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Bailando con la luna - Parte Final


Un cisne que se había evadido de su jaula,

Y, con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco,

Sobre el suelo áspero arrastraba su blanco plumaje.

Cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico.

EL CISNE





El baile la tomó desprevenida, pero su alma estaba preparada. Sentía la dicha bajo la sonrisa que mostraba el hombre frente a ella. Sentía el momento único y especial así como el silencio de la canción al terminar una nota más. Ellos dos solos, acompañados; eran dos partes de un cuerpo fundiéndose con los pasos de una danza de movimientos rápidos, certeros, volátiles.

Los sueños la consumían.


Ella empezaba a correr a su lado. Ella empezaba a tararear su voz en su recuerdo.

Oculta entre los muros su mirada se iba en aquellos que, como hombres de armas y honor, luchaban sin contemplación. Ahogó sus miedos teniéndolo a él frente a ella quien la devoraba con la mirada y ultimaba con sus labios. Sin embargo, la suerte le sonreía.

Parecía siempre sonreírle.

Hasta que lo vio y no hubo dudas, la suerte cambió.

Se movía cual serpiente, caminaba entre los retazos de aquello. Él parecía un espejismo que acusaba con volverse real con cada paso que daba. Y lo era. Tanto como para causar estados de estupor en ella y dejarse caer sobre sus rodillas.

Nadie le había dicho que lo volvería a ver, mucho menos que su rostro luciría tan cambiado.

—Isabel —murmuró y ella tembló. Se ahogaba en sus propios temores—. ¿Se han olvidado de ti? —prosiguió viendo su alrededor nefasto, destruido, corroído—. ¿Ves lo que causaste?

Ella ladeó la cabeza dudosa.

—Sí, querida. Tú lo ocasionaste, tú y solo tú, fuiste capaz de esto y, quizá, de algo peor. ¡Oh, si tan solo me hubieras permitido seguir! Has debido correr en la dirección contraria... todo este tiempo. Intentarlo, como yo intenté. Eso, la verdad, dolió. Ser desplazado.

—No sé de qué hablas.

Tomó la poca valentía que tenía para hacerle frente mientras su mente gritaba aterrada viendo a los lados.

—Lo sabes, absolutamente.

Dio varios pasos y se arrodilló ante ella viendo su mirada perdida, lo aturdida que estaba. Veía en ella lo mismo que vio hacía tiempo atrás, cuando sus ojos la miraron con ternura y un deseo indescifrable para su compañera. Cuando el aroma repugnante de la muerte la colindaba como si fuera su próxima victima, pero ella olía rosas, puras, vírgenes. Tan solo pensarlo causaba cierto desvarío, ese día había cambiado todo y hubiera sido preferible seguir los consejos de su amada, pero él, obstinado, optó por intentarlo. Transformar la reencarnación de Loren, un deseo peligroso ¡Una reverenda idiotez! Que empezaba a pagar.

Sus dedos se deslizaron crueles por el rostro de la fémina con sus ojos llenos de ira y su mandíbula cerrada fuertemente. El mundo tras él se volvía pedazos de cuerpos, cenizas y sangre ¡Y la sangre! Aquel aroma embriagador del que siempre debía estar bañada la ciudad. Era el veneno suplicante que rodaba por las rendijas de los pasillos y vestía todo a su alrededor. E Isabel, cual cordero, frente a él le hacía lamentar todos los días, pero ella lo hacía más. Quiso correr lejos, hacia Jean, pero era lenta... Muy lenta. Era tan solo una oveja.

Miraba en Grasso tanto o más que alguna vez observó y el miedo era un sentimiento que creyó haber dejado atrás cuando a su lado, los pasos, la opulencia, sus dedos fríos contra su piel, era un ensueño del que se empezaba a aferrar.


Jean había estado ocupado entre los tormentos del clan, combatiendo feroz, transformado. Su mirada, peculiarmente ambarina, veía su alrededor lleno de ellos. Todos iguales. Se removió por el lugar corriendo y lanzando su desgarrador golpe a todo aquel que interviniese. Había perdido de vista aquel cuerpo frágil que debía proteger hasta que dio con ella. Asustada y arrinconada por alguien que, a su ver, no debía estar ahí.

—Isabel —murmuró en conciencia.

Rasgó la piel de ellos cercenándola en varias líneas. Tomó en sus fauces a aquellos pálidos sujetos a los que la humanidad parecía haberlos dejado hacía mucho tiempo atrás.

Pero su camino se llenaba de cuerpos, vivos o muertos.


Gabriel se movió del lugar con Isabel a quien tomaba de su brazo. Con una sonrisa triunfal y su mirada llena de expectativas, de la locura tras los largos momentos que había vivido buscándola. Era imposible no desear de aquellos segundos los últimos, para ella, para él, para todos. Era el momento perfecto detrás de cada día que, de alguna manera, sus acciones se vieron frustradas y que mejor que dar pie a todo con ella en brazos y la mirada furibunda de un perro mal herido.

Sí, para él era la máxima interpretación.

Isabel luchaba por zafarse de su agarre, lloraba y exclamaba al punto de su voz romperse, sin embargo él se movía ágil y los hombres de los clanes a su alrededor eran como un muro permitiendo el paso de su señor.

—¡Vamos, Isabel! Estoy seguro que quieres reunirte con él —espetó rimbombante—. Estoy más que seguro que lo ansías, después de todo pareces atada con hilos invisibles a tal bestia —escupió al tiempo en que ambos cayeron sobre los callejones empedrados.

Isabel se paralizó viendo al hombre imponente frente a ellos. Escuchó el rugir de sus fauces haciendo que temblara aún más. Grasso sonrió irónico ante la presencia del lobo, de aquel sujeto que parecía no querer moverse de su camino. Entonces ambos se enfrentaron. El choque de las garras de lobo contra la agilidad de Gabriel; de los grandes colmillos bañados en sangre y del veneno mortal de un ser como Grasso. Mientras, la joven se levantó del suelo y emprendió la huida. No sabía hacia donde correr, pero cualquier lugar le parecía mejor que seguir allí. Se marchó hasta una calle donde los edificios medianos empezaban a esbozarse. Caminó temblorosa sosteniendo la falda de su vestido; saboreando sus labios salados. Giró sobre sus talones esperando que nadie la siguiera, esperando haberse librado de Gabriel, de Jean, de todos ellos al fin y al cabo.

Un suspiro de alivio sobrevino cuando el callejón detrás de ella se mostraba solitario mientras que, en el horizonte, varias personas caminaban de un lado a otro, ignorantes de lo que sucedía más allá.

—Isabel —escuchó a su oído—. No lo siento en lo absoluto.

La joven la observó.

Un sonrisa triunfal la tomó desprevenida y el dolor ocasionado por ella la atrajo. Fuera de sí, en el mundo normal, los gritos agudos de una mujer secundaron el horror de otros tantos. Su sangre empezaba a mezclarse con la noche y el olor a destino.

—Tú... Elio...

—¡Ay, Clarisse! ¡Pero qué has hecho! —espetó Gabriel acercándose a ella. El hombre, bañado en la sangre de otro se acercó a ella cerciorándose de lo que ya temía—. ¿Era necesario?

—Lo era, sí, recuerda lo que hiciste por ella.

Gabriel sonrió curioso.

—No tenías que hacerlo aquí, en todo caso —esbozó contemplando el ajetreo alrededor de ellos, pero en su mirada no había alguna duda de desazón por lo ocurrido. En cambio, él estaba en una nube de locura que ella acompañaba con finos pasos.


Mikail había conocido, de una manera poco conservadora, la muerte tras la traición.

Lo que él llamaba traición. A final de cuentas era una pantomima que él había creado de forma que tan solo pocos podían concebir el mundo que él deseaba. Vincent suspiró viendo al extraño trío frente a él, sonriendo de lado y negando ante la cantidad de sangre que empezaba a correr alrededor de ellos. Ambos bandos.

De igual manera, él solo buscaba a uno, uno en particular que parecía haber desatado el resto de su vida tranquila. Lo extrañaba lo suficiente como para volver a estar ahí.


Alan se movió por el lugar observando y con paso firme las estructuras del sitio que empezaba a deteriorarse con cada nuevo golpe. Observó impasible, deseoso, hasta encontrar lo que buscaba: alguien con quien jugar. Mostró sus fauces a un par de sujetos a los que poco a poco dejó sin vida, mientras otros más pretendían lo mismo. Eso quería.

Seguidos por el aroma, bañados por la luna; vampiros que expulsaban su último aliento ante el rugido desgarrador de cada lobo que se imponía. Vincent miraba atento a Elio, quien sin más seguía su mirada desafiándolo.

Ese debía ser el último día en que vería a Vincent LornStein.

El choque fue impulsivo, eran dos potencias rasguñándose entre sí, corriendo uno al lado de otro por ver acabado al enemigo. Los gritos se llenaban de furia y cada nuevo golpe era más certero que el anterior. La respiración de Elio se entrecortaba, exhausto, había recibido varias heridas en brazo y cerca de su yugular, no obstante Vincent parecía pasarla peor.

A la luz de un astro que ya iba deshaciéndose, el momento era oportuno. Vincent se movió por el lugar esperando escapar de un cielo que aclaraba. Elio lo atrapó en un abrazó que hizo crujir su cuerpo, esperó impaciente al momento entre que él trataba de zafarse de su agarre sin poder conseguirlo.

De día, con el Sol ardiendo en su punto, las cenizas afloraban entre los brazos del lobo. El dolor mancillaba aquel amanecer indiferente a lo que se cocía durante la noche. LornStein usó lo que quedaba de su fuerza para taclear al lobo y liberarse, pero el día había llegado y los rayos del sol terminaron por alcanzarlo. Su cuerpo se disolvía en el aire.

—Uno menos —suspiró Zen, cambiado, detrás de él—. Los siguientes serán decisivos.

Con la luz brillante en el cielo, el camino detrás de ellos parecía un río que se evaporaba. Donde las cenizas empezaban a volar con el movimiento del viento y los cuerpos de los suyos, ya cambiados, mostraba la feroz batalla que habían tenido.

Contar, memorizar, suspirar y volver a empezar.

No sabía cuántas veces él había hecho eso ni por cuantos años más lo haría. Todos y cada uno dolían: hermanos, hijos, suyos, de todos. La sensación pegada a su garganta que le impedía tragar o gritar seguía ahí.

Y más se hizo presente cuando su amigo de tantos años lo miró con la pesadez en sus ojos y la línea terminal en sus labios. Alan nunca llevaba noticias, no era digno de él, no era parte de él, pero solo lo hacía cuando eran importantes para Elio y, en su cuerpo, el escalofrío de imaginar lo que con sus ojos anunciaba eran más que relevantes.

Pocas veces había tenido que ver las estrellas caer más de dos veces.

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