Almas perdidas
Las pocas sensaciones que quedaban en ella volvían como un huracán en esos instantes. Era su mayor deseo volviéndose real frente a ella, también era su mejor apuesta. Quería y sentía la necesidad de poner un límite entre ellos y los demás... aquellos, vestidos de sangre bajo la capa del cielo eternamente negro y el sabor indecoroso consumiéndolos.
Eran ellos tres, pilares que podían desaparecer. A pesar de las constantes advertencias y los murmullos tras las paredes. La voz mortecina de Kia y las miradas acusatorias. Quería atreverse a dar opciones, dejar de ser el silencio para volverse en la brisa sonora antes del huracán. Cada día la necesidad se juntaba en su garganta ahogándola.
Recorrió los pasillos con los dedos entrelazados a los de su amante. Se movió por la casa pasando cuadros de hombres desconocidos, mesas de estructuras refinadas; espejos que callaban su reflejo. Se detuvo en la última puerta del pasillo mirándolo por un pequeño instante. Él, escuchando su mutismo, abrió la puerta a la habitación de luces opacas encontrándose con la silueta de él, su amigo, tan eterno como él.
Entre ellos la distancia se mantenía. Ambos observándose a través de sus pupilas. Ambos en dos polos opuestos de los que le deparaba. Vincent asintió hacia Clarisse. La fémina salió de la habitación.
—Me he perdido tanto ¿Se han divertido? —inquirió caminando por la habitación.
—¿Es necesario preguntar? —Indagó con una mueca en su rostro—. Él está haciendo lo que desea.
—¿Se lo has permitido? ¡Vamos, Vincent! es solo un niño jugando a ser un adulto —contestó—. ¿Qué esperaremos? Clarisse me contó lo sucedido, y lo que podría suceder.
—Quiero que él haga lo que desee —murmuró sentándose. En el rincón de sus pensamientos todo iba bien, incluso las muertes injustificadas, las pérdidas aceleradas por imponer su liderazgo—. Quiero que se atreva a enfrentarles. Sé que están aquí, incluso él ¿no es así?
Las imágenes eran destellos dolorosos reproducidos en su mente. Todas y cada una respondía un sí certero a la pregunta de Vincent.
—Dame la opción de tomarlo, no dejaré que lo drenen como la primera vez.
Vincent sonrió, amplio, malicioso. Sí, él apostaba por esa opción también.
—¿Y ella? —preguntó—. ¿Dejarás de jugar? Puedo recordarte que tuviste tu oportunidad.
—Dejaré de jugar —carcajeó—. Las oportunidades nunca estuvieron, amigo mío. Es posible que ahora si estén.
—Bien. Él se moverá pronto y ellos quizás lo hagan mañana, a la luz del sol. Desataré a los clanes si es necesario.
Gabriel tanteó cada palabra sonriente, sentía la necesidad de moverse solo por un instante, atar cabos sueltos. Silenciar la noche en un beso ¿Podría acercarse tanto como quería?
—¿Qué harás con nuestro buen invitado: la marioneta?
—Cortar sus hilos.
Haziel se mantenía distante siempre que su hermano estuviera cerca. No quería ni pretendía mantenerse tan lejos, no sabiendo que Elio estaba en el mismo lugar que ella. Era, después de todo, lo que quedaba de los días cuando la humanidad se disputaba bajo las sombras del conservacionismo. Ellos tres eran el pecado andando ¿cómo podía alejarse de ese pasado entrañable? Hacerlo no era una opción aun cuando Loren, aquella mujer de risas dichosas y alegría desbordante, se atrevió a cruzarse en sus caminos.
Siempre había sido una piedra que quiso sacar. Una que había vuelto.
Isabel recorrió el lugar con la mirada de Jean detrás de ella. El viejo hombre reconocía las caras ocultas en ella, esas que hablaban de nervios, angustia, terror y, si se quiere, cobijo. Sus pasos se detuvieron al tiempo en que giraba a verlo. Su presencia era avasallante, una sombra que la abrigaba enviándole sensaciones de escalofríos.
Jean dio dos pasos hacia ella.
—No vayas muy lejos. Te convendría, de hecho, no salir de la habitación —susurró.
—Alan ha dicho...
Jean sonrió.
—¿Y qué ha dicho Elio?
Isabel miraba al hombre comprendiéndolo. Entendiendo muy bien las razones por las que, de alguna manera, la detenía. Era ella un posible blanco en medio de tantos seres como ellos, como él.
—Ven. —Le extendió su mano.
Ambos caminaron por un largo pasillo donde las paredes de color dorado los recibía con la luz de las pequeñas bombillas. El silencio reinante y las palabras susurradas en alguna habitación.
—Sigue caminando. —Le pidió.
—¿Puedo saber qué sucede?
Jean contempló el camino detrás de él.
—Nada es seguro y nada lo será. Estas en medio de algo que no conoces, niña, debo estar detrás de ti como perro guardián. No es un gusto, en lo absoluto —escupió abriendo la puerta a la habitación.
—Conozco mis debilidades, pero...
—No lo intente. No digas lo que creo que va a decir —espetó—. Entra.
—Una pelea interna. Es lo poco que pudieron dar aviso hasta que fueron rodeados por clanes —musitó Zen pensativo. Su rostro se llenaba del odio, hablaba a través de él como si fuera alguien más—. Ellos están en constante disputa, Mikail lo ha empezado.
—Y te dejaron escapar. —Alan burló.
—Hui... antes de que pudieran verme. No soy una especie de espía mucho menos me han seguido —siseó. Elio observaba al duo debatir sin razón aparente. Se comían entre ellos sin llegar a tocarse.
—Mikail y Vincent.
Se movió por la habitación hasta verse frente a Zen.
—No lo han hecho porque ya saben dónde estamos ¿Vale la pena seguirte? Al contrario, solo quieren tomar el tiempo necesario. Vendrán, lo harán, cuando el sol se haya ocultado. Nosotros deberemos hacer lo mismo. —anunció Alan confiado.
—Hay luna llena.
—El epitomé de nuestra emblemática epifanía —burló el joven—. ¡Qué nos interesa la hora! Vamos, Elio, seremos nosotros contra un par de langostas que se han escapado y el resto... Bueno, del resto se puede hacer cargo Antoine, Jean, creo incluso necesario a mi hermana dejarla tomar ventaja —asomó—. ¿Te he convencido Zen?
El hombre observó a Elio y asintió.
—Ella también debe ser protegida. Los clanes no hacen diferencias de unos con otros.
Elio tragó, tomó asiento en el escritorio aferrándose a ello.
—Por supuesto, por supuesto —comentó irónico.
—Alan.
El sujeto alzó las manos en señal de rendición. Se acercó hasta Elio y tomó sus hombros.
—Hagamos de ella nuestro beso a la muerte, amigo mío.
Haziel se movió por el lugar con la mirada de Jhosep detrás de ella. Le era evidente cada movimiento de la fémina, cada expresión inaudita, cada zona de su cuerpo tenso. Ella era una cazadora buscando el momento perfecto para atacar a su presa y lo haría.
Isabel confinaba su mente en cada hecho particular que la había llevado hasta ese lugar. En su confianza desaparecida cuando era requerido, sus fuerzas que iban y venían como las olas del mar que cruzó. Y recuerdos... viejos recuerdos y extraños. Momentos jamás vividos.
Haziel se movió dentro de la habitación observando la silueta de ella, la desconocida... la que volvió a la vida, la invitada.
—Hoy no habrá estrellas ni habrá nubes. —murmuró sin inmutarse—. Probablemente las cenizas lleguen hasta aquí y toquen tu piel, pero descuida, la sensación de ser abrasada por las llamas... no lo sentirás —entonó.
—No lo entiendo —contestó Isabel mirándola como la desconocida que era y con las faltas de seguridad.
—No quieras hacerlo igual —sonrió sarcástica.
Separados por las torres de concreto; formas inigualables, sonrisas emblemáticas y el sonoro de las copas. Ellos caminaban sin prisa entre las sombras de los callejones. Ellos eran la silueta perdida de las edificaciones, de las personas. Alan marcaba el camino con paso decidido teniendo a su lado a Elio; el hombre se mostraba calmado, bajo perfil. Con las manos en su gabardina y su rostro al descubierto, sus ojos mostraban todo lo que su boca callaba. Alerta y listo. Él quería aquello más que nadie y, a pesar de su actuar, sus convicciones y personalidad, Elio también lo esperaba. Tanto o más que él.
Lo necesitaban. Por ella, para ella, por ellos; para todos ellos.
Era el tiempo el preciso y sus movimientos más cercanos. Quedaba tan solo varios metros, pocos en realidad; quedaba tan cerca de ellos como ellos los esperasen.
Elio miró por encima de su hombro notando la ausencia. Dispersos y unidos. Cada uno a su manera, en su camino. Zen daba pasos lejos y precisos moviéndose al lado de Jhosep con la simple idea de estar ahí. De al fin estar ahí. Algo se movía en su interior cual ofidio emanando de su fuero interno, tan solo que él portaba al lupus dei. Como los suyos, como los demás.
Mirando desde el ventanal Clarisse buscaba la serenidad que parecía haber perdido, aunque él estaba ahí llenando el vacío que dejó. Algo que no duró tanto como lo deseaba.
Antes del amanecer las últimas palabras de Gabriel fueron sinceras, como el susurro de un ruiseñor y más nada. Sus movimientos eran ajenos a los del resto, pues las marionetas esperaban la llegada del Sol, de la Luna, de los colmillos. Ella notaba como en su haber, se organizaban, expectantes, sin temor. Las razones eran sobradas para no temer, estaban por encima de cualquiera según se decían e iban por aquello que querían. Y más.
Sin embargo fue la estocada rastrera lo que ninguno previno, mucho menos ella. Sabía que desde el preciso instante en que Vincent y Gabriel no estuvieran en su vida —o su muerte— podía agitarse. Lo mantenía tan presente y aun así no fue hasta que se sintió consumida en que no lo notó ¿cómo no hacerlo?
Su voz lloraba su nombre y sus recuerdos se volvían viejas historias que jamás volvería a narrar en su memoria. Ella aclamaba suplicas entre los sonidos de las llamas al crepitar.
Ella dejaba su estado inmortal ante los ojos burlescos de él. Mikail.
Isabel escuchaba la algarabía desde el salón principal. Jean mantenía su mano sobre su hombro a modo de advertencia, no para ella, sino para ellos. La fémina solo podía observar al numeroso grupo gritar entre ellos expectantes, pues la noche, quiera o no, iba a caer y con ella, los clanes irían.
Notó a Haziel como lo que era: una más, sobresaliente. Los observó escucharla, atenderla, obedecerla y la observó frente a frente. Haziel ladeó la cabeza mostrando una sonrisa perniciosa a la que Jean respondió con un suave apretón. Isabel suspiró bajando la mirada.
—Jean...
Él asintió. La mujer se retiró del lugar dejando atrás la casa; el preciado tiempo consumándose con impaciencia.
—¿Ellos estarán bien?
Jean se sentó en el mueble extrañado de su pregunta. No tan curiosa, más bien preocupada.
—Lo estarán —respondió—. Tu igual.
—¿Y él? —indagó. El hombre hizo una mueca.
—Él igual. Se trata de él. Es un hombre de palabras y acciones; lo he visto en tantas facetas que jamás verás.
—¿Eres realmente necesario? —enmudeció al tiempo en que preguntaba.
—Lo soy. Para ti, lo soy, pero preferiría estar con ellos. Preferiría mil veces morir en este instante que seguir esta vida. Ya estoy muy viejo para seguir los pasos de una manada, mucho más para caminar —esbozó cansado. Atado al asiento con la voz tan quebrada como sus ojos muertos.
Había un aroma tan sublime que hacía temblar a Elio, era el mismo aroma de hacía tanto tiempo atrás. Uno lleno de odio, de venganza, de tonalidades rojizas; un aroma lleno de seguridad e incertidumbre. Frente a él las cuentas del reloj se detenían a merced de lo que, en su deseo, se avecinaba. A su lado, fiel y expectante, Alan mostraba más que su apetito, sus aspiraciones.
A puertas del Infierno los presentes estaban vestidos para la ocasión, listos. Si o no. No o sí. El día se había premeditado en caer y mostrar su singular color nocturno. Y, debajo de él, las luces ocultas bajo su cobijo emprendían una nueva ola de ira iniciada por los clanes.
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