Juegos de Brujos
Desde que el Sol se ocultó para Isabel su piel palideció un poco más. Sin serlo, era tan igual a aquellos hombres que ahora reían y consumían en copas de cristal. Se acostumbró a esa vida que sin pedirlo se había vuelto tan suya como de ellos. Estaba ensimismada, absorta de la opulencia; estaba cayendo en la desgracia.
Los grandes candelabros, la música fina, el aroma de la nobleza en el aire y la comida tan apetecible, eran en una razón para adaptarse a los deseos de Gabriel. Él la hacía lucir como ellos, como una dama noble. Se sentía egoísta. Por un momento olvidaba quién era y tan simple como si lo fuera se divertía entre las sonrisas falsas y los halagos desmedidos de otros. Le gustaba escucharlo, pero sabía que solo eran palabras tan huecas y vacías como posiblemente lo eran sus cráneos. Y ella misma.
Eso debía ser suficiente para no sentir lástima por ellos, pero no era así, lo sentía. Tanto que por cada instante que presenciaba la horripilante muerte de un ser humano debía voltear.
Cerró los ojos con fuerza como quien impide que el más mínimo rayo de luz alcanzase las rendijas de sus párpados. El aroma a sangre viciaba el aire y se mezclaba con el vino y el perfume. Gabriel la miró con alegría por el simple hecho de que ella estaba ahí.
—Puedes abrir los ojos, Isabel. —Ella ahogó un grito entre sus manos.
Una mujer corpulenta yacía muerta en el aterciopelado mueble de color turquesa y con brocados de flores en tonos dorados, con la cabeza ladeada y la sangre brotando por dos míseros hoyuelos. Su acompañante, un hombre más joven, reposaba su cabeza sobre el regazo de la mujer. Para él la vida también había terminado. Al frente de aquel cuadro estaba Gabriel con el rostro de una joven en su cobijo, acariciando sus dorados bucles y la frialdad de su rostro. Era hermosa, pero no lo suficiente como para que sintiera compasión por ella, no como lo sintió por Isabel.
—Ven, siéntate a mi lado —musitó extendiendo su mano hacia la joven. No temía de Gabriel, ya se había acostumbrado a su carácter y su proceder; temía a la muerte en su regazo. Siempre a ella.
Alcanzó la mano de Gabriel quien la llevó a sentarse a su lado.
—Obsérvalos, Isabel. Están muertos, no hay nada que puedan hacer más que dejarse llevar por ella.
—Tú también lo estas —murmuró acotando aquello tan simple pero real. Él se sonrió, le agradaba que, por cada día, su hermosa muñeca de porcelana estuviera aprendiendo.
—Nosotros somos distintos, podemos estar muertos, pero podemos ver la hermosa naturaleza sobre la tierra —comentó empujando el cadáver entre sus piernas al suelo. Levantó su rostro y miró sus ojos—. Ellos no pueden verlo porque no son más que cadáveres. En cambio nosotros: nosotros somos el producto de la crueldad arrebatada que gira sobre el mundo terrenal. Estamos muertos, sí, pero somos hijos de ella. Por eso estamos aquí, a veces necesita un poco de ayuda —guiñó un ojo y soltó a la chica levantándose al instante. Aquel día había sido glorioso para él.
No era igual para Isabel. Aunque disfrutaba de todas las aventuras al lado de Gabriel, por dentro se sentía consumida. Gabriel la tomó de la mano haciéndola danzar a su lado, una sonrisa refrescante avivaba el rostro pétreo del hombre. Ella se vio complacida en aquel simple acto, pues notaba en él una felicidad que en días pasados no había sido capaz de ver y se preguntaba en qué momento dejó que él tomara de ella su confianza.
Al final de la velada, como ya era costumbre, él la llevaba hasta su habitación y la despedía en un modesto acto de caballerosidad. La sangre circulaba a sus pómulos cuando lo hacía, nadie tenía esa clase de gestos con los pobres seres corroídos por las enfermedades. Podía decirse que había ganado la lotería. Ante ello solo sonreía, agachaba la cabeza y evitaba que Gabriel la mirase. Aun así, él sabía que había logrado algo, otro punto más en los recuerdos de su Isabel.
La joven entró en su habitación y acto seguido se lanzó en la cama de almohadones y tela de seda. Sonreía como tonta, pero se desdibujo al instante. Pensaba en los días que llevaba en aquel lugar —más de un par de semana para ser exactos— debía pensar por igual en los días venideros ¿Cuántos más serían? No tenía duda de que, cuando menos lo esperase, él haría lo mismo con ella, lo mismo que hacía con sus tantas víctimas. Una lágrima se escapó de sus ojos al recordarlo. Caminó hacia las ventanas viendo la noche tan escalofriante como nunca antes.
Las sombras de Gabriel pasaban con rapidez hacia el camino que llevaba al cementerio. No era extraño verlo, de hecho hace mucho que se había percatado de las escapadas de aquel hombre hacía ese lugar. Nunca lo seguía, pues no deseaba terminar como aquella mujer, pero sentía la curiosidad recorrer su cuerpo.
Salió de la habitación con sigilo. Al llegar no había notado la presencia de Vincent, pero si algo había aprendido de aquellos hombres era que las presencias solo eran ilusiones y que debía ser cautelosa. Se movilizó hasta la salida, lanzó una mirada detrás de sí y sin notar movimiento alguno salió.
Desde lejos podía escuchar la suave voz de Gabriel, un susurro que podía ser tan encantador como mortífero. Podía engañar a quien deseara con ella, incluso cada víctima caía rendida a aquel encanto que parecía arrastrarlos a las orillas de la muerte. Ellos simplemente se abalanzaban a él, sin pensarlo.
—Ha sido un hermoso día, Clarisse, te hubiera encantado ir —susurró. Su cuerpo recostado al lado de la tumba parecía relajado. Sus manos pasaban por detrás de su nuca mientras sus pies se cruzaban. Veía el cielo enterneciéndose ante él, lo conocía. Era el cielo que más disfrutaba, igual que todos los suyos—. Sé que no te gustará escuchar esto, pero es probable que te agrade un poco más Isabel, lo está haciendo bien. Creo que me he ganado su confianza —murmuró con añoranza—. Aun así, te necesito ¿Cuándo saldrás de ahí? —Rio fuerte. Las arrugas asomaron la frente de Isabel. La pregunta parecía inadecuada sabiendo cómo se habían dado las cosas—. ¡Qué tonto soy! Perdóname una vez más, Clarisse y vuelve a ser mía por el resto de las noches que nos quedan.
Se levantó del suelo rápidamente dejando una rosa sobre los restos de tierra que hablaban de un entierro reciente y caminó lejos de ella. Dio varios pasos hasta verse delante de Isabel, la chica selló sus labios con ambas manos observando al hombre.
— ¿Te has perdido, Isabel? —La joven tragó. Gabriel se volteó a verla acercándose a ella, le extendió la mano esperando a que ella lo recibiera—. Hace frío, entremos.
Tomó su mano y se dispuso a caminar al lado de él. De vez en cuando lo observaba, abstraído en sus pensamientos sin dar cabida a más nada que a sus pasos. Nuevamente la llevó a su habitación, con la diferencia de que esta vez no hubo despedidas, simplemente se retiró.
Por muy raro que le pareció la actitud de Gabriel no hizo de ello una mar de ideas, por el contrario, aquella noche descansó como si fuera una pluma. Encontraba que, entre menos pensara en lo que sucedía a su alrededor, mejor podía encontrarse y también su color parecía retornar. Aun así, algunas veces solía escaparse de su habitación y rondar por aquella casa donde nadie parecía dormir. A diferencia del día.
Salió a la parte posterior de la casa cuando el Sol estuvo arriba de sí. Era una bonita mañana. El Sol inundaba con sus rayos la grama y en la parte lateral de la casa hacía que las flores agradecieran su presencia, caminó a ellas observándolas con añoranzas. Había encontrado una distracción en aquel lugar, una que la mantenía a flote entre tanta crueldad. Tomó la regadera y bañó las rosas para que no se marchitaran, siguió con las petunias y con otras que no reconocía, pero que igualmente le parecían hermosas.
No sabía cómo habían llegado, pues el primer día que tocó aquel sitio no las vio, así que sin mucho decir, las atribuyó a Gabriel. Sabía que él deseaba ganarse su confianza y las flores serían una buena manera.
—La has encontrado —afirmó una voz. Isabel salió del ensueño que le causaba las rosas. Observó su alrededor encontrándose en la claridad que apenas empezaba a desvanecerse. La noche caería muy pronto—. ¿Puedes venir? —preguntó Vincent desde las sombras del pasillo que daba al interior de la casa.
La joven dejó la regadera en su lugar, se limpió las manos con sus ropas y caminó hacia el hombre. Vincent arrugó el rostro al ver sus acciones, aunque lo comprendía perfectamente, seguía siendo una bajeza ensuciar el telar con tierra y agua.
—Debo enseñarte modales —sopesó cuando estuvo cerca. La chica frunció el ceño.
—¿Por qué me llamaba? —Se obligó a preguntar.
—Camina a mi lado quieres, pero no te acerques, hueles asqueroso —exclamó cubriendo su rostro con un pañuelo. Isabel, cabizbaja, intentó olfatearse sin conseguir entender las palabras del hombre pues a su ver el único aroma que despedía era el del Sol—. Es exactamente eso lo que me parece asqueroso —rugió Vincent, la joven lo observó extrañada esperando a una explicación que nunca llegó. Por el contrario, Vincent la llevó hacia el estudio.
—Debería... —susurró ella girando a verlo.
—Permíteme —esbozó Vincent caminando hacia las estanterías de dónde sacó un libro grueso, pero que perfectamente podía sostener en sus manos—, te enseñaré a leer —murmuró. Observó a la joven y volvió a ver el libro—. Te he visto pasar días enteros entre estas paredes y, a menos que sea para leer, no entiendo por qué vienes aquí. Así que le dije a Gabriel que te enseñaría a leer. Aunque hay cosas que es mejor no saber.
La chica se sostuvo de las manos pensando en las palabras de Vincent. Era cierto que entraba en aquel lugar, que paseaba sus dedos por cada libro como si fueran lo más cautivante que había visto, pero que jamás podría leer. La noticia del hombre le alegraba de sobremanera, pues aunque lo intentó, nunca pudo entender palabra alguna escrita en tales papeles.
—Pero antes —esbozó el hombre cerrando el libro de un golpe y llevándolo detrás de su espalda—, date un baño —gruñó. Su voz cándida se desvanecía entre los graves de sus cuerdas vocales. La chica respiró fuerte, asintió con el miedo atragantado en ella y salió rápidamente del estudio.
Vincent dejó escapar una sonrisa que desplazó inmediatamente. Recordaba que a pesar de los días pasados bajo aquel techo, por infortunio o azares de algún hilo, podían venirse abajo. Quizás enseñar a tal mortal le devolvería parte de lo que había perdido, aunque no por completo.
Isabel no podía ocultarlo, su alegría era demasiada. Tanta que no sabía si podía sentirla, si realmente era merecedora de tal privilegio, los golpes en su conciencia no cesaban y, por más que trataba de borrarlos, seguían inundándola en lo más profundo de su ser.
Después de ese día, de pelear consigo misma y querer creer en las oportunidades aún bajo las sombras de tales seres, dejó de lado sus remordimientos cayendo en los ofrecimientos de Vincent y Gabriel. Poco a poco, a punta de regaños y felicitaciones, empezaba a comprender cada palabra escrita en tinta de aquellos libros de tapa dura y bordados dorados. No podía sentirse más emocionada por ello, algo que también veía en los ojos de Gabriel. Se sentaba a su lado escuchándola leer, aunque sabía que su lectura era entre cortadas y a trompicones, a él no parecía importarle. Veía una sonrisa placentera en los labios de aquel hombre, tan cautivante que por momentos perdía de vista que, al igual que su maestro, ellos no estaban vivos.
De vez en cuando, y sin que Vincent lo notara, su vista se iba a aquel muro donde una vez estuvo el cuadro del hombre de los ojos verdes. Volvió a mirar el libro al sentir la mirada escrutadora de Vincent sobre ella. Quería creer que aquel hombre no la había visto, en las tantas ocasiones que lo había hecho, pero sabía claramente que ellos estaban por encima de cualquier ser humano.
—Sigues siendo un monstruo, Isabel —recordó Vincent, se giró sobre sus talones paseando sus lánguidos dedos por la corteza de los estantes. La chica se odió por aquellas palabras.
Recordaba muy bien cuando las dijo y la forma en que las usó, no había cambiado. Vincent tenía una extraña manera de recordarle que a pesar de ser humana, para él, era tan horrible como cualquier fenómeno, pues había logrado lo que ningún otro logró: emanar en Gabriel los más detestables sentimientos de ira.
Cabizbaja metió su rostro entre las hojas del libro, pero muy bien sentía los ojos avasallantes de Vincent sobre ella como una punzada directa a su cabeza. El peso de tal mirada la hacía flanquear, por lo que se imaginaba saliendo rápidamente de aquel estudio sin más que el miedo recorriendo su cuerpo y la molesta culpa deshaciendo sus pensamientos. Aunque ¿Por qué los tendría? Solo dijo palabras inocentes, no tenía intenciones de lastimarlo. No sabía cómo lastimarlo. Vincent levantó su rostro posando sus dedos en el mentón de la chica.
Notó el ámbar en sus ojos, colores y rasgos que nunca antes había visto de aquella manera, pues a su parecer sus ojos eran negros, como los de ella. Cerró los párpados con fuerzas sacando tal pensamiento de sí.
— ¿Quieres saber quién es? —preguntó Vincent. Se arrodilló ante la joven, se cruzaba de brazos y posó sobre el regazo de ella viendo la mirada incierta de Isabel. Ella ladeó la cabeza ante su mirada.
No negaba su pregunta, realmente deseaba saber quién era la persona del cuadro. Quería saber por qué no lo había visto en el tiempo que llevaba en aquel lugar.
Vincent acarició su mejilla con una sonrisa maliciosa en sus labios. Lo podía ver, el debate interno de la joven. Se levantó y movió hacia la estantería de donde extrajo un grueso libro. Podía, si se quiere, ocupar todo el escritorio donde ahora él lo había colocado.
—Elio Graham, es como se llama. —Isabel, inmóvil, solo veía el movimiento de aquel ser, quien pasaba las hojas desgastada de aquel inmenso libro como si estuviera siendo llevado por él de la misma manera en que la emoción calaba en sus huesos y corría por su sangre. Él levantó la mirada hacia la chica, aún estaba sentada en el mueble, esperando. Le extendió la mano en una señal que ella aceptó. Partió a su encuentro y una vez cerca observó aquellas hojas llenas de palabras indescifrables e imágenes tétricas—. Él es Elio —comentó acariciando la imagen. La chica prestó atención, el rostro de Vincent denotaban ira y encanto—, un monstruo igual que tú —aclaró.
Isabel se apartó de él intentando comprenderlo, pero no cabía en ello ¿era un humano?, ¿lo habían asesinado en tal caso? ¿Todo ese tiempo estuvo viviendo bajo la casa de un muerto que, si no se equivocaba, estuviese enterrado en las mismas tierras donde estaba Clarisse? ¿Era eso?
La sonrisa desgarradora de él se ensanchó dejando escapar una risa gutural, sórdida, llena de perversidad.
—Este mundo está lleno de monstruos, Isabel —comentó en tono profundo—, bestias que creen pueden tener lo que deseen en sus manos, pero no son más que meras ensoñaciones —caminó hacia ella, quien empezaba a dar pasos hacia atrás—, tú también has de creerlo. Te estamos dando lo que pensaste alguna vez te debería pertenecer. Estás jugando a nuestro lado, pero no dejas de ser una simple quimera —gruñó. La chica tropezó con un globo terráqueo que cayó al suelo. El impacto aunque estridente, no sacó de sus casillas a Vincent, en cambio siguió caminando hacia ella. Acorralada, su espalda daba contra la pared entre que el horror se dibujaba en su pétreo rostro—. ¿Por qué le temes a la verdad?
—Yo... —Posó ambas manos a los lados del rostro de la joven, entre que su mirada inexpresiva recorría por cada zona llena de miedo de Isabel.
—Tu... —Quiso saber. Lágrimas brotaban de su rostro como dulces gotas que caminaban por su mejilla hasta desaparecer.
— ¡Lo siento! —gritó ahogándose en lamentos que no entendía. Cayó sobre sus pies saliendo a flotes lágrimas sin explicación alguna, más que el miedo que le ocasionaba todo en aquel lugar.
Vincent se incorporó sin quitar su mirada de ella, lo había conseguido. Se arrodilló una vez más tomando su rostro en manos haciendo que lo mirase.
— ¿Te gustaría dejar de serlo? —inquirió sutil como nunca antes lo había sido, era reconfortante. La joven no parpadeó en ningún instante tanteando la pregunta que le había formulado. Los humanos eran bestias, aberraciones que caminaban por este mundo ¿Quiénes eran ellos entonces? Los verdaderos seres que debían poblar tales tierras.
No quería morir, en eso estaba clara. No deseaba dejar de vivir y Gabriel lo había prometido, pero desde su estancia en aquella casa, se empezaba a preguntar qué clase de vida era la otorgada por ellos ¿la que actualmente vive?, o ¿hay otra?
—Gabriel podría hacerlo, de hecho está deseoso de hacerlo —exclamó el hombre.
— ¿Cómo podría él...? —La sonrisa se dibujó en el rostro de Vincent, poco a poco llevaba a aquel pequeño animal a donde quería que estuviera. Había estado esperando por varios días a que su amigo lo hiciera por sí mismo, pero caía en cuenta de que Gabriel, torpe y abstraído por ella, buscaba otros métodos que según él no estaban rindiendo frutos.
Pueda que últimamente la chica frente a él se haya atrevido a dejar sus miedos y mostrar su reticencia, pero ello eran pasos cortos. Vincent necesitaba dejar de jugar con las sombras y los hechiceros del encanto de tal manera que tendrían la atención de Gabriel en lo que realmente importaba.
—Una mordida —recalcó—, con solo una mordida dejarías de ser una quimera y, probablemente dejes de temer a las sombras —musitó en tono grave. Hacía que los oídos de Isabel se arroparan a ella sin poder escuchar el mundo detrás de su voz, tan cruel y despiadado como lo había visto, la estaba llevando al juego que por varios días había soportado cerrando los párpados con fuerza y terror.
La joven se levantó y alejó de él, sentía su cuerpo arder tal cual estuviera dentro de un gran caldo y ella fuese el elemento principal. En Vincent ella encontraba un ser distinto, abnegado y poco apegado a las banalidades de las que, en más de una ocasión, Gabriel le había hecho disfrutar. Sea como fuese, aquel ser mostrado ante ella era distinto, era un demonio expectante a que cayera en su red: el lugar donde ella no quería precisamente estar. Corrió hacia la puerta abriéndola de par en par. Deseaba encontrarse con Gabriel, increíblemente, a veces deseaba seguir en la casucha donde la habían encontrado, pero ese día en particular, su único deseo iba hacia tal sujeto que deseaba con todas sus fuerzas ganarse su cariño y confianza.
Vincent la siguió de cerca como la sombra que era, anduvo en sus pasos encontrándose con los gritos de terror al verlo. No cambiaba su expresión a ello, ya estaba por demás acostumbrado. La chica recorrió toda la casa sin avistamiento de Gabriel, entonces, como una fugaz imagen, recordó que solía encaminarse al cementerio a hablar con su eterna amante. Cayó sobre sus rodillas vertiendo lágrimas de miedo y angustia sobre sus manos.
¿Moriría? ¿Finalmente lo haría?
Vincent, tan cerca de ella posaba su mirada sobre el cúmulo de piel, huesos y carne que era. Deliciosa a la vista sí, pero no tanto como para embelesarse de la manera en que lo hacía Gabriel. Había ocasionado pesadillas de muerte en ella que no eran para menos, debía decirle lo que pensaba y lo que, cuando diantres Gabriel quisiera, sucedería. No lo haría él, pues no tenía esa clase de costumbres y jamás la tendría, solo preparaba a Isabel para lo que sería su regreso a la vida.
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