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Ocultos

La sangre hervía como caldera dentro de Vincent, ¿podía tan horrible bestia desatar el infierno detrás de tales mascaras? Podía. Lo había hecho frente a sus ojos y él ¡Oh, pobre ciego! Notó que delante de él siempre estuvo el monstruo con el que alguna vez osó a llamarle. No ha debido cambiar nunca aquel nombre, tampoco ha debido dejarla en paz. Sin embargo, era tal su compromiso y lealtad con Gabriel que, simple y llanamente, haría lo que sea necesario para complacer a su amigo eterno. Aun teniendo ello en mente, las puertas que había traspasado aquel demonio no podían pasar desapercibidas.

Clarisse, tan cerca y tan lejos, gozaba de ver la furia apenas resaltada en los pozos de Vincent, pero a pesar de ello no cabía en dudas de que lo siguiente sería tan aterrador y devastador que lo disfrutaría aún más. No había requerido de mucho, solo voces, susurros y, de alguna forma, ella había caído en sus redes. Qué patética la humanidad y su eterna estupidez.

Hilos de sangre emanaba de las pálidas manos de Vincent. Había hecho un recorrido donde cada gota caía al suelo. Mikail y cuarteto habían tomado la decisión de no meterse en tal discusión. Aunque no podía evitar sentir cierto deseo de ser un simple observador, entendía que, fuera como fuera, algunas cosas debían mantenerse lejos del alcance de extraños, aunque solo sean ellos. Seres iguales. Con ello en mente tomó el estudio como sala de espera, observó aquella pared donde alguna vez el cuadro de Elio Graham se había alzado. No sabía que sentir con respecto a tal recuerdo; alegría por no verlo u odio por saber que a pesar de no estar allí, anclada a una vieja pared, el hombre caminaba sobre ellos.

En el pasillo, Vincent y Gabriel cruzaban miradas como dos extraños. Dos seres que jamás se habían visto ni hablado. Vincent, incendiado por el odio y la furia, no notaba a aquel que lo había acompañado en tantas desventuras. Al contrario, sus ojos iban directo al minúsculo parasito que se ocultaba tras él y lo observaba con cierto nerviosismo. Detestó aquellos ojos negros, muertos como realmente debería estar todo en ella. Hundida en las fosas donde los cuerpos solían volverse putrefactos por los gusanos ¿Cómo le había permitido la vida a tan asqueroso humano? Odiaba a Isabel y a él.

—Vincent.

La voz de Gabriel lo sacó de la vista despiadada que había impuesto sobre ella. Notaba cierta preocupación en su compañero, algo que bien podía sentir, pero que a final de cuentas, poco le importaba. Lo único relevante yacía a cuestas de él.

—Aléjate, Gabriel —clamó con voz profunda y sombría.

Gabriel, ignorando a Vincent, observó a Isabel y le pidió entrase en su habitación. La ira que había estado carcomiendo a Vincent, se desencadenó. Tal era el deseo de Gabriel por ella; tanto le interesaba que no veía el peligro. El azulejo se volvía un monstruo y el arma de doble filo que no quisiera ver empuñado en el cuerpo de Gabriel.

— ¡Aléjate de ella! —exclamó— ¿Acaso no ves lo que ha hecho?

—Isabel es inocente de lo que pudieras acusarle —contestó Gabriel, consciente de sus palabras, de lo que pudiera generar en Vincent y aun así, no retrocedería. Estaba dispuesto a continuar.

Isabel, por otro lado, se escondió tras la puerta de su habitación, los observó como un asustado animal tras un matorral y notaba en Vincent la ira correr por su cuerpo, su rostro era la expresión más horrorosa que ella haya podido ver. Era el rostro de la furia y la muerte.

Sin contratiempos, ni esperar a que Gabriel insistiera, Isabel se encerró. Luego de ver el rostro marmóreo y fehaciente de quien alguna vez puso de sí para enseñarle a leer, temía y debía temer. Vincent no pasaría por alto la falta cometida, mucho menos después de haber dejado a alguien tan importante como lo fuera aquella bestia que tras muchos años durmiese en un ataúd. No, aquello no podía ser perdonado tan fácilmente y, si era necesario, pasaría por sobre el mismo Gabriel.

Ella lo sentía, quemaba su garganta y hacía temblar su cuerpo, sus pasos, cortos y llenos de miedo, estaban colmados de la basta sensación que Vincent se había encargado de hacerle ver con tan solo mirarla. Daba pasos hacia atrás, como si la puerta fuera abrirse en cualquier momento y ella lo esperase. Aterrada.

Se detuvo cuando chocó contra algo. Un objeto —o algo más— que no debería estar en su camino; nada debería de interponerse. Sintió una respiración forzada y acto seguido las manos de alguien aprisionándola y sellando sus labios. Isabel forcejeó como pudo, hasta rendirse y darse cuenta que solo eran pataletas. Aunque deseaba con todo su ser alejarse, no podría hacerlo. Sabía bien que todos en aquella casa contaban con una fuerza sobrenatural contra la cual jamás podría pelear. Era débil y lo odiaba porque la hacía ser temerosa, pero no podía evitarlo. El hombre acercó su rostro al de Isabel, ella lo olía. Parecía que el tiempo lo hubiera descompuesto, era una mezcla mal oliente de humedad, sangre y putrefacción que desconocía de qué parte de él provenía, tampoco deseaba saberlo.

—Te conviene mantener silencio —susurró él. Ella sostenía sus manos, sucias, llenas de barro y tierra, pero lo soltó luego de escucharlo. Él, entendiendo aquello como una aceptación, procedió a alejarse.

—Hazlo, después de todo él lo hará. Qué importa quién sea primero —renegó. Hacía mucho que pensaba en su muerte, en sus posibilidades y cómo podría suceder. Sin embargo en ningún momento llegó a sentir tanto pánico como ese día; no sentía su sangre evaporarse, ni sus piernas flanquear, mucho menos sentía ser la presa por la que Vincent creía, Gabriel sería víctima. Lo intuía, pero jamás lo pensó. Meditando aquello, no veía problema en morir en manos de ese hombre o de Vincent, su destino estaba tan marcado por la guadaña de la muerte que desear extenderlo solo lo complicaría aún más.

Sus piernas perdían fuerzas, pero intentó seguir adelante, se giró lentamente sobre sus talones. Observó al hombre que le había hablado. Entendió entonces de dónde provenía el aroma, todo en él repugnaba y asqueaba. No obstante, ello quedó fuera de lugar cuando observó sus ojos. Verdes como las esmeraldas y brillantes como un sol, era sentirse arder con solo contemplarlo. Había visto aquella mirada, ahora cubierta por mechones de cabellos sobre su rostro, además de una que otra cicatriz en su mejilla y sien. Lo había visto antes, había sido la razón por la que, en algún momento, Gabriel desencadenó su furia.

Elio observó a la joven, estaba incómodo con su mirada. Notaba en ella una figura particular, una que si bien podía estar generándole una mala pasada, no podía evitar sentirse compungido y absorbido por ella. Podía decir que había sobrevivido a aquel entierro gracias a su imagen y su gracia. Era quien lo mantenía con vida, con su sonrisa, su personalidad y carisma. También era por quien moriría si tuviera que hacerlo. Pero Isabel, quien lo veía con cierta particularidad, no se parecía a ella. No tenía esa personalidad vivaz, no lo había recibido de brazos abiertos ni siquiera sabía quién era él.

Dejó de pensarlo; podía ser el tiempo el culpable, podía ser la cuenta gotas de la razón por la que su corazón no latía con tanta intensidad con solo verlo. Incluso llegó a pensar que era su pestilencia y fachas las que habían hecho dudar a la mujer. Se acercó a ella tan rápido como Isabel daba pasos hacia atrás alejándose de él. ¿Comprenderlo? No podía, era ella, era su imagen, sus labios, sus ojos, su cabello, además de su aroma embriagador, por qué huir. La tomó en brazos observando a la chica extrañado de su indiferencia.

—Loren —murmuró. Isabel, aun temerosa, empezaba a comprender la mirada avasallante de aquel sujeto. La estaba confundiendo con alguien más. Se encogió de hombros mientras su corazón daba saltos luego de escuchar los reclamos de la voz de Vincent.

—Mi nombre es Isabel —murmuró aterrada—. Mi nombre es Isabel. Mi nombre es Isabel. —Repetía como un cántico que no la llevaba a ningún lado. Él, que esperaba algún otro acto de la mujer, se alejó.

No lo era, no era la mujer de sus recuerdas aunque tenía su aroma y su rostro, no veía en ella más que un cuerpo ocupado por alguien más. Fijó su mirada en la puerta detrás de la cual palabras y discusiones se recogían de forma abismal. Un deseo se removió por su cuerpo, el mismo que lo empujó a debatirse con aquellos que ahora gobernaban sobre su hogar como si se tratase de un tesoro conquistado.

Volvió a contemplar a la joven, ahora detrás de él, agarrada de brazos y con la mirada del miedo incrustada en su rostro.

—¿Cuántos hay? —inquirió. Isabel no sabía qué pensar ni qué hacer, no escuchaba su voz. Perdida en sus propios pensamientos y terrores no permitía que nada externo a ella la tocase.

Él, repugnado por su debilidad, se acercó a ella tomando su brazo con más fuerza de la normal; el tiempo encerrado le había hecho olvidar manejar su fuerza. Isabel lo miró perpleja, hasta hace poco lloraba en su fuero interno sin derramar lagrima alguna, pues el miedo la hacía flanquear; sentía su brazo comprimirse y la sangre irse de aquella zona. Chillaba de puro sufrimiento mientras la mirada del hombre era tan inmutable como todo en él.

—¿Cuántos hay en la casa? —Isabel desconocía los números, nunca los había conocido, a pesar de que Vincent se había encargado de enseñarle muchas cosas. Los libros, aquellos que solía leer, rara vez los nombraba. Vincent había sido enfático en que, luego de leer su último libro, le enseñaría a contar. Pero tal parecía que ese día no llegaría— ¡Habla! —gritó. Isabel veía las esmeraldas incrustada en las cuencas de Elio, recordándose el nombre que en varias ocasiones había escuchado. De igual manera, contemplando las razones por las que Vincent sentía especial interés en mantenerlo dentro de un ataúd.

—Muchos —murmuró aterrada—, no sé con exactitud, pero son varios, no lo sé.

Elio apenas salía de una prisión que por años lo había mantenido enclaustrado y sediento.

Sediento.

Saboreaba la preciada sangre que hacía mucho no podía disfrutar, aún más sentía los recovecos de una luna que se ocultaba tras las densas nubes. Podía enfrentarse a quienes estuvieran detrás de la puerta, pero eso no le decía que saldría bien librado, mucho menos que, sin desearlo, no retornase a su encierro o peor aún. Muerto. No temía tales bestias, temía de sí mismo y de que, a pesar de todo, era tan débil como la mujer que temblaba frente a él. Quería ignorarla, dejarla a un lado en sus pensamientos o siendo aún mucho mejor, tomar su cuello entre sus fauces y alimentarse después de tanto tiempo, pero no podía hacerlo. No con aquel rostro que le traía tantas memorias y sensaciones.

Sin si quiera pensarlo —nuevamente—, se dirigió al balcón y observó el vacío. Saltar desde aquella altura era tan simple para él que no necesitaba meditarlo, más no lo era para una mortal. Giró sobre sus talones, fijó su mirada en ella. Isabel había visto el caminar de Elio hacia el balcón y meditado todo cuanto podría hacer aquel hombre. Se lo imaginó saltando y muriendo al mismo tiempo, también lo imaginó volando como un ave o cualquier animal mitológico de esos que había leído en los estantes del estudio. Tenía una increíble imaginación, ello no la había prevenido de lo siguiente.

Elio tomó su mano haciéndola caminar a su lado. Isabel, alterada, trataba de zafarse; era tan inútil como salir de los brazos de Gabriel, comparaba las fuerzas de ambos hombres y las igualaba. Sentía el terror correr por su cuerpo, la sangre helarse y el grito mitigarse en su garganta luego de que él la mirase.

Para él no era necesario acordar amenazas con la chica, de por sí, el solo hecho de saber que podía morir cuando él así lo deseara bastaba como para hacerla enmudecer. Cerca del balcón, Elio sostuvo a la joven por su cintura acercándola a él. Ella observaba el vacío y luego el rostro sin expresión alguna de aquel hombre.

— ¿Qué harás? —preguntó a duras penas. Consciente de que no valía la pena preguntar.

—Asesinarte. —Se mofó.

Los arrebatos de Vincent y la mirada incandescente de Clarisse creaban cierta duda en lo que Gabriel ocultaba y cuidaba a capa y espada. Podía creer que quien había permitido todo aquello se encontraba detrás de Vincent, pero eso, en ese exacto momento, solo eran justificaciones que harían molestar aún más a su viejo amigo. Se sentía traicionado pero también eufórico.

Clarisse bien sabía el odio que estuviera cargándose en quien fuera su amante por tanto tiempo, esperaba su perdón. Quizás era ingenua, pero nadie como ella había soportado el deseo desmedido que Gabriel otorgaba sin vacilación. Ansiaba por tanto ver el momento en que el cuello de Isabel se ladeara y la sangre emanara de aquella alimaña.

Deseos que no podría ver cumplirse.


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