La tierra que la vio nacer y morir
No sabía exactamente cuánto tiempo había pasado, en ese lugar el invierno no parecía un problema. No había calendarios, ni tampoco relojes que marcaran la temporalidad de un mundo fuera de ese. Habían sido doce o trece lunas llenas, no sabía con exactitud nada, solo que respiraba.
Pasaba largas horas arreando cabras, deshojando maíz, y mirando los hermosos atardeceres que se escondían entre las montañas. Nada se comparaba con sentir que sus pulmones se expandían de la pureza del aire que habitaba ese lugar. Aquello era mejor que cualquier fiesta a la que hubiera ido antes. Su cuerpo era un poco más lánguido, pero no había perdido la belleza a pesar de que sus mejillas estaban gastadas por la tierra y el aire despejado del lugar.
Su abuelo solía llevarla a arar la tierra y contarle historias día y noche, su abuela le enseñaba a pasteurizar la leche de cabra. A veces, cuando la nostalgia no se adueñaba de ellos le contaban historias sobre su madre. Eran largas hazañas donde no solamente había sido la esposa de Lisandro Lizano. Sino que también había peleado por los derechos de su pueblo con los altos mandos, por eso es que su padre había hecho aquel caciquismo con el pueblo Kheshia después de asesinarla. Para que sus actos quedaran en el olvido.
Sin embargo, a pesar de esa felicidad etérea, era imposible no pensar en Helena. Ya debía haber pasado un tiempo, no sabía siquiera si estaba viva o a salvo. Podía sentir que sí, pero una parte de ella quería verlo con sus propios ojos. Pero sabía que había muy pocas probabilidades de que eso sucediera.
—¿Quieres marcharte? —preguntó su abuela, mirándola fijamente mientras esperaban otra puesta de sol y destejía una cobija.
Mila, asintió. Una parte de ella no quería alejarse de ellos. Pero necesitaba enfrentar su propio destino, su vida. Y ahí, era como estar retenida.
—Necesito hacerlo. Necesito recuperar la vida que tenía, abuela. Lejos de todo lo Lizano que alguna vez fui, mi vida está allá afuera.
No estaba segura de si esa vida allá fuera se resumía a Helena. Pero sabía que tenía que comenzar de alguna forma y volver a reintegrarse. Aislada en aquellas montañas no podía resolver nada de lo que su corazón venía ahogando desde hacía tiempo.
—¿Estás lista? —preguntó la mujer, con un complicado acento Kheshia—. Abuela y abuelo van a extrañarte aquí. Tú volviste con luz a este lugar.
Mila sonrió. Aferró a su abuela en un abrazo, besando su frente. No sabía si estaba lista aun, pero estaba segura de que muy pronto podría hacerlo. Así que ellos debían estar preparados.
—Dhora, hai, abuela Mare.
—Dhora, hai, Mila.
***
Cuando llegó al Bajío, pocos sabían exactamente qué había sucedido con los Lizano. Las cosas habían quedado en que había sido un ajuste de cuentas entre los aliados, y la DEA había venido a interceder para acabar con la guerra de poderes.
Mila estaba en un bar, llevaba una gabardina negra y su cabello recogido con una cola. Escuchaba a un grupo de hombres que hablaban sobre el conflicto final.
—¿Lisandro Lizano murió? —preguntó uno de los sujetos y otro intervino:
—¡No qué va! está vivo. Lo tienen capturado. Lo sentenciaron a cadena perpetua por homicidio, crimen organizado y tráfico de drogas. Sus hijos y su esposa fallecieron en el conflicto. Fue una oficial quien los asesinó.
—Claro, yo la recuerdo —intervino otro—. Se hacía pasar por una chica llamada Helena. Vivía con su padre en la hacienda Lizano y todo. Eran oficiales encubierto.
—Hija del contador Santos. Sí, recuerdo haberla visto con la señorita Lizano por estos lugares. Muy hermosa la condenada chamaca
Mila no podía dejar de escuchar aquella conversación, le interesaba saber que había sido de Helena después del conflicto.
—¿Ella murió no es así?
—Es lo que dicen —contestó un hombre gordo que se unía a la plática—. Dicen que el propio Lizano le disparó antes de que lo encontraran.
Sentía como un nudo se le hacía en la garganta. No podía creerlo. Al final de cuentas, Helena había terminado de forma trágica.
—Te equivocas.
Mila reconoció aquella voz de inmediato. Volteó disimuladamente. Era Santos. No entendía qué era lo que el hombre hacía ahí.
—Helena está viva.
El hombre comenzó por relatar la verdad sobre lo que había sucedido después de que Helena la había dejado en aquel lugar con la cuatrimoto...
...
Helena había vuelto a la zona de conflicto y se había adjudicado la muerte de aquellas personas en defensa personal.
—No pudiste haberlos matado sola, ¿dónde está Valeria Lizano?
Aníbal sostenía a la chica de los hombros, sabía que no iba a ser fácil hacerla confesar.
—Puedes torturarme todo lo que quieras, no voy a decirte nada.
El hombre no insistió. Cubrió a la chica con su abrigo y la subió a la tibia camioneta, mirando los cuerpos de Lisandro hijo y Azucena en el suelo de madera.
Durante todo el trayecto no dijo nada. Sería interrogada por sus superiores, era probable que perdiera su trabajo por interferir en la captura de Valeria. Las cosas iban a ponerse difíciles para ella, pero no parecía temer en absoluto. Había cumplido su mayor promesa, Valeria Lizano estaba viva. Y no había premio o ascenso que le hiciera más feliz. Solo faltaba una cosa por hacer.
—Cúmpleme al menos esa promesa, Aníbal. Llévame donde está él.
El agente Aníbal Ferrara la llevó hasta la celda en donde tenían a Lisandro Lizano. Jamás había visto a ese infeliz tan desecho como esa vez. Tenía el rostro golpeado, apenas si podía respirar con la nariz, y tenía en su mirada la expresión de un desquiciado.
Al ver a Helena intentó moverse de la silla a la que estaba sujeto, la veía con furia y no dejaba de gritarle insultos.
—¿Terminaste?
El hombre respiraba como una bestia molesta. Sonrió después de un rato agregando:
—Helenita, Helenita... Cumpliste tu venganza, mamá debe estar orgullosa desde el infierno.
La chica solo lo miraba. Ese infeliz finalmente estaba pagando.
—Lo hice, Lizano. Pero nadie es más feliz que yo. Ahora sabes que se siente que te arranquen todo lo que amas.
Lizano hizo un mohín. Parecía muy molesto y fruncía las quijadas de forma familiar.
—Te tengo mucha lástima. No solamente lo perdiste todo, si no que en realidad nunca tuviste nada. Asesinaste a tu esposa por una mujer que solo buscaba tu dinero. Hiciste infeliz a tu hijo haciéndolo algo que nunca quiso ser, presionaste a tu hija para que cambiara, y jamás te diste cuenta de que tu amada Azucena abusaba sexualmente de ella.
Los ojos de Lizano la miraron incrédulo. Negó con una sonrisa socarrona en el rostro hasta que su risa se hizo sonora.
—Eso es una estupidez.
—Es la verdad —continuó, golpeando la mesa que marcaba distancia entre ambos—. Tu esposa se acostaba con tu hija en tu propia cama. Y ella misma, antes de que la asesinara le confesó que había matado a Kailem, su madre y que tú fuiste su cómplice. Ella sabe que asesinaste a Amne... No tienes nada Lizano, y no hay mejor venganza que ver cómo se derrumba tu vida.
El hombre tenía los ojos llorosos, apretaba los dientes con fuerza y se movía de la silla como si sufriera convulsiones.
—¡Debí matarte! ¡Maldita, perra! ¡Nadie le gana a Lisandro Lizano!
La joven dio la media vuelta. No iba a seguir escuchando bramidos de un imbécil como él. Su alma podía descansar tranquila. Muchos años de cárcel y arrepentimiento le esperaban.
—Hasta nunca, Lisandro Lizano.
...
Mila terminó de escuchar la historia en boca de Ulises, no podía creer lo que finalmente había sucedido.
—¿Entonces Don Lisandro está en la cárcel? —preguntó una mujer que se acercaba hasta ellos, inmersa en la plática ahora.
Aníbal negó.
—Se suicidio con sus propias sábanas después de una semana en prisión.
Mila se puso de pie, lanzó un billete hacia la mesa y salió deprisa del lugar. Subió al pequeño automóvil que había comprado con algo del dinero que aún tenía. Estaba por arrancar cuando vio que Aníbal se dirigía hacia ella. Le hizo una señal para que bajara la ventanilla y la chica obedeció.
—¿Vas a detenerme, Santos?
El hombre la miró fijamente. Parecía realmente desmejorada, no podía creer que aquella fuera Valeria Lizano.
—Retiraron los cargos en tu contra. Si no ten por seguro que lo haría ¿escuchaste la historia en el bar?
Mila asintió. Mientras sentía los ojos fijos de Santos en ella.
—No te molestes en buscarla. Está muy lejos de aquí. Nadie sabe a dónde fue o si regresará. Le hicimos mucho daño, Lizano.
Mila lo miró fijamente. Nadie más que él le había hecho el daño suficiente.
—Al menos estoy tranquila de que esté lejos de ti —agregó la chica, encendiendo su automóvil—. Por cierto, Valeria Lizano está muerta. Helena Santos la mató.
Aceleró, dejando a Santos ahí de pie, mordiendo el polvo.
Aníbal maldijo a Valeria Lizano. La odiaba porque solo ella había sido capaz de llegar al único lugar que él jamás había podido, al corazón de Helena.
Mila condujo sin dirección, finalmente se iría lejos del Bajío, de todo lo que le recordaba aquella vida que dejaba atrás. Había descubierto su dolorosa verdad y no quedaba más que empezar desde cero como las montañas de aquel lugar.
No volvería, nunca más pisaría la tierra que la vio nacer y morir.
Fin
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