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Europa - Parte V



Jhosep calló a Rose acercándose rápidamente a ella. Miró por encima de su hombro esperando que nadie hubiera escuchado, esperando estar tan solos como lo estaban desde hacía varios minutos. Tomó un camino distinto al resto de la manada y, siendo Haziel y Alan quienes anidaban en la cabeza de aquel numeroso grupo, poco importaba si había desaparecido por unos breves minutos. Aunque el ruido, bajo y angustioso como el que soltaba Rose por cada palabra era un problema. Deslizó sus dedos de los labios de la mujer y la miró increpando su conducta. Debían ser sigilosos.

Ella ladeó la cabeza afligida casi reprimiendo sus emociones, pero mostrándola en sus ojos.

—No estoy solo —siseó— y quienes vienen conmigo no querrán saber qué proteges con tanto ahínco.

—Zen...

—Los Asselot, Rose, los Asselot.

Asustada, la mujer se tapó la boca con ambas manos. Sus ojos acusaban por salirse y el escalofrío del miedo se paseaba por su cuerpo tajante.

Jhosep se movió cauteloso por el lugar contemplando las afueras. Nadie se acercaba y nadie recorría el sitio. Se movió hasta ella una vez más tomándola por los hombros para levantarla. El crujido de las cadenas de acero chocar contra el suelo hizo que fijara su mirada en los pies de la mujer.

Un brazalete de hierro forjado se anclaba a él, recorría parte del suelo hasta un aro que se ocultaba detrás de ella. Rose sintió punzadas en su estómago, sintió el deseo vomitivo ir por ella y también el odio por sí misma y sus faltas.

—¿Hace cuánto que estás aquí?

Ella negó.

—Siempre —confesó—. Siempre.

La mirada de Jhosep recorrió cada rincón del delgado cuerpo de la fémina. Sangre, negruzca, coagulada. Sus extremidades tenían la huella de un animal que había corroído su piel y anidado en su carne. Tomó el brazo de la chica contemplando cada lesión causada por ella misma. El deseo de alimentarse, intenso y desesperado la habían llevado a intentarlo consigo misma. Jhosep tosió llevándose la mano al rostro, ocultando la sensación que le provocaba al ver el estado de la joven.

Rose ya no era Rose. No era la rosa que algún día conoció, en cambio era un animal atado. Odio e ira se removieron por él. La imagen agraviada calaban en Jhosep. De todas las personas que había conocido, de todas aquellas que había ayudado, era ella quien generaba agujeros hondos y oscuros llenos de emociones degeneradas y descontroladas.

En un intento fortuito Jhosep haló las cadenas que aprisionaban a la mujer. Sus fauces y la vitalidad en sus ojos eran comunes en él, más nuevo para ella. Jhosep sintió la repulsión luego de notar el aro rojizo en el tobillo de la mujer ¿Dónde estaba la pequeña capaz de tragarse el universo? ¿Dónde estaba la mujer capaz de todo sin el menor miedo? ¿Dónde estaba Rose?

—Ayúdame —musitó ella acariciando el lomo de su compañero.

Él resopló entendiendo su petición. Se acercó al ataúd. Aquel cofre que encerraba el último de los líderes, un hombre de fortaleza y pensamiento tan claro.

Ejerció con fuerza la tapadura que lo encerraba escuchando la emoción colada en la voz de la mujer. Una sonora voz llena de expectación que en cualquier otra ocasión lo hubiera hecho sentir extraño. Empujó con todas sus fuerzas hasta ver como caía a los pies de la joven y el silencio era cortado por el impacto.

Rose se movió rápidamente observando el interior del ataúd, esperando encontrarse con el cuerpo de Zen, malogrado y seco, sin una gota de sangre en sus venas, pero siendo su cuerpo al fin. Quería poder ver cuando sus ojos se abrieran, cuando la viera allí junto a él como lo había prometido. Eso no iba a suceder.

Estridentes gritos emergían de Rose. La decepción y el horror de saber que todo lo que pudo hacer y lo que no quedaban plasmadas en el vacío. Si, pudo haber resuelto abrir el ataúd por sí misma, si, pudo haberlo hecho, pero sin fuerzas le era imposible. Pudo haber quitado las cadenas que le ataban, pero se había amoldado a ellas, las extrañaba ahora que el brazalete ya no formaba parte de su tobillo. Se sentía extraña, distinta, perdida en el recuadro absurdo que había vivido por años.

Jhosep, volviendo a su forma, tomó del brazo a la mujer haciendo que lo observase.

—Calma, te has mentido todo este tiempo, pero está bien. Salgamos de aquí.

Ella negó en un movimiento ligero que se volvió intenso. Más gritos. Jhosep contempló la entrada, escuchaba los pasos. Odiosos pasos donde las garras rugían contra el suelo.

—Ven conmigo, Rose, no podemos seguir aquí.

Sus ojos le observaban.

—Aquí —susurró perdida en sus pensamientos—. Aquí —repitió golpeando levemente el talón de sus pies. Rio y bailó. Jhosep enmudeció.

—"La locura puede tocarnos". —Se dijo rememorando tales palabras.

—¡Está abajo, Jho! —lanzó ella en un gesto de victoria con las manos al aire y la sonrisa superflua agitándose en sus labios.

Dos pasos rápidos y un golpe certero.

La sonrisa de la mujer se mantenía con sus dedos tomando el antebrazo del hombre. Contempló el camino de sus venas, el color de su sangre emanar y levantó la mirada sin dejar de sonreír.

—Mi sangre le pertenece a él, ahora —murmuró exhausta—. Le cumplí.

—Si es verdad lo que dices, sí.

Rose empujó la extremidad del hombre al interior de su abdomen.

—Podrás ver que sí.

El cuerpo de Rose cayó sin contemplación sobre los pies de Jhosep. Dos figuras aparecieron en la puerta, dos grandes lobos absortos de sangre y carne. Él negó sin parpadear, gesto que logró sacarlos del lugar. El líquido se movía lento y austero por las rendijas de un símbolo circular del cual tan solo su imagen lo hacía perderse en ella. Rozo con las yemas de sus dedos al instante que, como una puerta sellada a presión, esta se abrió. El aroma emanado, la sangre sigilosa, el cuerpo al final de aquella habitación y gotas del líquido viscoso cayendo sobre él. Rose sonreía al lado del hombre de manera complaciente con la mirada al cielo. Una imagen que torturaba a Jhosep.

Madera, añeja, oscura. Era la primera realidad con la que se encontraba Isabel. Despertar y ver aquel techo digno de una embarcación como la que se encontraba. Un zumbido aclamaba a sus oídos durante los días y luego el bullicio colindante de los tripulantes en sus quehaceres. Se vistió para salir ahora que podía mantenerse en pie y el movimiento no generaba náuseas en ella. Se encontró con el resto de los viajeros, hombres y mujeres de sonrisas ocultas tras la perfecta pantomima que solían llevar; eran pocos los viajeros, en todo caso.

Sus pasos la llevaron a encontrarse con Elio, quien alejado del resto de los tripulantes se mantenía en la cubierta con los ojos fijos en el horizonte. Notó a la joven por escasos segundos a su lado, para volver la mirada hacia otro lado. Isabel solo se mantenía al lado del hombre como una esfinge que poco recitaba, pero que pensamientos armaba.

—¿Qué haremos cuando lleguemos?

Elio sonrió cabizbajo. Ella se había metido como un soplo en sus decisiones, se convertía en lianas de preguntas y dudas, curiosidad y determinaciones que parecían podían ir y venir al antojo de la fémina. Y, entre tales mundos de los que a veces dudaba cual era real, resultaba estar la silueta de ella.

—Porque seguiré contigo, ¿no?

¿Sería así?

—No sé qué lugar es más adecuado para ti, Isabel.

—Nueva Orleáns no lo es.

Elio esbozó una sonrisa sincera, ¿qué estaba haciendo Isabel con él?

—Tampoco estar a mi lado, será problemático llevarte a donde voy.

—Entonces no he debido tomar este barco desde un principio, no he debido estar aquí, pero sigo aquí y aunque creo saber por qué me gustaría saberlo de ti ¿Quién fue ella?

Isabel tragó cerrando ambas manos en puños que amenazaban con sangrar. Lo veía expectante, ansiosa por ser respondida pero temerosa por haber sido imprudente. Imprudencia. Solía ser cómo quería y decir lo que quería cambiando palabras por sonrisas; momento albergado en recuerdos que quedaron como cenizas en un pasado que no volverá.

—Era un alguien importante —contestó—. Cuando te veo, noto sus ojos, su rostro, su figura, pero jamás a ella. Tú eres muy distinta de la persona que alguna vez ocupó ese cuerpo, aunque no puedo evitar recordarla cada vez que te veo. Quizá sea esa la razón por la que a pesar de saber que ningún camino que tome es adecuado para ti, te llevo conmigo.

El grito de los tripulantes dio la bienvenida. Pronto atracarían el puerto.

Fiel a sus deseos, el hombre saboreaba cada pedazo de aquel cuerpo como el elixir que había estado necesitando. Había acariciando con sus yemas el benévolo rostro de la mujer, quien sonriente, ansiaba el momento. Después, el desespero y la barbarie caminaban por aquel delgado cuerpo que se mantuvo a su lado. Jhosep se mantenía erguido frente al hombre saboreando lágrimas de sal. Admiraba a la persona detrás de tales vestigios, admiraba un recuerdo que se fundía en las fauces del lobo.

Zen esperó por décadas el instante en que pudiera volver. Sintió alegría al saber que, quien se encontraba detrás de ello, fuera Jhosep y agradeció el valioso regalo que le otorgó lo que quedaba de la mujer que alguna vez había sido el menudo cuerpo que sus fauces probó con fervor.

—Rose —murmuró dejando en el olvido lo poco que quedó—. Jhosep.

Él asintió vehemente sin bajar la mirada. Zen era un hombre de fuerte contextura con una mirada que parecía fulminar a cualquiera que estuviera frente a él; sin embargo, era bien sabido que él era un hombre de benevolencia y respeto.

—Es agradable volver a verlo, señor —comentó.

—¿Puedes informarme? Y por supuesto, buscar algo de ropa para mí —sonrió de acuerdo y partió en busca de lo pedido, pero con el amargo sabor de perderla a ella.

El cielo aguardaba a las horas de luz que estaban próximas a aparecer. Ese día la noche parecía haber sido más larga de lo habitual, quizás por la luna, o por los sucesos y la confidencia de la oscuridad. El día había llegado con un recuento de cuerpos convirtiéndose en cenizas y poco menos, estatuas que gritaban de dolor cuando la muerte aún no había llegado a tocarlos en las manos de los lobos.

—Las obras de Alan son bastante empíricas. Fáciles de reconocer —comentó Zen al observar la intrigante imagen de un par de cuerpos incinerándose bajo la luz.

Era una imagen austera compuesta por hombres que se retorcían entre sí, extremidades lejos de sus cuerpos y entrañas que decoraban su cuello a modo de cadenas.

—Quieren acercarse a ellos, pero no creo que esta sea la mejor manera.

—Al contrario, Jhosep, lo es. —Destacó Zen acomodando las mangas de un traje que poco le favorecía—. La única manera de llamarlos es esta. Mostrándole el camino hacia nosotros, mostrándoles lo que hemos hecho, lo que queremos, lo que les haremos —siseó en tono grave—. Una vez nos destrozaron, no sucederá dos veces. —Giró viendo el rostro serio de aquel sujeto que lo seguía en pasos cautelosos.

Zen suspiró cabizbajo.

—Lamento lo sucedido con Rose.

—Ella así lo pidió —negó seguro de ello.

—Pero no era lo que deseabas —resopló—. No siempre debes hacer lo que te pidan, amigo mío. No siempre hay que ser consecuentes y bajar la cabeza a los deseos de los otros.

Jhosep caminó hacia él. El mundo a su alrededor empezaba a caminar, algunos mostraban curiosidad, mientras que otros se alejaban con solo verlos; Jhosep, contempló su alrededor notando alguno de los suyos en las adyacencias.

—Alan y Haziel ya deben saber que estas aquí —sonrió con ironía evitando el tema—. Pasé un tiempo agradable al lado de Haziel; no ha cambiado en lo absoluto.

—Estuvimos encerrados, Jhosep, no tendríamos que cambiar —bufó con una sonrisa divertida extraña en sus labios.

Isabel se aferró del lateral observando a las personas cerca del barco, los hombres de la tripulación bajar y un puñado de personas murmurar. Veía el puerto más allá de ellos, llenos de estructuras y personas caminar de un lado a otro. A simple vista, una panorámica similar a la que pudo observar en América. Un leve regocijo se asentó en su interior, un puñado de sensaciones se removió dentro de ella como una jauría de sentimientos que empezaban a tomarla desprevenida pero consciente.

Elio caminaba al lado de la joven; su brazo era el sostén para ella en el mundo que apenas y empezaba divisarse. Isabel observaba su alrededor como un pajarillo que descubrían en tan corto tiempo la silueta de un mundo que pretendía ser amable, a primera vista. La voz de Graham la sacó de tal ensoñación. Cruel y despiadado, así había descrito al país y a todo el continente. Pestilente de máscaras añejas y tesoros obtenidos bajo el manto de una ley que admiraba la codicia. Elio no se detuvo hasta que Isabel asintió y respondió un «sí» miedoso.

—¿Me responderás? —indagó una vez dejado atrás el puerto.

—¿Cuál pregunta me has formulado que debo responder, Isabel?

—¡Te lo he preguntado! —exclamó.

Elio contempló la mirada sugestionada por su pregunta.

—Aun no lo sé.

—No quiero quedarme en ningún lado —murmuró deteniéndose en medio del camino.

—Isabel...

—Dijiste que no puedo confiar en nadie, que no puedo acercarme a nadie y mucho menos a la nobleza. Aquí no conozco a nadie, pero tampoco confío en alguien. Yo... yo me quiero quedar a tu lado.

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