Apariciones
—¿Estás seguro que es aquí? —preguntó Haziel por tercera vez.
Sus pasos lo habían llevado a una de las edificaciones más antiguas de la vieja Roma. Alzada monumentalmente, el lugar había sido abierto por la fémina quien sin mucho esfuerzo había logrado entrar por la puerta principal. Jhosep recorría cada parte de la vieja iglesia. Acortó el camino hasta la puerta que lo llevaría a la zona de descanso del sacerdote. Notó una pequeña hendidura cual cerradura, se agachó para intentar abrirla. Al constatar que estaba sellada hizo de su mano un puño atravesando la madera.
Haziel escuchó el bullicio que había provocado el hombre sin alertarse. Siguió observando el resto del lugar rozando con sus dedos cada imagen. Sonrió maliciosa ante ellas, pero fue una luz la que llamó su atención. Salía de una entrada la cual parecía llevar a las campanas. La mujer se encaminó al lugar notando que la luz, de donde sea que hubiera procedido, ya no estaba. Resopló arrugando el ceño con desconfianza. Su vista se fue a la parte superior de la torre contemplando el movimiento de alguien subiendo los peldaños. La fémina volvió la mirada atrás para luego seguir los pasos de aquella persona que corría hacia las campanas.
Lo alcanzaría.
Cualquiera que se la persona que estuviera en lo alto de la torre correría con la suerte de quienes la llevaron hasta ese lugar. Eso, si no se trataba de su hermano, algo que plenamente dudaba, pues de ser él no estaría huyendo hacia la nada. Al contrario, Alan Asselot se mostraría frente a ella imponente y lúcido como ningún otro. Eso creía ella.
La búsqueda de Jhosep lo llevó a un túnel de piedras superpuestas donde la luz no llegaba, pero las antorchas se alzaban en los laterales de las paredes esperando a ser encendidas. El hombre tomó uno de ellas y la encendió pudiendo contemplar el largo camino que parecía llevarlo hacia la nada. Aun así él siguió el camino siendo engullido por el túnel. Sus pasos dieron con una piedra que cayó al vació. Pudo escuchar el sonido al final. Con antorcha en mano iluminó los siguientes pasos delante de él. Una parte del camino se detenía allí, otra, empezaba en una escalera caracol bastante obsoleta por la cual parecía llegar hasta el final. Jhosep empezó a bajar mientras parte de su camino veía ventanales con forma de arco sellados con madera y el aroma a moho colándose en el aire.
Sintió una sensación recorrer su columna y el sabor férreo de la sangre aparecer en su boca. Sus manos comenzaron a sangrar luego de pequeñas heridas parecieran en sus manos como si fueran hechos con una pequeña navaja. El hombre recorrió el lugar con el corazón latiendo, pero con el deseo de saber. Si algo asesinaba más que la naturaleza de los inmortales, era la curiosidad y Jhosep, aunque precavido, pecaba de sentirla en tales situaciones. Alguna vez estuvo al borde de la muerte, pero pudo alejarse de ella a tiempo, estaba solo en medio de un lugar que no podía ser más que una cripta. Una, debajo de una iglesia. Sonrió con sorna.
El lugar estaba lleno de aquellos ventanales, se acercó a uno tocando la madera podrida al tiempo en que veía como su sangre parecía drenarse de sus manos. Se observó a si mismo contemplando varias rendijas, cauces por donde su sangre caminaba y se ocultaba tras tales agujeros perfectamente simétricos.
—Ahora entiendo —susurró Jhosep.
Golpeó uno haciendo que la madera se deshiciera. Tumbas. Lo que creyó eran ventanales, realmente eran tumbas donde cuerpos dormían. Para fortuna de Jhosep, no eran vampiros. Sintió la dicha y la alegría recorrerlo, ese deseo ferviente de saber que poco a poco muchos de ellos empezaban a aparecer. No sabía cómo es que habían llegado a despertar, pero no dudaba que las extrañas heridas que aparecieron en él tengan algo que ver.
Haziel se encontró delante de las campanas con el hombre frente a ella. Resultó ser un monaguillo quien al verla le mostró la cruz de su cuello. La fémina no hizo más que cruzarse de brazos riéndose a carcajadas de él.
—¿Se encuentra bien, sacerdote? —preguntó ella dando pequeños pasos hacia él.
—Aun no soy sacerdote —esbozó el hombre.
—¡Oh! —musitó con ironía la mujer acercándose a él.
Haziel observó con tranquilidad la escena, se sentó en una de las cornisas de la torre sintiendo el aire provenir desde el noreste mientras que los gritos de dolor y las exclamaciones del monaguillo retumbaban en su cabeza. No podía ayudarlo, mucho menos quería hacerlo, él necesitaba consumirlo, necesitaba sus fuerzas volver y sabía muy bien que aquella era la única manera de hacerlo. Ella lo había vivido.
La imagen de Alan era desconsoladora. Ella esperaba verlo rozagante como siempre, pero cayó en cuenta de que, de no ser por Antoine, la imagen de ella sería igual que la de él. Por lo que solo se alegró con saber que Alan Asselot había aparecido delante de ella y que, fuera como fuera, se encontraba dispuesto a continuar. Para la fémina no era necesario preguntar. Lo vio en sus ojos llenos de ira; una mirada que penetraba el alma y clavaba con cada punto filoso en el cuerpo haciendo que la sangre emanara como finos hilos.
Alan suspiró al aire cuando se vio satisfecho mostrando unos ojos sedientos y complacidos por sus actos. Se relamió los labios paseando su vista con sigilo en la grisácea mirada de Haziel. Esbozando una pequeña sonrisa en sus labios, el hombre se encaminó hacia ella con los brazos extendidos, deleitado de ver a su hermana menor frente a él. Ella se acercó accediendo a aquel afectuoso momento en el que él aspiraba su aroma y ella notaba como la fuerza del hombre volvía a él.
—Mi pequeña... —susurró encantando.
Se alejó rodeando el rostro de la fémina entre los delgados dedos carentes de carne de él.
—Nunca me dejarías solo.
Ella sostuvo sus manos con afecto. Haziel sentía el corazón palpitar inquieto más la emoción recorrerla como la marea salvaje incrustarse en su tórax y absorberla de grata manera.
—Jamás lo haría, hermano —farfulló con la convicción que siempre mantenía. Él mantenía su sonrisa en tales labios secos y escasos de piel.
—¿Vienes sola? —inquirió observando las escaleras detrás de ella.
—Recordarás a Jhosep.
Alan dio un paso hacia atrás entrecerrando los ojos.
—Perfectamente.
—Me ha ayudado a venir. Debo decir que si no fuera por él, probablemente apenas estuviese llegando a la ciudad. En cambio él me ha hecho el viaje más fácil de lo que imaginas.
El hombre asintió tomando asiento en el mismo lugar en que ella se encontró antes.
—Me tendrás que poner al tanto, Haziel. Hay cosas que puedo discernir, pero no las sé todas.
—Vayamos a un lugar donde hablar con tranquilidad, hermano. Este lugar estaba siendo observado. No dudo que en cualquier instante ellos lleguen.
—¿Ellos? —rio mofándose—. No hay ningún "ellos" de los cuales temer, hermanita —comentó acariciando las líneas de su mentón—. Pueda que sea por eso que mi apariencia siga siendo la de un cadáver. —Se burló.
Erguido frente a él, varios hombres lucían las marcas de las heridas, de la guerra perdida y del dolor causado por la forma en que fueron encerrados en la cripta. Jhosep notaba en sus ojos lo que por sus venas corrían a modo de un líquido sediento. Sed. Odio. Lo único que traería una ventaja en cuyo caso se llegase a presentar un confrontamiento, algo que no dudaba sucedería. Serían muy estúpidos si se quedasen de brazos cruzados, serían la escoria y la burla de sí mismos. No, ellos no eran de ceder y ni daban pasos en vano. Muy bien lo veía en quienes dirigían los grupos, sobre todo en Elio y Alan. Aquellos dos parecían ser las caras de una misma moneda, dos partes diferentes complementadas en un solo objeto.
El hombre se sintió satisfecho caminando al lado de un grupo numeroso de los suyos que, apenas conscientes, lo seguían únicamente por aquel aroma que destilaba. Una que bien les advertía para confiar en él. A simple vista no eran más que cadáveres, cuerpos que se mecían sobre sus pasos por acción de la sangre de Jhosep, sin embargo eran más que eso.
Haziel notó al grupo con un Jhosep sonriente de forma maliciosa. Eran más, cada vez que parpadeaba su grupo aumentaba y debía seguir así.
—¿Qué te parece? —lanzó Alan detrás de la fémina
—Antoine maneja por igual un grupo bastante nutrido, pero a diferencia de esos, estos necesitan alimentarse —comentó girando sobre sus talones—. No podemos ir asesinando personas.
—Con gusto puedo hacerme cargo de eso —farfulló Jhosep.
—Adelante.
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