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Haziel - Parte III


Un callejón oculto en las sombras enviaba aromas repulsivos, guardaba la sombra de la muerte, la lujuria y los más vagos deseos los cuales caminaban sigilosos por adoquines de bloques. Una mujer de cabellera castaña se recogía de piernas y brazos ante el murmullo de hombres que pasaban cerca de ella. Escondida detrás de cajas y trastos, su cuerpo pétreo temblaba bajo su abrazo entre que sus ojos se mantenían fijos en los suelos y sus labios pronunciaban una frase tan rápido como sus ojos se movían.

Una voz masculina se acercó hasta ella. Un hombre con intenciones indecorosas intentaba llevarla con él, sin embargo ella no se movía. Ella, inmutable, poco caso hizo del hombre quien parecía perder parte de su paciencia. En un arranque la tomó del brazo obligándola a verlo y una sonrisa siniestra colindó sus labios como si hubiera obtenido lo que quería, no obstante, los grisáceos ojos de la mujer no daban pie a ello. Su mirada se incrustó en aquel sujeto de aroma desagradable y deseos destilados. Ladeó la cabeza contemplándolo como si de un ser extraño y ajeno a ella se tratase, como si nunca hubiera visto a alguien igual a él, pues no lo había hecho.

El apetito llamó a sus fosas y se quedó pasmado en su estómago, hacía mucho que no probaba bocado; hacía tanto que, la verdad, había olvidado el sabor férreo de aquel líquido carmesí, la carne cruda y el miedo exclamado en gritos de auxilio. La mujer se levantó sin perder de vista al hombre, rodeó su cuello con sus brazos observando una oportunidad. El hombre, inocente de las intenciones más crueles de la mujer, creía haber logrado su cometido. Colocó su mano en la parte baja de la espalda de la fémina mientras con la otra paseaba sus gruesos dedos por el rostro juvenil de la mujer.

Ella, desesperada, tomó de los cabellos del hombre con fuerza ladeándolo hacia un lado permitiéndole así tomar de su cuello. Gritos de dolor no se hicieron esperar, el hombre lanzaba maldiciones e improperios intentando zafarse del agarre de la mujer, sin embargo ella no se lo permitía. La fémina clavó sus dientes en el hombro del sujeto sosteniéndolo con una fuerza sobre humana, la misma con la que sostenía su cabeza y la cual, en cuestión de segundo, había arrancado del cuerpo. Siguió devorando y desmembrando a aquel sujeto como si de un animal salvaje se tratase. Sentir el líquido en sus fauces, el cuerpo inerte debajo del suyo y la carne al ser arrancada de su origen la habían mantenido quieta, renovando energías que ella misma creía perdida.

Cuando la luna se ocultó tras muros de nubes, la mujer cesó. Recostada de uno de los paredones, veía la sangre correr por las rendijas de los adoquines y filtrarse en el muro frente a ella. Notó el rostro de horror en la cabeza del hombre que había intentado seducirle generándole una risa espectral. Estaba volviendo a vivir. De alguna forma había escapado de su encierro, uno que lo llevó al borde de la locura y que odiaba de mil maneras, no obstante ya no estaba allí. Había caminado cientos de kilómetros desde un pueblo pequeño hasta el centro de esa ciudad. De alguna manera había podido asesinar a uno de sus captores, sin embargo eran más de lo que ella imaginaba y, muy a su pesar, debía huir. Reposó su cabeza del muro observando la noche taciturna que la abrigaba.

—Ese aroma —susurró contemplando la salida. Hombres y mujeres caminaban lejos, yendo de un lado a otro sin notar siquiera lo que había sucedido minutos antes. Eran títeres, hombres de los cuales ella podría alimentarse hasta darse por satisfecha. Una risa sardónica recorrió su garganta, sí, probablemente ello sería una buena opción, pero era aquel aroma lo que realmente la atraía.

Se acercó poco a poco, cubriéndose con la camisa y casaca del hombre. Observó la calle a la cual se abría aquel callejón. La pestilente esencia se terminaba unas calles abajo, donde los edificios lucían tan distintos, tan coloridos y luminiscentes que podría pensarse eran de otra época, aunque no fuera así. Caminó largo y tendido dirigiéndose hacía tal lugar tan esplendoroso que abarcaba sus sentidos, no había notado las ropas del hombre llenas de sangre, ni que sus pies estaban descubiertos y sucios.

Caminó siguiendo los pasos de los hombres delante de ella; sujetos que, al fijarse en su presencia, se alejaban como si se tratase de un animal repugnante salido de las entrañas de la tierra. Ella no veía en los ojos de los hombres la repulsión que sentían, tampoco fijaba su mirada en las diversas edificaciones que, como montañas, la rodeaban. Ella solo seguía un aroma, uno,que la hizo detenerse al instante y voltear sobre sus pasos. Tan veloz como el viento, se vio entre los brazos de un hombre corpulento y alto, de traje negro y mirada incandescente, el cual tapaba sus labios ante los chillidos de la mujer.

—No tienes por qué gritar —susurró. Arrugó la frente meditando las palabras del hombre. Había escuchado esa voz. Ella asintió.

La mujer dio varios pasos lejos del hombre para luego girar sobre sus talones y encontrarse con los ojos de quien había visto en innumerables oportunidades, pero del cual nunca se había sentido tan feliz de ver frente a ella.

—Haziel.

—Antoine.

—Me alegra haberte encontrado aunque no en las mejores condiciones. —Haziel sonrió ladeando la cabeza.

—Soy un animal entre sanguijuelas. —El hombre carcajeó seguido de ella.

—Demás está decir que quiero que vengas conmigo ¿No es así? Encontrarte ha sido muy bueno, aunque no lo esperábamos —murmuró. Sus ojos pasaron de la mujer a su alrededor, ella captó la mirada del hombre, no estaban en el mejor lugar. Antoine se deshizo de su casaca y se la ofreció sosteniéndola por los hombros mientras se alejaban rápidamente del lugar.

Un edificio abandonado, arreglado a duras penas, era el sitio al que Haziel y Antoine llegaron luego de atravesar Paris. El edificio podía sostenerse gracias a sus paredes fuertes y su base, pero el resto parecía haber sufrido de saqueos y robos. Los rastros de vidrio y madera destrozada daban pie a ello, aún más el hecho de que parte de las vigas se vieran afectadas denotaban la antigüedad de aquel lugar. Un pequeño mueble fue el asiento de Haziel entre que Antoine se movía por el lugar con agilidad. Ella supo reconocer que ese había sido su hogar por muchos días y, aunado a ello, no se encontraba solo.

Su mirada se fijó en el marco de la entrada en la cual iban apareciendo hombres y mujeres ataviadas en trajes no tan prolijos como los que llevaba Antoine, pero mucho mejor que los trozos de tela que la cubrían a ella. Las mujeres habían llegado a peinarse y a ocultar su aroma, al igual que los hombres. Un total de ocho personas se sentaron a su alrededor, observándola como si se tratase de una función.

—Hombres de Alan, de Zen, de Elio... pero todos y cada uno de ellos, lobos al fin —esbozó Antoine otorgándole un vaso de cristal con agua.

—¿Desde cuándo?

—Desde el día del entierro. —Jhosep Feraud era uno de los hombres más ávidos en lucha que Alan Asselot podía tener a su lado. Conocía la personalidad sanguinaria del hombre y también la forma de actuar de Haziel, no por nada se sentía en la capacidad de hablarle sin sentir el miedo correr por la sangre como le sucedía al resto. Haziel sonrió sintiendo la alegría de ver a aquel hombre frente a ella.

—Debemos buscar a Alan.

—No —exclamó Antoine. Haziel contempló con furia el rostro sereno de aquel hombre que había caminado a su lado—. Perdóname, Haziel, pero la prioridad nunca ha sido Alan. Además, si mi información es verdadera, tu hermano está en un lugar al que no podremos acceder en nuestra condición.

—¿Nuestra condición?—inquirió— ¡Hablas de condición! Sin él no son más que un puñado de idiotas sin camino ni tregua ¡No son nada en manos de la Luna!

Jhosep alargó una sonrisa que ocultaba tras el roce de sus dedos sobre sus labios entre que observaba a la mujer frente a él. Antoine respiró hondo tratando de acallar sus pensamientos y ser racional, pero había dado un duro golpe en los sentimientos de Haziel. Sabía que esa sería su forma de actuar cuando supiera lo que planeaba y, a pesar de ello, tenía el consentimiento de los otros.

—Haziel, debemos ser cautelosos. La mayoría apenas pudimos escapar.

—Antoine—siseó la mujer con la ira recorriendo su rostro.

—Lo siento, pero todos estamos de acuerdo en ello y no haremos cambio al respecto —zanjó—. Aun así, nos alegra tenerte entre nosotros y, no dudes, que una vez averigüemos el paradero de Graham y nos reunamos, iremos por tu hermano. Alan es tan importante como él.

Antoine salió de la habitación seguido del resto de los hombres que se habían congregado alrededor de Haziel. No podía evitar sentir rencor y furia, tanta, que el vaso en su mano se volvió migajas de vidrio y se estrelló contra el suelo. Aun así, entendían la razón de sus decisiones, después de todo, ellos tenían una posición privilegiada que no llegaba a tocar las botas de Elio Graham. Habían nacido con tan particular maldición —o bendición como ella creía—, pero siempre serían menos que los Graham, aun cuando Elio era el último de su estirpe.

—No debe molestarte —rezongó Jhosep quien contemplaba la escena desde lejos—. Habíamos escuchado la historia de: "La bestia de los callejones". Así que creímos se trataría de uno de nosotros, para nuestra fortuna Haziel Asselot, estaba asolando Paris como solo ella puede.

Haziel sonrió divertida ante el comentario.

—Y Jhosep Feraud no pierde ni tiempo ni comentarios —señaló—. ¿Saben dónde está mi hermano? ¿Está aquí en Paris? 

Jhosep negó frunciendo el ceño.

—Nos han dividido. Aquellos que quedamos vivos fuimos dispersados por el mundo como si fuésemos trofeos de exhibición. Hasta el momento, tenemos la leve sospecha de que Alan esté en Roma.

—¿Y Elio?

—América. —Haziel soltó una maldición. Se levantó inmediatamente caminando de largo por la habitación con la mirada enclaustrada en los suelos.

—Antoine piensa ir hasta América.

—El principio es ese.

—No vale la pena si el resto de nosotros nos encontramos aquí —lanzó.

—No lo sabemos con sinceridad —resopló—. También deseo ir por Alan, pero estamos débiles y somos muy pocos. Aunque no dudo que haya otros en toda Europa, otros como Zen, por ejemplo.

—¡Al diablo Zen!

El hombre rio por debajo.

—Me agrada volver a verte, Haziel. Me alegra saber que sigues con vida.

—¡Oh, Jhosep! No sabes qué decir para hacerme seguir a Antoine —exclamó sonreída.


Los dedos de Gabriel caminaban por la comisura de los labios de Clarisse, aquellos que alguna vez despertaron sensaciones de deseo y lujuria en el hombre, se encontraban sellados y acompañando al sueño profundo de la mujer. Gabriel se quedó observando el rostro apacible de la fémina que había vivido penurias, batallas y alegrías a su lado. Sentía el ferviente deseo de disminuir sus días de vida, pero los recuerdos podían con él, ¿cómo asesinar a la mujer que lo había acompañado por décadas? Aun cuando ella había osado a desafiarle con todos sus movimientos y planes.

Simplemente no podía hacerle daño.

Suspiró al cabo de unos segundos notando el movimiento en lo parpados de la mujer, quien abría los ojos ante su presencia con un peculiar brillo en su mirada.

—Gabriel —murmuró risueña.

—Pareces estar mejor.

—Vincent ha sido la razón de ello —murmuró penosa—. Se ha adjuntado un deber que no le corresponde.

—Deberás agradecerle —lanzó indiferente.

—Me alegra tenerte a mi lado, Gabriel, pero sé que no es lo mismo que tu sientes.

La mano de Gabriel recorrió el rostro marmóreo de la mujer.

—Hace mucho que no sabes lo que siento —musitó—. Cómo puedes hablar de eso si has perdido la capacidad de sentir, Clarisse.

— ¿De qué hablas? —Inquirió—. Gabriel...

—Prepárate para zarpar a media noche, Clarisse —dijo sin preámbulo alguno. Se levantó de la cama sin contemplarla. En ella las preguntas caminaban vacilantes e incesantes. Corrió hacia él tomándolo en brazos e impidiendo que saliera de la habitación.

—¿Me dejarás ir, Gabriel? ¿Tanto deseas verme arder?

—Los deseos no se tornan reales —murmuró—. Vincent necesitará de ti los próximos días, ayúdalo por mí.

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