefacio



Elio pasaba los días ahí donde la luna lo miraba y las personas lo ignoraban, como si fuera un montículo de piedras más al lado de aquellas ostentosas gárgolas. Se recostó sobre su etéreo amigo, miraba a las nubes tomar la luz del satélite. Una menguante. Dejó salir un benévolo suspiro de entre sus labios pétreos y llevó sus manos a su rostro.

Había pasado mucho tiempo. Lo estaba consumiendo, de hecho, se estaba dejando consumir por él. Sus iguales tan solo veían desde lejos, eran indiferentes a su situación. Sabían de su dolor, de su ira acomedida resguardada en lo más profundo de su fuero interno. Conocían de aquello que, sin lugar a dudas, desgarraba lo poco que quedaba de su alma.

Él no había conocido ese tipo de dolor. Sabía de aquellos que por una herida te hacían gritar y revolcarte, sabía de aquel que te llegaba a herir por algún golpe físico, sabía del emocional por la pérdida de un ser querido, pero no sabía de ese tipo de dolor; el que cuestiona tu existencia, el que te quita lo que creías haber tenido, el mismo dolor que te hace ver miserable y que quieras partir antes de lo esperado. Muchos lo habían sentido. Muchos le habían comentado cómo era, pero para él era una sensación nueva. Se vio perdido en el camino de sus iguales, divagando, con la sola entereza de llegar a ella, verla, sentirla y protegerla de cualquiera que pudiera atreverse a lastimarlos.

Solo ese tipo de dolor le había provocado hasta el más bajo deseo de morir en manos de sus enemigos.

Flexionó su pierna y dejó descansar su brazo sobre ella. Con los ojos en el suelo sin nada más que ese vil sentimiento; la muerte lo llamaba en un susurro que solo él oía.

Su visión se interrumpió por un par de botas de mujer y un aroma tan exquisito que a cualquier pudiera enloquecer. Menos a él. Había aspirado de aquella esencia despedidas de su cabellera castaña, piel tersa y ojos grises. La había olisqueado una cantidad de veces mayor a lo que creía y en todas ellas el sentimiento era el mismo. Una mezcla entre fastidio y repulsión.

— ¿Por qué estas de nuevo aquí? —preguntó ella. Tomó asiento en el límite: entre el vacío y el resguardo del edificio—. Sabes que puedes estar donde quieras y con cualquiera ¿verdad? No eras así. Tuvo que llegar ella y...
—Haziel. —Le interrumpió antes de que pudiera decir algo que le hiciera arrancar en la más profunda ira. Ya lo había hecho, pero esa vez deseaba no tener hacerle daño. La mujer calló. No le había gustado que la detuviera de decir lo que a su parecer no era más que la verdad. Sin embargo ya había sido advertida y no solo por él, también por el resto del clan.
—Es solo que... —resopló. Su voz segura pero cándida se quebraba cuando se trataba de él. Por años su corazón latió con mesura para despistar las sospechas de lo que Elio temía y nunca había dado pie a que sucediera—. Puedes tener a cualquiera.
—No quiero a cualquiera, Haziel —dijo el hombre apoyando la cabeza de su fiel amigo la gárgola.
—¿Por qué sucedió? —Se preguntó ella sosteniendo con fuerza el filo del edificio—. ¿Por qué existe esto? —Clamó sosteniéndose con más ahínco. Pronto algunas fisuras empezaban a notarse en el suelo, la señal de la fuerza y monstruosidad oculta bajo aquel rostro de belleza resplandeciente.
—No lo sé —murmuró. Ladeó la cabeza y la observó sin ningún rastro de compasión por aquella mujer—. Simplemente nacimos atados a ella.
—Nadie se ata a mí. —Su voz se quebró, sutil y débil, dejaba salir sus más temerosos remordimientos.
—Alguien lo hará. —Su mirada ahora fijada en el cielo, veía las lustrosas nubes dar paso a aquella luna que lo había estado acompañando durante toda la noche—. Eres deseable para cualquiera, Haziel.

La mujer observó al hombre a su lado. Veía su posición relajada, recostado sobre la estatua de aquel mitológico animal, sus brazos fornidos se ocultaban tras un chaleco de poliéster y algodón de color negro con un cuello alto que no dejaba ver más allá. Su cabellera azabache desorientada como si la brisa hubiera estado jugando con ella, contrastada con la piel marmórea de su compañero.

—¿Tú me deseas? —preguntó ella arrastrándose a él, caminando como los felinos —o los lobos—. Dejaba mostrar el intenso deseo que resguardaba su alma como si de un tesoro se tratara.
—Detente.
—Elio.

—Te dije que te detuvieras —gruñó.

—Haziel. —Escuchó llamar: Alan. Se cruzó de brazos viendo el bochornoso evento que protagonizaba su familiar más querido—. Haziel, retírate —exclamó tajante.
—Pero hermano...
—¡Ahora! —La voz de Alan se había vuelto dos tonos más grave, de manera en que los demonios bajo su piel se habían apoderado de él.

Ella dio un golpe al suelo y salió de la azotea con miras a la puerta de entrada al edificio. Pasó al lado de Alan sin mirarlo y odiando a quien había decidido entregar su corazón.

Si tan solo él lo quisiera tomar. Quizás los sucesos fueran diferentes.

—¿Por qué la enviaste? —preguntó Elio una vez constatado que la mujer no estaba en el lugar.
—Ella se ofreció a venir, yo solo le di lo que pedía —murmuró el hombre de cabellos cenizas.
—¿Le diste lo que pedía? —refunfuñó enarcando una ceja.
—Ella te desea con benevolencia y sin tapujos, te haría suyo si tan solo se lo permitieras.
—Es tu hermana —contestó.
—Es una mujer —comentó.
—Que asqueroso eres —gruñó asqueado.
—No digo que lo intentaría con ella, Elio, solo digo que es una buena manera de olvidarte de tu pasado.
—El problema es que no quiero olvidarlo —resaltó Elio. Caminó a la otra esquina de la azotea. Los ojos de Alan iban tras su compañero, su amigo de aventuras y desventuras. Lo único que le quedaba después del clan.
—¿Te dejarás llevar por las sombras? —preguntó. 

Elio bufó. Para él, ellos ya eran sombras, visibles al mundo, pero sombras al fin. Consumidos por las ambiciones más peligrosas que los tenían atados de pies y manos, incluso de almas.

—Somos una ¿lo olvidas? —Exclamó con algarabía—. ¡No podemos ser más que un par de monstruos andantes! —espetó cara a cara con la furia la de un animal. Olisqueó el aroma de Alan. Un aroma aberrante.

La causa de su ira. De su rencor y de su eterna melancolía.

—Hueles a vampiro —dijo en tono bajo. El hombre alargó una sonrisa por sus finos labios mostrando sus sangrientos dientes. El líquido carmesí se mezclaba con el tono blanco de su dentadura.
—Algunas alimañas están del lado equivocado de la nevera —tomó el rostro de su viejo amigo viendo cada parte de sus facciones. Su rostro marmóreo exquisito e implacable era lo que más atraía a su hermana, él lo sabía bien. Sin embargo nunca hizo lo posible por ayudarla de alguna manera, para Alan su amigo no podía darse el lujo de arrastrarse a la cama de una mujer y menos la de su hermana. No. Él tenía una mejor idea para él—. No te dejes llevar por tus lamentos, Elio —bramó—. ¡No te dejes caer ante quienes te quitaron lo que te pertenecía! —exclamó con ahínco. Sostenía con fuerza el rostro de su amigo. Elio veía los pozos de su eterno amigo con incredulidad—. ¿Dejarás que sigan viviendo? ¡¿Ellos?! Los que te han hecho tanto daño ¡Despierta! ¡No te la puedo devolver, no tengo ese poder, pero si puedo darte sus cabezas!

Elio tomó las manos de su amigo zafándose de su agarre. Caminó de vuelta hacia las gárgolas perdiéndose en la majestuosa belleza de aquellas figuras horripilantes que se habían vuelto su único sostén.

—Iré por ellos —comentó. Aspiraba el aire como si le estuviera haciendo falta cerrando los ojos ante la esencia que se metía por sus fosas nasales. El aroma de la lluvia se había filtrado en el aire—. Me encantaría tenerte a mi lado. A ella le hubiera gustado ser vengada, sentir el verdadero aprecio que le tenías o eso quiero pensar —murmuró esperando haber logrado su cometido.

No hubo respuestas.

Se acercó hasta aquel sujeto quien se convertía un laberinto de emociones raptadas y colocadas en algún baúl esperando a una propuesta como la de su compañero, pero que ante el dolor y la tristeza parecían perecer. Sostuvo el hombro de Elio sin mirar su rostro. Ya lo conocía, lo había visto por tantos días que sabía que tan dolido y destrozado estaba su alma.

—El amor es efímero, Elio, pero nuestras acciones no —farfulló caminando a la entrada del edificio. Cerró la puerta detrás de sí luego de ver que él aún no se movía de su lugar. Lo miraba impaciente esperando a que volteara y dijera aquellas palabras que ansiaba con esmero y que nunca salieron.

Entornó su camino al último piso donde una veintena entre hombres y mujeres le estaba esperando. Anhelaban el grito que daría paso a la muerte de sus mortíferos enemigos. Creían en la capacidad de Alan para llevarlos a lo que sería su victoria, pero también esperaban a Elio Graham.

Alan salió del elevador viendo a sus compañeros con ojos de esperanza. Era completamente inaudito para el resto verlo de tal manera pues su sonrisa y dicha no estaban acompañadas de él. Los grises ojos de Haziel miraron a su hermano con curiosidad, estaba sentada en un mueble de color crema en el vestíbulo del lugar. 

—Está herido como un perro cuando es disparado a su alma. —Miró a cada hombre y mujer que ahí se encontraban—. Él vendrá...



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