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Pies de plomo

Un millar de árboles corpulentos y antiguos custodiaban la enorme hacienda de la familia Lizano, eran como ángeles de la guarda, en palabras de don Lisandro Lizano, nada más y nada menos que el acreedor de aquellas frondosas tierras, que labradas casi con sus propias manos, representaban el triunfo y júbilo de una vida de esfuerzos y sacrificios. O al menos esa era la verdad que todos debían repetir como oraciones de rezo: "Don Lisandro es un tipazo" "Nadie mejor que él para gobernar estas tierras" "¡Viva don Lisandro Lizano!"
Para muchos de los pobladores del Bajío, era como hablar de Dios, de un dios que a diferencia del divino y supremo, ayudaba con alimento a un pueblo olvidado por los mandatarios. A don Lisandro no había que rezarle, ni pagarle impuestos, el valor de la fidelidad era su única moneda. Había levantado ese pueblo gracias a una red de comercio muy particular que llevaba años trabajando. Nadie más que él tenía la última palabra y quien estuviera en contra, sabía muy bien las consecuencias.
La hacienda en la que vivía, era un lugar verdaderamente hermoso. Tenía quince habitaciones, más de cinco establos, piscina, gimnasio, una cancha de tenis y daba vista hacia el lago que no solamente abastecía a los animales de agua, sino al pueblo que estaba a dos kilómetros de ahí. Una verdadera maravilla que custodiaba con recelo.
—Tanto lujo, ¿para qué? Ni les queda vida para gastarse todo el dinero.
Helena chitó a su padre. Temía que aquellos hombres hubieran colocado sensores o señales de radio que interfirieran su conversación. Los estaban vigilando, de eso estaba segura, no dudaba que dentro del vehículo ya hubiera un rastreador o una cámara para espiarlos desde su última parada en la estación de gasolina. Don Lisandro no se andaba con medios cuentos. Era un hombre prevenido, por eso es que todavía estaba vivo, por eso es que ellos estaban ahí. 
—Limítate, padre —dijo Helena, sintiendo la mano del hombre sobre su muslo desde hacía unos minutos. Lo alejó de un manotazo—. No tardaremos en llegar a nuestro destino. 
El Roble sonrió. Sabía que tan en serio era, Helena no se tomaba aquello a la ligera. No era para menos, estaban por entrar a la boca del lobo.
Se decían muchas cosas de don Lisandro Lizano, la mayoría parecían sacadas de películas de ficción, pero otras eran sustentadas con más de un testigo que, misteriosamente, desaparecía. Diversas historias se habían desatado desde la muerte de su anterior contador, el licenciado Márquez, un hombre familiar y tranquilo que llevaba años trabajando para él. Márquez y su esposa habían muerto a manos de un grupo de armados, quizá por un ajuste de cuentas que relacionaba al propio Lizano. Nadie sabía absolutamente nada y nadie iba a decirlo aunque lo supiera, porque la fidelidad de todo el Bajío estaba de parte de los Lizano.
Desde kilómetros lejanos la hacienda ya daba indicios de sus cimientos, Helena sacó medio cuerpo del automóvil viendo a lo lejos el hermoso ganado que recorría amplios pastizales. Pocos lugares debían quedar tan hermosos y naturales como el Bajío, resguardado por montañas que ocultaban el atardecer convirtiéndolo en un espectáculo que cualquier citadino observaría con envidia de inicio a fin. No podía dejar de sonreír, estaba tan cerca de lograrlo, sabía que si aquello salía bien su vida tomaría un buen rumbo. Así podría deshacerse del viejo Roble, como le decía a su padre, y seguir su vida como siempre lo había soñado. Lejos de él. Cuando la hacienda de los Lizano estuvo frente a sus ojos, pudo saborear aquel júbilo con más fuerza. Estaba ahí, en la casa de un asesino.
—Vamos, niña. Métete al auto, pescarás un resfriado —ordenó Ulises, mirando las torneadas piernas de su Helena.
Sin duda era el amor de su vida y si estaba en ese lugar era solamente por ella. Desde que era niña sintió una pasión inexplicable por Helena, verla jugar y sonreír, era lo único que necesitaba mientras su mundo se caía a pedazos. Su esposa había muerto prematuramente y desde ese momento, el amor que sentía por su hija se le anidó en el alma. No tuvo el corazón para abandonarla así que se dio a la tarea de criarla. Pero con los años y su increíble hermosura en aumento, no pudo evitar verla como mujer, como su mujer.
En cuanto entraron a la hacienda, observaron a un grupo de hombres seguirlos, iban armados todos y cada uno de ellos. Eran empleados de Lisandro, la carne de cañón que utilizaba para cuidar su fortuna y a su familia, la mayoría debían ser muchachos del pueblo, quizá aquellos de más bajos recursos que se deslumbraban con la vida de "lujos" que Lisandro les ofrecía. No eran más que unos perros, pensaba Ulises. Mientras observaba que ninguno debía pasar de los treinta.
Al entrar, se dieron cuenta de que si la hacienda era un monumento desde su forma exterior, en su interior parecía un palacio. Fuentes con cisnes, juegos, atracción como si aquello fuera una feria. Helena miró a su padre, podía ver en sus ojos que estaba tan o más pasmado que ella.
—Licenciado Ulises Santos, qué gusto el mío de tenerlo en esta casa que también es suya.
Ulises intentó regalarle su sonrisa más amena. Estrechó su mano a la de ese hombre y miró a su alrededor listo para hacer algún comentario relacionado. Lisandro era un hombre alto y a pesar de sus canas llevaba cierta jovialidad en él. Estaba conservado, su figura era la de un hombre atlético y dinámico, tenía una dominante mirada recubierta por un par de ojos azules impactantes, parecía radiante y hasta cierto punto bonachón.
—Hermoso, ¿verdad? Es mi palacio, licenciado. Y ahora es responsabilidad de usted que siga siendo así de maravilloso, ¿estamos?
Ulises, asintió. Se dio cuenta de que los ojos de Lisandro Lizano se posaban en su hermosa hija casi al instante de detectar su presencia. Sólo un imbécil no notaría la belleza de Helena, rubia, con ojos claros y una hermosa piel tan blanca como las nubes de ese paraíso.
Era como si un revoltijo sacudiera sus entrañas.
—Señor, permítame que le presente a mi hija —disimuló.
—Helena Santos, señor Lizano.
Lisandro sonrió gustoso de tomar esa pequeña mano entre la suya. Podía verse una chispa en sus ojos, hasta ese momento el Roble jamás pensó en el peligro en el que se encontraría Helena entre las garras de la mafia. Los ojos de todos los hombres estaban sobre ella, destellantes, Ulises hubiera jurado escuchar sus asquerosas bocas salivar.
—Es un gusto, señorita. Yo también tengo hijos, Santos. Los cuatro son mi orgullo.
—Me imagino, señor. Y, ¿a qué se dedican sus muchachos?
Lisandro, sonrió. No veía aquello como un interrogatorio, sino como un gesto de camaradería que tendría que comenzar si quería mantener una buena relación con su nuevo contador.
—Por el momento mi hijo está aprendiendo del negocio familiar. Y mi hija, bueno... —Lisandro parecía incómodo ahora—. Ella insiste en seguir sus estudios en medicina, pero tiene más carácter y más huevos que todos estos.
Ulises sonrió. Compartiendo chistes con Lisandro como viejos amigos entre risas y diretes. Helena sólo los observaba, no podía esperar el momento para que aquel infierno terminara y apenas llevaba unos minutos ahí.
Miró hacia la ventana, una figura sombreada estaba acechándolos y cuando la descubrió cerró las cortinas.
Caminaron hasta el enorme recibidor cubierto por vitrales y una hermosa escalera de caracol tallada en mármol. No había cosa más elegante, excepto quizá, la fuente en medio repleta de flores con colores brillantes. Parecía todo sacado de un poema de Rubén Darío.
—¡Azucena! —gritó, como si entre la boca tuviera un megáfono.
El puro sonido de su voz provocó que a Helena se le erizara la piel.
Una mujer se acercó a paso moderado hasta llegar a donde estaban. Era hermosa, llevaba un vestido color azul ajustado al cuerpo, hubiera jurado que era el físico de una adolescente de no haber sido por sus manos, que aunque delicadas, se notaban arrugadas y con nacientes manchas propias de la edad. Helena no parecía sorprendida, todas las mujeres de los hombres como Lisandro eran así, espectaculares y hermosas. Muchos de ellos, en su misoginia, hacían de ellas perfectas muñecas de porcelana. Pero aquella belleza en Azucena no parecía falsa, era solo una mujer tan o más conservada que su marido, haciendo de ellos una pareja espectacular como sacados de una telenovela.
De pronto, un par de pequeños se acercaron detrás de la mujer y se abrazaron de inmediato a sus largas piernas. Helena y Ulises miraron a los niños, eran los mismos que aparecieron en la primera plana de aquella nota donde se relataba la trágica noticia de la muerte del licenciado Márquez y su esposa en manos del crimen organizado.
—¿Me hablabas, Lisandro?
El hombre asintió. Le dio un frío e insípido beso en los labios y la presentó ante Ulises y Helena Santos. La mujer los saludó educadamente, pero sin ninguna señal de que fueran bien recibidos, lo cual no tenía explicación. Podían sentir los ojos de Azucena sobre ellos, era difícil no sentir esa energía cuando aquella mirada era tan insistente.
—Disculpen que no deje de mirarlos, pero, sus rostros me son familiares...
Ulises negó, mientras que Helena intentaba hacer memoria. Ella no podía recordarla, de hecho, estaba segura de no haberla visto jamás.
—Quizá en la ciudad, trabajé en un salón de belleza hace unos años —contestó con seguridad.
La mujer sonrió cuando Helena le mencionó aquello. Parecía aligerarse poco a poco y finalmente rio.
—Debió haber sido —concluyó, dejando de lado su inestable curiosidad.
Por un instante, Helena creyó haber percibido el olor a licor de su boca, pero no le dio importancia.
Había sido una buena jugada. En realidad Helena ni siquiera era fanática del maquillaje, había dicho aquello para seguirle el juego. Y estaba segura de que ella también lo había dicho en una especie de trampa mental. Fuera como fuera, solo podía significar una cosa, andar con pies de plomo. Ninguno de los Lizano era de fiar.

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