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Deseos servidos



Elio palideció al ver el rostro monótono de la joven en un descanso profundo que lo dejaba a él fuera de su vista, más no de sus pensamientos. Ella, siempre ella. No importase quien fuese, ella estaba atada a él como él a ella y para nadie era un secreto. Terminó contemplando el rostro tranquilo y marmóreo de Isabel, con las sábanas cubriendo su dorso y el cabello lacio siendo un manto que cubría las almohadas de color champagne. Había podido llegar a un local donde arroparse de la frialdad; Antoine se movió en el instante en que los sonidos llegaron a ellos y los dejó atrás. Elio lo seguiría cuando el momento fuese el correcto.

Miedo.

Isabel era un ser simple, curioso en más de una forma, pero débil como todos. Temía acercar mundos tan distintos, tan desiguales y contrapuestos hasta que las sugerencias se vertieron como un vino servido o el rocío de la lluvia. Jean había dejado en claro sus pensamientos hasta empezar a calar en él. Escucho un gimoteo provenir de la joven y la respiración profunda. Sus ojos lo veían con ternura, los mismos ojos, los mismos sentimientos en un corto segundo que se esfumó.

—¿Está todo bien? —inquirió observándolo. Elio asintió—. ¿Es hora de irnos?

—¿Irnos? —lanzó Jean desde la otra punta de la habitación—. ¿Mi señor?

—Déjanos, Jean.

El hombre hizo un pequeño ademán y acto seguido salió del lugar. Tenía la sospecha de saber el resultado de esa intima conversación, lo que desencadenaría y lograría y, aunque debía sentirse complacido por ser de utilidad también estaba apenado por el resultado. Después de todo, Isabel era un inocente pajarillo en medio de una jauría.

—Ellos consideran que lo mejor para ti, es quedarte aquí. Al cuidado de cualquiera que pudiéramos dejar a tu lado y pudiera protegerte. —La mirada de Elio atravesaba la expresión dolida de la joven—. Pienso igual.

—Yo no.

Una mueca se acomodó en los labios del hombre.

—Lo supuse. Creí que gustabas de la compañía de Gabriel, quisiste correr hacia él cuando te conocí. Me temías y aun lo haces... Y ahora quieres venir conmigo ¿Qué ha cambiado?

Isabel salió de la cama rápidamente. Caminó por la habitación observando el color turquesa en las paredes, las estanterías de madera, el pequeño escritorio servido con pluma y papel.

—Quiero hacerlo —suspiró profundamente cerrando los ojos con aprehensión y con el corazón desbocado cual equino al galope. Devolvió sus pasos a quien, aún sentado y apoyado sobre sus rodillas, observaba a la joven acercarse. Isabel se arrodilló tomando su rostro entre sus manos. Acto tan espontáneo que lo dejó incrédulo por varios segundos con la intensa mirada de la fémina aferrándose a sus creencias—. Yo... me siento más segura a tu lado —musitó—. Ahora me siento más segura contigo.

—Seres como yo jamás daremos seguridad, Isabel. Tonta eres si crees que esto es una especie de aventura —exclamó despectivo alejándose de ella.

—¡Solo si estoy contigo sabré! —gritó. Se dio el lujo de hacerlo. De arrancar de lo más profundo de su garganta un grito ahogado que hacía mucho ansiaba por dejar salir.

La mirada de Elio sobre ella era visceral, la atravesaba al tiempo en que la abrazaba y solo verlo le hacía sentir miles de cuchillas en cada parte de su cuerpo. Ella sabía que no habría forma de hacer que cambiara de parecer, y él sabía que ese golpe de valentía le costaría.


Zen contempló por última vez la edificación antes de ocultarse entre las sombras de los callejones. Aquel lugar se convertiría en el escenario predilecto llegado el momento. Podía escuchar la respiración paulatina y la tranquilidad oculta tras cada bloque. Sentía el deseo correr por sus venas como el líquido de la impaciencia golpear su sien. Después de saber sobre la presencia de Elio en Roma, Alan se encontraba en una euforia completa de la cual era imposible sacar. En tal caso, Zen prefirió recorrer toda la ciudad buscando ese lugar; el idílico recinto para ellos estar. Buscaba servirse de una ubicación y entrar, aunque Jhosep lo había hecho razonar.

Alan recorrió los callejones bañados por la luz matutina con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar. Decidido a moverse por sí mismo —sin la presencia de Haziel—, dejó que Antoine lo guiase hasta el sitio donde decía encontrarse. Sintió el gusanillo de la curiosidad revolcarse en su mente ¿por qué no fue él mismo a su encuentro? ¿Qué lo detenía? Antoine no dijo palabra al respecto, pero lo vio en sus ojos. Lo que sea que aferraba a su amigo a una zona tan apartada y enviar a otro debía ser alguien importante.

¿Quién?

El hombre vestido de negro se llevó lo único que podía molestar en la mente de Elio. Sacó sus garras y una a una fue clavándolas en la carne de su amada. Ella no estaba ya.

Antoine aceleró el paso cuando vio la silueta del viejo hombre recostada en la pared, con los brazos cruzados y los ojos fijos en los adoquines. Alan lo reconoció antes incluso de verlo. La fragancia revoleteó hasta él cual polilla en medio de las tinieblas.

Sonrisas. Pasmosas sonrisas atravesaron el rostro de Alan con sus ojos avasallantes repletos de conmoción y algarabía. Elio no hizo más que quedarse ahí, sentado recorriendo el rostro poco grato de su compañero de danzas. A pesar de que Asselot había recuperado parte de sí, las cicatrices del entierro aun eran visibles. Todos la portaban, pero en él era un recuerdo permanente; afilados, similares a las secas ramas de un árbol muerto, vestían su rostro desde su parpado. Ahí donde el odio empezaba a transformarse y asediar a cada uno de ellos como si fueran simples musarañas a las cuales pisar.

—¡Oh, Elio! ¡Te ves realmente fatal! —exclamó en una carcajada simple.

—Qué puedo decir yo de ti, Alan. Tu imagen no es precisamente agradable —siseó con una mueca en forma de sonrisa. Se acercó hasta él levantando su mentón. Viendo las heridas, la cicatriz honda y certera.

—¿Hace cuánto que estas aquí?

—Relativamente poco. Encontré una carta en la casa de Salvatier indicando tu presencia aquí —susurró caminando hacia un habitación de colores claros y floreados muebles. Un ventanal amplio con un cortinaje poco grato a la vista—. ¿Sabes de ellos?

—Sé lo suficiente —enarcó una ceja—. Sé que Zen se ha movida hasta ellos.

—¿Zen? —preguntó sorprendido.

—Sí, mi querido amigo —palmeó su hombro—. Zen ha estado con nosotros, también, desde hace relativamente poco. Ha sido la suerte que lo ha llevado a encontrarse con Jhosep, pero... ¡Qué nos importa Zen! Estamos aquí —Alan contempló el lugar en un destello fugaz—. En este antro.

—Alan...

—Poco tiempo tendremos para...

El hombre entrecerró los ojos puestos en la puerta detrás de él. Quiso buscar en el rostro de Elio la respuesta a su interrogante, pero fueron sus pasos los primeros en darse.



Isabel se encontraba con el corazón latiendo más rápido de lo que creía. Sentada con las manos acariciando parte de su vestido del color del vino; sus ojos iban al medio de la habitación y a nada. Distraída y retraída, los nervios la consumían ¿por qué hacerlo? Dio pasos certeros y luego temió, se acurrucó en los brazos de la bestia y desde su posición rogó ¿Haría él lo que ella clemente pedía? ¿Por qué? Abusaba de una imagen que traía memorias con respuestas que no llegaron. Lo escuchó gruñir y blasfemar. Imitó sus pasos como una leona que seguía a su presa mas no encontró nada que le fuera a dar razones.

Y sin embargo ahí, en medio de la nada y de algo más grande de lo que ella temía seguía estando ¿Era esa una respuesta?

Tal como lo era la presencia de aquel sujeto desconocido a los ojos de Isabel: Alan portaba una herida con orgullo en su rostro, ojos que desfilaban grises y amenazantes, finos labios y un porte de seguridad que lograba calar en cada uno de los músculos de la joven.

Lo vio observar el lugar para volver a centrar su atención en él. Notó al hombre de los ojos verdes cruzado de brazos, esperando; aguardando. Tal como ella lo hacía.

—Tú —señaló—, siempre tú. He debido imaginarlo —comentó Alan mostrando una sonrisa avasallante.

—No soy quien cree —se atrevió a decir—. Ya mucho me han confundido.

—Eres quien quieres ser y sí, definitivamente no eres quien creo. Que nos importa el pensamiento de otros acerca de nosotros... solo si no sabemos quiénes somos —esbozó—. ¿Quién eres?

—Isabel Wright —contestó Elio desde el otro lado de la habitación. No cambió su posición, ni su rostro neutral e inaccesible. Mas sus manos yacían cerradas, puños que esperaban por un momento; cualquiera que sea ese momento.

—Isabel, Bienvenida —alargó Alan en una sonrisa descomunal que sacó de sus sentidos a Elio—. Es bonita —exclamó tomándola en una abrazo fraternal que la hizo dudar.

—Es su viva imagen.

—¿Y? —preguntó indignado—. Loren era hermosa, pero eso no significa que tu no lo seas.

Elio bufó carcajeando.

—Siempre tan poco elocuente, Alan.

—¡Oh, mi querido amigo! ¿Me dirás que esa no es la razón por la que Isabel, la hermosa Isabel, está aquí? —indicó caminando hacia su amigo.

Efervescencia.

Alan siempre era un líquido a punto de desbordarse; era la espuma y era la conciencia. En ese momento se convertía en la voz en el interior de Elio ¿Por qué estaba aquella joven mortal ahí? Esa siempre había sido una pregunta calada y guardada con fervor en su fuero interno.

—Si Isabel —empezó lanzando una mirada cómplice a la joven la cual calló bajando la mirada— solo fuese una imagen parecida... —tanteó— ya no fuera ella y lo sabes —susurró a su oído.


Había pasado mucho tiempo. Tanto como la vida y muerte de una simple oruga o el paso de las estaciones por los frondosos bosques que se encontraban bajo las blancas sábanas del invierno. Nada en aquel lugar lo advertía ni lo divertía. Cerró sus pasos por los senderos de la vieja Europa con el deseo servido en sus ojos y aún más querer volver a América.

Antes no se hubiera visto extrañando el nuevo continente, mucho menos comparándolos, pero lo hacía y se tornaba ridículo. Se acomodó en el carruaje el cual se encaminó rápidamente al camino que lo llevaría hasta la vieja Roma. Vincent adoraba la ciudad, él la detestaba. Tenía mil y un razones para volverse el lugar predilecto de cualquier inmortal, pero a los ojos de Grasso estaba lejos de convertirse en ello y, aun así, no podía negar la única razón por la que Vincent se sentía a gusto en ese lugar, mucho menos él.



Sonrió recordando viejas experiencias. ¿Qué hacía él rememorando el pasado? Estaba viviendo los segundos antes del desenlace y le gustaba. A pesar de todo, algo podía suceder en aquellas tierras que lo llenara de vida; lejos de la monotonía que lo abordó hacía siglos atrás.

Alan miraba a la chica con el tambaleo del carruaje moviendo su cuerpo constantemente. Isabel prefirió observar por la ventanilla antes que enfrentar la mirada de aquel sujeto. Pudo ver las diferencias entre él y Elio. El segundo seguía estricto, encerrado en alguna burbuja que en pequeños instantes Alan se atrevía a romper. En lo que llevaban de camino los había escuchado hablar de posibilidades, movimientos, personajes desconocidos y otros tan conocidos como ella misma. Asselot encontró cierto nerviosismo en la joven con tan solo la mención del nombre, no era para menos. También había encontrado las dudas sueltas en los ojos de Elio, su compañero solía llenarse de tantas preguntas como respuestas y requería más.

—Has contado con suerte, Isabel —murmuró—. Justo nos hemos hecho de una de las antiguas casa de nuestra casta noble. Tendrás un techo donde dormir. Nadie te morderá, tampoco vivirás con miedo por ser vista por alguno de los otros.

—Alan —regañó.

—Sabes bien que el clan no perdona, Elio. Sin embargo no hay que preocuparse, mi querida, Isabel, Elio es un buen cazador.

La joven asintió levemente sin ver su rostro.

—Quien no estará nada feliz será mi pequeña hermana. Trátala bien Elio, ya sabes que te aprecia.

—Mantenla lejos de mí y no le pasará nada.

Alan carcajeó cruzándose de piernas.

—Arduo trabajo el que me has encomendado.

—Mejor hablamos de algo más importante, ¿no? —esbozó cambiando de tema tan rápido como la picardía se acentuaba en la mirada de aquel sujeto.

—Dejemos que Zen diga lo que haya visto, Elio.

Elio resopló fijando la mirada en los edificios que apenas podía ver por la ventanilla.


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