Letargo - Parte I
Los murmullos de una pareja se escuchaban en aquella casucha de poca monta donde el aroma a muerte era repugnante. Divagaban entre la posibilidad de otorgar "vida o muerte" como si se trataran de dioses a punto de condenar o salvar una vida mortal.
La joven que los escuchaba recogió sus piernas, temerosa. Se había arrastrado por el suelo hasta dar con la esquina de lo que ella llamaba hogar. No sabía cómo o por qué estaban ahí, pues la zona no era un lugar para cualquiera mucho menos para personas como ellos de aparentes bienes, riquezas y placeres.
Temblaba ante lo que oía. La singularidad con la que hablaban, la manera natural con la que tomaban la vida de otros. Se horrorizó cuando uno de ellos la miró. Los efervescentes ojos del hombre estaban empedernidos en la fragilidad de la chica a la que, si nada se interponía, podría hacer suya. Le había atraído desde el mismo instante en que la vio. Había visto en ella lo que su acompañante desconocía.
Clarisse la observaba con repulsión. Era menos que una rata, una muy grande a su parecer. No entendía cómo Gabriel, su compañero y amante, se había ensimismado en tan asquerosa mortal. Observó los cabellos negros de la joven adherirse a su rostro. Olía a una mezcla de sudor y lluvia, las ropas pestilentes, el escaso calzado y su piel cubierta por la suciedad de las calles.
—No lo acepto —reclamó ella viendo una vez más a su acompañante. Ya estaba asqueada de la discusión y de la presencia de la joven, aún más de estar en aquel lugar donde la miseria habitaba.
—Clarisse, ella necesita de mí —respondió en tono condescendiente.
—Necesita la muerte. Solo eso, como todos los otros. —La muchacha tragó al escucharla. Ella la miró por el rabillo del ojo y se regocijó.
Los nervios aumentaban así como su angustia, temía por su vida, por lo que aquellas personas le harían como hicieron con su familia. Su única familia. Él tomó el cuerpo de su madre, y ella forcejeaba con todas sus fuerzas. Aquel hombre la llevó contra la pared; observó el terror en su mirada y la desesperanza instalarse en ella, pero también un susurro que no alcanzo a realizar «corre».
Los labios del hombre mordieron con fuerza la yugular de la mujer de quien un grito gutural y aberrante emergía. Él la contrajo contra su cuerpo inmovilizándola por completo hasta que vio cómo su progenitora dejó de moverse. Ella cayó al suelo inerte con su mirada en el vacío.
—¿Quieres vivir no es así? —Preguntó él. Extendió su mano hacia ella al tiempo en que una sonrisa sanguinaria se escurría en sus labios—. Yo puedo darte la vida.
Él se levantó ante la negativa de la joven. Realmente la quería para él, por lo que era, por lo que veía en ella. Sería su amante, una gema que tendría en sus manos y disfrutaría, pero su rechazo le fastidiaba. Estaba dispuesto a llevarla consigo si tan solo ella lo aceptaba. Aun así, no le gustaba esperar por respuestas y ella lo estaba haciendo esperar demasiado.
—¡Habla ahora pequeña tonta! —exclamó molesto.
No tendría por qué ir, ni aceptar su invitación, pero por alguna razón alzó su mano hacía él. Llevó el dorso de la mano a sus labios. Respiró hondo aspirando el aroma que ella emanaba.
Aroma a sangre, sudor, lluvia, miedo y flores. Le pareció curioso aquel último olor. Lo atribuyó a la cercanía de la casucha a un campo de rosas. Era ridículo que un lugar tan horroroso estuviera cerca de la belleza de la naturaleza.
—¿Cuál es tu nombre? —susurró. Ella abrió la boca sin poder pronunciar palabra alguna. Gabriel se sonrió por los intentos poco concebidos. La tomó por la nuca con una mano y con la otra por su espalda baja llevándola contra su cuerpo. Paseo su nariz por el cuello de la chica. Aun temía. Lo sentía exquisito.
En los intentos de la chica, su nombre llegó como un murmuro leve y casi ausente.
—Isabel Wright.
Gabriel se alejó para contemplar su nuevo ejemplar. Quitó algunos mechones de su rostro mojado y la tomó con ambas manos, se sonrió como si hubiera logrado algo imposible.
—Tan hermoso como tú. —Estaba fascinado.
La abrazó llevándola con él fuera de la casucha, donde una Clarisse furiosa la asesinaba con la mirada. Se impuso ante Gabriel declarándole la guerra, no la aceptaba y probablemente jamás lo haría.
—Hazte a un lado. —Clarisse negó. Cerraba los labios con apremio. Gabriel soltó un resoplido. Aparte de haber puesto todo de él para conseguir que Isabel lo aceptara, tendría que lidiar con berrinches—. Clarisse, mi Clarisse, no es necesario que hagas esta clase escenas, siempre estaré contigo.
—Vincent lo sabrá y se opondrá. —Él carcajeó ante las amenazas de la mujer.
—No pierdas tu tiempo —exclamó.
Pasó al lado de Clarisse de manera en que sus amenazas no fueran nada. No dudaba de su capacidad, mucho menos de su palabra. Tantas vidas a su lado le dieron a entender que era capaz de hacer lo que decía, fuera lo que fuera. No obstante, también tenía claro que, sea quien sea, no lo harían desistir de su idea de convertir a la joven que llevaba bajo su abrazo.
—¿A dónde me llevas? —susurró Isabel mirando los adoquines del callejón, aislada del mundo fuera de sus pasos.
—Al mejor lugar al que alguna vez irás. —siseó.
La frialdad corría por sus huesos. No lo había notado en todo el viaje hasta que, sentada a su lado, lo hizo. Gabriel se apresuró en buscar mantas para darle calor. La envolvió con ellas y tomó asiento a su lado observándola con el mismo anhelo y deseo.
Isabel veía sus manos. A pesar de haber aceptado ir con Gabriel no estaba segura de lo que sucedería mucho menos de lo que él llamaba "vida". También tenía claro que si no hacía lo que él le pedía su paso por allí sería verdaderamente corto. Debía evitarlo, aunque sintiera miedo. Observó por el rabillo del ojo a su compañero; Gabriel paseó sus dedos por la mejilla de la joven haciendo que se enderezara ante el roce.
Se sonrió por ello.
Le gustaba su inocencia, cosa que probablemente perdería después de hacer lo que tenía en mente y solo por ello se daba el lujo de observar los últimos trazos de humanidad de aquella muchacha a la que había seleccionado consciente de quien era. Tanta similitud lo llenaba de dicha.
Una voz áspera lo sacó de sus pensamientos. Notó al hombre caminar hasta verse frente a ello. Tomó asiento despreocupado por lo que veía, curioso por las aseveraciones de Clarisse; extendió ambos brazos por encima del mueble rojizo. Una sonrisa pretenciosa bailaba en sus labios. Observaba la escena que su amigo protagonizaba, divertido.
—Ahora entiendo los arrebatos de Clarisse —masculló viendo a la chica—. La has cambiado como si de un animal se tratara.
—Reserva tus comentarios, Vincent.
—Lo haría si la voz de tu amante no estuviera todavía taladrándome los oídos —gruñó—. ¿Puedo preguntar qué harás con ella? —Gabriel se sonrió ante la pregunta.
—¿Te parece bien un castigo?
—¡Oh, vamos Gabriel! —Soltó ladeando la cabeza—. Está muerta de celos, pero bien, eso me tiene sin cuidado, siempre y cuando deje de ser una molestia.
—Luego me ocuparé de ella —murmuró—. No te preocupes.
—¿Y de ella? —preguntó, señalándola—. ¿A qué juegas, Gabriel?
—Tengo planes para ella.
El hombre exclamó un "oh" burlón. Se descruzó de piernas y apoyó sus codos sobre sus muslos. Tenía una mejor vista de quien fuera la nueva compañía de su amigo. Estaba entendiendo por cada vistazo la razón por la que estaba tan amarrado a su presa. Aunque él lo podía entender bien, Clarisse no. Sus ojos nunca han visto a otro ser que no sea Gabriel y solo cuando lo hiciera podría entenderlo así como él lo hacía.
—¿Puedes contarme de ellos? —preguntó expectante.
Gabriel se sonrió. Su viejo amigo estaba más interesado de lo que él se imaginó que lo estaría. Eso lo emocionó. De esa forma no tendría que lidiar con una nueva molestia.
—Después.
Vincent no entendió la actitud cambiante de Gabriel. Lo analizó por un momento. Las facciones de Gabriel se habían vuelto duras, rusticas y llenas de esa mirada que lograba hacer temblar a cualquiera, por lo que decidió dejar el tema hasta ahí. Había otra cosa que estaba rondando por su mente desde hacía un rato.
Se levantó del mueble y sacó un pedazo de papel en tono amarillo con letras inscritas en un idioma desconocido. Podía sentir el reborde de la tinta; había sido escrito recientemente.
—Lo que sea que vayas a hacer, hazlo antes de este día —dijo lanzando el papel a una mesa.
—¿Qué es? —preguntó tomando la hoja.
Vincent aguardaba a la respuesta de su amigo. Si lo conocía tan bien como pensaba podría imaginar cuál sería su reacción, pero al estar tan atraído por la presencia de Isabel desconocía lo que sucedería.
—¿Esto es un juego? —Negó. Sea lo que dijera aquella carta, había caído como una piedra sobre él.
—Los necesitaremos a todos. Ya he enviado mensajes a varios, pero aún faltan más. Mikail no nos ha contactado todavía, no dudo que lo hará.
—No deben volver.
—No, por eso espero que lo hagas pronto —esbozó—. Nos será de utilidad, por eso está aquí ¿no es así? —Gabriel no contestó y Vincent no necesitaba una respuesta, desde que la vio supo por qué estaba ahí, con ellos.
Gabriel pasó una mano por el hombro de Isabel aferrándose a ella. La chica no entendía aquello aun cuando sentía una pizca de curiosidad. Miró la carta, pero no entendía lo que decía. Solo podía mirar los rostros llenos de inquietud de aquellos dos seres. Estaban ensimismados en la conversación dejando notar la gravedad del asunto. Esperaba que fueran buenas noticias para ella, pero tampoco se hacía ilusiones. Posiblemente, a causa de aquel trozo de papel, su muerte haya sido adelantada y eso la hizo temer.
Dos lunas.
Dos lunas y nada había cambiado. A pesar de estar en aquel lugar no había conocido a nadie más que aquellos tres. Aunque escuchaba sus largas charlas donde mencionaban a cientos de personas nunca las había visto en esa casa de penumbras y soledad.
Gabriel se había vuelto su protector. Solo faltaba una palabra de ella para que él hiciera todo lo que quisiera y en cierta forma eso le agradaba, nunca antes alguien había tenido esa clase de atenciones con ella. En su situación económica jamás la tendría. Ahora era distinto, lucía largos vestidos de la época adornados y engullidos a su contextura de tal manera en que se sentía hermosa. Como las mujeres de grandeza y bien a las que tantas veces envidió por su suerte. Muy a pesar de las atenciones y las vestimentas, aun temía. De vez en cuando Gabriel osaba en besar su cuello y era cuando Isabel corría despavorida a ocultarse tocando la zona con el temor de sentir el líquido correr entre sus dedos. En ninguna de esas ocasiones él la lastimó y aunque creía que se molestaría por huir de él, por el contrario, la esperaba ansioso en la sala de estar con una sonrisa fina y gentil que no tocaba sus crueles ojos.
Tomó el pomo de la puerta al estudio y entró. Gabriel la instó a entrar en la habitación y, llevándose el índice a los labios, el silencio les envolvió.
Tropezó con el escritorio derribando algunos objetos de la mesa, se giró buscando levantarlos. Estaba agitada, asustada y con los pensamientos revueltos. Levantó la mirada observando el cuadro delante de ella. En aquel marco de madera de finos tocados un hombre había sido pintado. Ojos verdes como el de los arboles a la luz del Sol, cabellos negros como la noche, piel blanca como el mármol y labios seductores. Estaba cautivada. Quien fuera aquella persona sentía el deseo de conocerlo. Su imagen era un delirio que hacía latir su corazón de forma alarmante. Había acortado su respiración obligándose a sí misma a llevar el aire por su nariz.
—¿Qué ves? —escuchó detrás de ella. No reconocía esa voz. No tenía idea de quien le hablaba, solo podía ver al frente, a esos ojos verdes como las hojas de los árboles, hermosos de forma que te invitaban a quedarte en ellos—. ¿Isabel?
—Es hermoso.
La repulsión emanaba del rostro de Gabriel ¿Hermoso? ¿Quién pudiera ser hermoso para ella más que él? Observó el cuadro asqueado de esa imagen que tantas veces había tenido que ver y que, aparentemente, ahora le robaba lo que era suyo. Isabel. Se acercó cual fiera tomando del brazo de la chica haciendo que su vista fuera directa a él.
—¿Eso te parece hermoso? —rugió tomando del mentón de la chica—. ¿Esa bestia te parece hermosa? ¡Responde Isabel!
La chica lo miró horrorizada, sin palabras. Estaba asustada viendo los feroces ojos de aquel hombre.
—Sí, te parece. —Profundizó con una voz casi infernal. La soltó inmediatamente caminando hacia la ostentosa pintura que abarcaba la mitad de la pared. La tomó y colocó a su altura—. ¡Esto es hermoso para ti! ¿No es así? —bramó volteando a verla.
Ella no respondía. Él solo veía su miedo. Su ira se extendió. No solo por verla llena de desasosiego sino porque en tan pocos días pensaba haberse ganado su cariño. Creía que la tenía en su mano, aun cuando también sabía que necesitaría más días, por lo menos tener su confianza era un gran paso y eso es lo que ella le había hecho creer. Sin embargo, a los pies de aquel cuadro con la mirada perdida de ella, se daba cuenta de su estupidez.
Rasgó con violencia la tela. Gritaba con el dolor hinchándose en su garganta. Le dolía aquello. Le dolía el miedo que causaba en Isabel, y más allá de ello le dolía no haberse acercado a ella como le hubiera gustado. Era una pantalla. Aquella joven había creado un bonito cuadro donde él era aceptado con amor y él lo creyó. Su mayor error. Descargó su odio contra el objeto, pero deseaba con anhelo que, más que un objeto, fuera la persona pintada en él. Quería volver fragmentos a ese hombre que osaba en quitarle los ojos de su Isabel. No descansó hasta haber arrancado hasta el último pedazo de la imagen deteniéndose en seco. Se giró hacia la joven tomándola por ambos brazos.
—¡¿Por qué?! —gritó sacudiéndola—. ¡¿Por qué una bestia como él?! ¿Qué ves en tan insignificante animal?
Las puertas de la habitación se abrieron dejando entrar a Vincent. El espectáculo de Gabriel había llegado hasta sus oídos. Fijó su vista en aquellos dos, desde donde Gabriel se encontraba furibundo e Isabel lloraba desconsolada. Notó la pared detrás. Libre. Sin nada más que la marca de lo que alguna vez estuvo ahí.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó caminando hacia ellos. Tenía la vista fija en el horizonte. En aquel rectángulo que señalaba que alguna vez estuvo algo ahí, guió su mirada hacia el suelo viendo el cuadro destruido—. ¿Gabriel?
El hombre resopló lleno de ira. No lograba pensar con claridad ni entender que quisiera Vincent de él, al contrario, deseaba que les dejara solos. Necesitaba sacar toda su furia en una sola persona: Isabel.
—¡Por Lucifer, Gabriel! ¡Has destrozado el cuadro! —Aborreció las palabras de Vincent.
—Es solo un maldito cuadro —gruñó por lo bajo.
—¡Es una obra de arte!
—¿Qué nos interesa esa maldita imagen? —exclamó con repulsión. Sentía asco por todo lo que tuviera que ver con aquel perfil, de manera en que se sentía satisfecho de haber destruido tal atrocidad—. Hace tiempo que debimos deshacernos de esa pintura. Nos hace ver como idiotas tener la imagen de Elio Graham en nuestro estudio.
—Es solo un recordatorio —masculló el hombre levantando el telar destrozado. Rozaba con sus dedos la contextura de la pintura—, de lo que quedaba. —Le horrorizaba ver el estado en que había quedado—. ¡De que ellos existen! —gritó—. ¡Míralo, Gabriel! Esto lo adquirimos con lucha y sangre; ellos están entre nosotros. No podemos olvidarlos. Este cuadro, esta casa, es un recordatorio de que es así.
Gabriel resopló fastidiado de las ideologías de Vincent, para él era necesario recordar quienes eran y hasta donde habían llegado sabiendo que había otras razas capaces de asesinarles, todo lo contrario para Gabriel.
Una risa sardónica se esparció por la habitación. En la puerta, una divertida Clarisse veía la escena con satisfacción. Puede que, después de aquello, su compañero decida ponerle fin a tal insulso juego y volver a ella. Aquel tipo de actos donde Isabel desequilibraba a Gabriel de manera en que llegaba a la locura pudiera ser una forma para que esa joven muriera de una vez. Siendo así, ella solo tendría que esperar paciente.
—¿Qué es tan gracioso? —inquirió observándola.
—La escena de celos que has recreado amor mío, eso es gracioso.
Vincent observó con desgano la situación. Temía lo que sucedería después de las palabras altaneras de Clarisse. Dejó caer parte de la pintura al suelo y examinó a su amigo; una estatua inmóvil e incoherente capaz de realizar los más crueles actos.
El hombre caminó hacia Clarisse con paso decidido. La mujer se irguió soltando la sonrisa que por sus labios se atravesaba, ya no quedaba nada. Gabriel la tomó del brazo haciendo que se contorneara por debajo de él en una posición inimaginable. La arrastró a su lado caminando fuera de la habitación. Los quejidos de Clarisse resonaron por toda la casa e incluso las órdenes del hombre hasta que finalmente la puerta se selló y el sonido se apaciguo.
Una temerosa Isabel se cruzaba de brazos y piernas debajo del escritorio. Vincent lanzó la vista en su dirección, ladeó la cabeza observando al monstruo que había permitido a Gabriel escapar de sus casillas. La tomó por el brazo haciendo que se levantara del suelo. La chica lo observó con el pavor en sus ojos.
—Eres un monstruo —comentó. Los latidos de ella se hacían más fuertes. Nunca antes había tenido tanto miedo, ni siquiera el día en que la tragedia la cruzó con ellos.
—¿Q-Qué....? —balbuceó
—¿Qué pasará con Clarisse? —ella asintió—. No te debiera preocupar, después de todo Clarisse te detesta.
Bajó la mirada a sus pies. Si bien sabía que él tenía razón sentía la necesidad de preguntar. Ellos podían ser igual de crueles con sus iguales. No tenían a nadie con quienes fueran amables y sabía que con ella podía suceder igual. Necesitaba estar atenta.
—Te lo mostraré —susurró finalmente tomando su mano, ella se lo impidió. Estaba en aquella habitación por algo, no podía salir. No entendía cómo cada palabra salida de los labios de Gabriel eran órdenes para ella, pero por alguna razón hasta que el no regresara ella no podría dejar aquel estudio—. No temas, se han ido.
El frío de la noche podía matar hasta el más mísero animal. Isabel contaba con la fortuna de haber sido abrigada por Vincent antes de salir. Si el llevarla hacia Gabriel era un simple juego, por lo menos tendría que hacerlo bien y matarla por frío no era una buena opción. Mucho menos viendo como su amigo se convertía en un animal por ella.
A varios pasos fuera de la casa la oscuridad aterraba. Una luna en el cielo infinito no alcanzaba para dar luz, pero eso no era necesario para Vincent. Tomaba de la mano de Isabel con elegancia. Le decía donde debía pisar y con qué intensidad debía posar sus pies sobre el suelo. Algunas zonas del terreno estaban a punto de desnivelarse.
Su andar los llevó a varios metros lejos de la enorme casa donde Isabel se refugiaba como un animal rastrero o una mascota; volteó a verla observando su imponencia. No era cualquier casa, tenía una singular forma de ser parecido a un castillo, pero para ella, cualquier lugar tan grande e imponente era un castillo.
Fijó la mirada en el horizonte donde un gran árbol se levantaba. El movimiento desmedido de Gabriel la hizo palidecer. A lo lejos, parecía golpear a alguien con una especie de pala, tembló y quiso correr y gritar, pero sus fuerzas eran mínimas. Vincent la sostuvo de la mano evitando que la joven se cayera por la impresión, sentía su nerviosismo intensificarse, su melena negra pegarse a sus labios y su cuerpo presa del pánico. Desde su ángulo le dio una leve sonrisa que mostraba por completo sus intenciones.
Un grito llenó por completo el lugar, era tan desgarrador como estridente. Gabriel lanzó la última pala llena de tierra húmeda, terminó de sellar por completo su creación. Cada vez que la dejaba caer, el silencio reinaba en el aire. Le había dado el merecido castigo a su fiel compañera por su burla y humillación.
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