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Gritos de Olvido

La estancia se inundó en un grito desgarrador que ensordecía todo por cuanto rodeaba a aquellos dos. Isabel corrió a los brazos de Gabriel, necesitaba sentirse protegida, aunque sabía que incluso él podía ser tan cruel como su compañero. Gabriel prestó su atención en la joven que entre sollozos violentos se aferraba a sus ropas como quien trata de ocultarse. La rodeó en brazos para luego fijar su vista en Vincent, inmutable, se encogió de hombros otorgándole una sonrisa cómplice. No tenía la necesidad de preguntar qué había sucedido, sabía bien que el llanto de ella estaba bordado con el nombre de su impasible amigo.

—Ven —susurró haciéndola caminar a su lado.

En la habitación de Isabel, donde el cristal del techo daba luces de eternos colores por la luz de la Luna —cuando existía tal luz—, Gabriel la abrigó con una manta. Era la primera vez que la veía llorar de aquella manera, meditaba que, lo que sea que hubiera salido de la boca de Vincent, había sido tan fuerte como para hacerla inundar su camisa con su llanto.

Su mayor error, aun cuando sentía que podía ayudarle, era haberle dado la oportunidad de permanecer a solas. Estaba claro que Vincent tenía ideales muy distintos a los suyos; planes completamente diferentes de los que estaba al tanto. De hecho, en muchos de ellos estaba de acuerdo con el proceder que había expuesto su amigo, pero también cabía en la ominosa necesidad de salvaguardar a su compañera hasta que estuviera lista. 

Quedó a su lado hasta ver cómo sus párpados sellaban el color de sus ojos y se enfrascaba en un sueño lejano. Un acto que a él le encantaría desaparecer de ella. Era una necesidad intolerable que muy bien podía arreglar.

—...Con una mordida. —La voz de Vincent resonó en la habitación como si del viento se tratase, viajando hasta consumir cada rincón del lugar.

—No hacía falta molestarla —comentó—. ¿Qué pretendes? ¿Asustarla hasta desear la muerte?

—Ha venido hasta aquí evitándola, le has prometido algo ¡Concédesela! —exclamó malhumorado.

—¡No es el momento! —respondió Gabriel levantándose inmediatamente. Ambos hombres estaban frente a frente, con los rostros contraídos. Vincent no dejaba de ver a su amigo con cierta repugnancia, se había vuelto en lo que más temía.

—¿Cuándo lo será, Gabriel? —siseó—. ¿Cuándo pretendes dejar de jugar con tal alimaña? ¡Mátala de una buena vez! O dale nuestra preciada maldición, como bien desees, pero antes del invierno debe estar listo.

—¿Desde cuando tienes tanta prisa? No me digas que crees en las palabras del Clan del sur ¿O sí? —siseó—. Pretendes creer en lo que un par de víboras inservibles están comentando. —Su voz se alzó. La furia almacenada ahora viajaba por su torrente y se asentaba en su mirada—. ¡Solo son víboras, Vincent! ¡Lo sabes! —El hombre resopló. Estaba tan de acuerdo en que, aquellos que habían viajado desde tan lejos, no eran menos que las ratas, pero no era su mensaje lo que le preocupaba.

—No son solo ellos, he recibido cientos de cartas, todas hablan de lo mismo —murmuró cabizbajo. Sopesaba cada palabra escrita en aquellas cartas. Las había leído y releído. Ya sabía en qué momento la escritura nerviosa de apoderaba del remitente—. Me agrada Isabel —comentó. Posó sus ojos sobre Gabriel, este, sin mucho que acotar, se acercó al balcón donde el viento parecía haber dejado de soplar a su presencia—, me agradas tú, amigo mío —Prosiguió acariciando la mejilla de Gabriel con el dorso de su mano. Lo veía como si doliera entornar su mirada ante su compañero de tantos años—. No sé de cuánto tiempo estamos hablando.

—Somos más fuertes —refutó—, ágiles, inteligentes. —Rasguñaba cada palabra con fervor—. Estaremos listos. —Los ojos de Vincent pasaron de su amigo a la joven que ahora reposaba sobre la cama, cubiertas en seda y lino.

—Pero ella no —murmuró—, es un monstruo bastante frágil y eso te vuelve débil. —Se encaminó a la puerta sin nada más que decir. Fijó su mirada en él, apretaba los labios mientras las arrugas de la preocupación se trazaban tal cual un dibujo sobre el papel, en su rostro.

Cientos de cartas llegaban día tras día, por lo cual, aprovechando tales pedazos de papel, Vincent hacía uso de su pupila para escuchar su lectura, ahora más rápida y menos entrecortada. Aunque todavía no entendía muy bien lo que leía

—¿Sabes dónde ha estado Gabriel todo este tiempo? —La detuvo. Isabel observó a su maestro, sentado en el escritorio con los dedos cruzados frente a su rostro, sus ojos muertos idos hacia la nada. Se preguntaba qué estaría escrito en las cartas que leía, cada una de ellas lograban arrugar aún más su rostro.

—A veces lo veo ir al cementerio —murmuró la joven viendo nuevamente el pedazo de papel en sus manos. La dobló y colocó en la mesa frente a ella. Entrelazó sus dedos sopesando la pregunta. Durante todo ese tiempo había estado siempre con Vincent, aquel hombre de ojos azules no se inmutaba en hablarle; aunque siempre, después de cada noche, se acercaba a su habitación, susurraba palabras a su oído y luego se retiraba, nada más que ello.

—Tu voz suena triste —recalcó. Se contrajo ante ello. Se lamentaba de solo admitirlo, pues durante tanto tiempo solo había sentido miedo, pero ahora era distinto ¿acaso había empezado a sentir algo por tal ser astral y no se había dado cuenta de ello? —. Bien, dejemos esto aquí —terminó Vincent, abrió la puerta a Isabel, quien aún sentada fruncía el ceño ante la actitud del hombre—. Necesito un poco de soledad, permíteme despedirte antes —la chica asintió saliendo del estudio. Se giró a verlo sin alcanzarlo, la puerta se había sellado.

Se quedó quieta como quien espera que una vez más se abriera a ella, eso no sucedería. Alzó la vista al techo y al mundo detrás de ella. Por lo general sus jornadas de aprendizaje terminaban cuando el cielo se enrojecía y anunciaba un nuevo amanecer, en tal momento Vincent le despedía y ella, por el simple hecho de estar agotada, vagaba hacia su habitación, caso contrario al que se presentaba. No había terminado tal jornada y la noche, aun esplendorosa, apenas empezaba.

Se preguntó lo mismo que Vincent ¿Dónde estaría él? Vagó por los pasillos y pisos de la gran casa esperando encontrarse con Gabriel, sin fortuna alguna. En su búsqueda halló el camino a la cocina. Vestida en cerámica con tablas de las más finitas piedras, cientos de instrumentos de cocina y una gran barra en el medio, jamás había pisado aquel lugar. Se extrañó de ello pues la limpieza era infinita, nunca escuchó a alguien usarla por lo que debía estar polvorienta. Más allá de eso ¿Qué había estado comiendo todo este tiempo? No lo recordaba, cómo hacerlo si su mente se mantenía entretenida en ese mundo. Sin embargo, era preocupante, sabía que se alimentaba de carnes rojas, servidas en banquetes adornados como si fuera comida para la realeza ¿De dónde salían aquellas bandejas atiborradas de alimentos si nadie habitaba la cocina? Resopló ladeando la cabeza.

Una pequeña puerta oculta entre mesones de madera llamó su atención. Del mismo tono que las paredes; nadie podría darse cuenta de que estaba ahí. Caminó hacia ella, movió lo único que podía obstruir su camino y contempló un pequeño agujero rodeado con un marco de madera parecido a un picaporte. Acercó su mano metiendo dos de sus dedos en él, adentro, una especie de perilla fría se encontraba. La haló y la puerta se abrió hacia ella.

Dio un salto al escuchar a la voz de un hombre llamarla. Tarareaba alguna melodía, endulzante casi exquisita que se desquebrajaba en la grave voz de Gabriel. Apresuró su ritmo ocultando la puerta, se giró saliendo de la cocina inmediatamente.

Gabriel se acercó rápidamente a ella bailando con el sonido que tarareaba su ronca voz. La extrañeza se acurrucó en el rostro de Isabel, no entendía su felicidad, esa grata y placentera mirada llena de algo que no podía concebir. Aun siendo así, no pudo evitar sonreír y sentir la dicha que le transmitía, ¿debía reprimirse? Quizás, pero esa no era la ocasión, quería bailar al compás de su voz. Había estado aprendiendo, por lo que podía moverse con más facilidad que antes y seguir de forma innata los pasos de su pareja.

—Esta hermosa hoy —comentó con una sonrisa resplandeciente. No paraba de bailar, aunque la música haya sido su voz. Ella bajó su rostro—. ¿Por qué te ocultas?

— ¿Por qué luce feliz? —preguntó ella mirándolo. Se detuvieron en medio del pasillo a la sala de estar.

—Me has tomado por sorpresa. —Le extendió su mano para que la tomase, ella aceptó—. Hoy regresa. —Saboreó sus palabras. El momento en que finalmente, y si ella lo quería, Clarisse regresaría a casa. Estaba más que emocionado. Ella fue la primera en su vida y, aunque lo había hecho enfadar, no dejaba de tenerle profundo cariño—. Me acompañaras. —Ella lo soltó.

—No. —Gabriel arrugó el rostro. Entendía su negación, pero también entendía que, en todo el tiempo en que Clarisse estuvo bajo capas de tierra, cambió. O eso ansiaba creer.

—No puede lastimarte y no se lo permitiré...

—Ella me odia, no puedo estar ahí cuando salga de... —enmudeció— de dónde rayos haya estado. —Gabriel ladeó la cabeza tanteando esa idea. Antes del encierro, Clarisse era directa en cuanto a su odio por Isabel y, aunque deseaba que tal hecho no se repitiese, no podía aseverar que no sucedería.

—La razón por la que está visitando el infierno —Comenzó a decir acercándose a la joven—, es justamente esa. No creo que se atreva a cometer una tontería más. —La tomó por los hombros. Le gustaba la mirada preocupante de Isabel; le mostraba que tenía cierto poder sobre ella, aunque no le agrada que sintiera miedo por quien, en algún momento, se convertiría en algo más que una enemiga.

Le tendió su mano una vez más y esperó paciente a que la joven se decidiera a acompañarle. Isabel pendía de sus miedos y de lo razonablemente agradable que se veía él; puede ser verdad que se empezaba a sentir atraída. Solo no sabía bien por qué.

Transitó a su lado por un camino que ya conocía, lo había recorrido junto a Vincent y luego siguiendo sus pasos como un animalito siguiendo a su presa. Sabía que debía pisar ciertas zonas, pues el lodo hacía del suelo inexplicablemente resbaladizo. Agudizó su vista cuando se estuvo cerca del lugar, pronto la vería de nuevo. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

La luna, aclamada en lo alto, también parecía esperar por la llegada de Clarisse. Su luz parecía similar al de un faro, mientras que Gabriel hacía lo posible por adentrarse hasta la urna donde se mantenía.

El último palazo lo llevó a tocarlo. Una sonrisa se agitó en sus labios, la añoraba, cómo no hacerlo. Por los días, era ella su eterna compañía, era tan suya como de nadie más. No había probado el sabor de la soledad desde que ella había llegado a sus brazos. En cambio para Isabel, con cada pedazo de tierra saliendo sus miedos se conglomeraban. Estaba impaciente, pero no en la manera en que se encontraba Gabriel. Más bien de la manera en que deseaba salir corriendo de aquel lugar y ocultarse en su habitación. Temía que después de tal castigo fuera peor, no quería atreverse a contradecir a Gabriel, más no pensaba igual que él.

Al levantar la puerta de la urna un grito escalofriante emergió. La vestimenta estaba hecha jirones como si hubieran sido desgarradas. Su rubia cabellera estaba enmarañada sobre su rostro. Temblaba igual que lo haría un animal cuando el frio consume su carne. É la abrazo sacándola de aquel mugroso hueco. Por primera vez, en mucho tiempo, Clarisse sentía los brazos de su amante rodeándola. Lo observó con angustia, temía solo fuera las sombras de lo que creía era Gabriel, rodeándola.

— ¿Eres...tú? —ahogó.

—Bienvenida de vuelta, mi amada.

— ¡No me vuelvas a encerrar allí! —gritó con furia—. ¡No quiero volver! —Se levantó de los brazos de Gabriel observándolo con aquel temor que le había causado estar entre la tierra y los gusanos—. Por favor —rogó. Si pudiera tener un alma, algo que lo atase a la vida como era para los humanos, probablemente Gabriel sentiría la angustia de Clarisse. Aceptó su petición. Se acercó hasta ella tomándola en brazos nuevamente. Acariciaba su descuidada cabellera con ternura, oliendo el aroma que despedía, no agradable, pero de ella.

—No, nunca más. —Clarisse se aferró a tal abrazo, sentía aquel deseo de juntarse a él en tantas maneras que su naturaleza conocía. Lo extrañaba como nunca antes lo había hecho, no era para menos. Entre sus cavilaciones, su mirada fue directa a Isabel, quien se irguió sintiendo la mirada grisácea de la mujer.

— ¿Isabel? —El hombre la tomó de la mano caminando unos centímetros en dirección a la mortal. Clarisse se aferraba a su mano, en tanto tiempo en que solo podía escuchar la voz de su compañero se había prometido algo, no podía echarse para atrás; aunque no dejaba de detestarla.

—Vino a darte la bienvenida.

—Gracias por venir. —Isabel asintió únicamente, temía, como siempre lo hacía ante ella. La mujer lo notaba, lo disfrutaba, sin embargo no podía darse tal lujo. Solo por Gabriel obviaría la presencia de tal asquerosidad frente a ella.

La mirada de Vincent pasó de Gabriel a la mujer que desde siempre había habitado con ella, se sonrió. Volvía a verla, entre la suciedad que la cubría y ropas desgarradas, estaba frente a él, una mujer por la que tenía afecto. Se acercó hasta ella tomando su rostro entre sus manos, aun cuando su aspecto no era el que veía naturalmente, sus ojos seguían siendo feroces, casi podía sentir la ira correr por ello. Esa era una de las tantas razones por las que la admiraba, y en algunas ocasiones, protegía. 

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