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Enterrar la verdad durante la búsqueda

La dirigió hacia una choza abandonada, era diferente a las demás, mucho más amplia, con una construcción mucho más detallada y limpia.
Había un par de mesas y repisas que contenían productos médicos, gasas, jeringas, medicinas y de más. Todo parecía viejo y descuidado. Al fondo, había una vieja cama y un pequeño tocador. Helena se sentó sobre la cama mientras observaba a Valeria ir y venir recorriendo cada uno de los rincones con la mirada trémula.
—Aquí vivimos. Este era su consultorio.
Helena sintió escalofríos, acarició la cama, esa cama en donde seguramente Valeria había hecho muchas veces el amor con aquella mujer que amaba.
—Parece deshabitado ahora ¿Por qué no sigue siendo un consultorio?
—No hay médicos aquí, yo vengo cada temporada pero no es suficiente. Necesitan a alguien que se quede con ellos.
Valeria comenzó a sacar algunos medicamentos de la mochila con la que había viajado todo ese tiempo.
—Hago lo que puedo, pero no es suficiente —continuó—.  Además, ni siquiera he terminado la carrera, muchos de ellos necesitan cirujanos, especialistas y no puedo ayudarlos del todo.
Helena entendió. Era por eso que algunos parecían odiarla pero al mismos tiempo estarle agradecidos. Valeria era el médico del lugar después de todo.
—No lo entiendo —dijo Helena acercándose a Valeria—, si te necesitan en este lugar, y muchos de ellos te aprecian, ¿por qué no te quedas aquí? ¿por qué volver a la hacienda Lizano?
Valeria la miró fijamente. Suspiró y dejó caer la mochila sobre la plancha de revisión.
—Si hago eso mi padre iniciará una cacería. Me buscaría y daría con este lugar. Los pondría en riesgo a todos.
Helena sabía que aquello era verdad, no había nada que detuviera a Lisandro Lizano en ese lugar sin leyes. El hombre era casi dueño de todo el territorio y su palabra era ley.
—Es por eso que jamás te has ido de este pueblo, ¿cierto? Es lo que te impide alejarte de tu padre de una vez por todas...
Valeria sonrió, se acercó hasta Helena y besó sus labios de una forma más apasionada esta vez. Helena sentía que perdía el aliento, mientras su mano se aferraba al rostro de Valeria.
—Hay cosas de las que no puedo huir, Helena... —Valeria sostenía su rostro, mientras miraba fijamente dentro de ese par de ojos color cielo—. No puedo huir del sentimiento que tengo por ti, así como no puedo huir de mi padre ni del recuerdo de Amne.
Helena sintió que el corazón iba a salirse de su pecho, abrazó el cuerpo de Valeria y besó una vez más sus labios.
—¿Y si te lo pido yo? irnos. Alejarnos de todo, yo de mi padre y tú de...todo.
Valeria negó, caminó hasta la puerta y finalmente le dijo a Helena que la acompañara. Caminaron durante diez minutos por un sendero que subía aún más. En la cima, podía verse todo, pero lo más impresionante era poder tener una visión panorámica de la cascada. Era increíble.
—Amne y yo solíamos venir aquí para charlar sobre nosotras, sobre los Kheshia, mi padre, nuestra vida en general. Me dijo que construiríamos una casa en este sitio. Así lo primero que vería sería mi rostro y la cascada cada mañana...Era una mujer determinante, me cautivó porque solo ella podía tranquilizar al demonio Lizano que llevo dentro... —sonrió, dirigiendo su mirada a Helena que podía comprender a qué se refería. Continuó—: Antes de desaparecer me hizo prometerle muchas cosas, la primera fue que jamás me iría de los Kheshia, la segunda, que encontraría la forma de salvarnos a todos, de salvarme a mí y a su gente; era una mujer noble, no había criatura por la cual no tuviera compasión...y la tercera...que volvería. Me dijo que no importaba cómo, volvería y estaríamos juntas para siempre.
Helena sintió que su corazón se achicaba. Aquella historia era hermosa, jamás pensó que Valeria pudiera tener ese tipo de emociones. Ahora entendía por completo ese carácter, vacilante. Su vida misma era un mundo de promesas que conforme pasaba el tiempo se iban desvaneciendo, pero en su memoria seguían con fuerza.
—Entonces... ¿crees que volverá? —preguntó, sintiendo como se le comprimía el pecho.
Valeria suspiró, continuó mirando aquel hermoso paisaje y de pronto una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Hasta que la cascada se seque y de los árboles dejen de caer frutos... Hicimos un pacto Kheshia en este lugar. Una ceremonia en donde nos unimos frente a sus dioses. Mientras eso no suceda, aun conservo la esperanza, ella volverá.
Helena pensó que aquello era una locura. Si el amor de ambas era algo tan fuerte, no podía entender cómo es que jamás volvió a saber algo de ella. Había algo en esa historia que no terminaba de cuadrar.
—No lo entiendo, ¿has recibido alguna carta o mensaje?
Valeria negó.
Aquello era una tontería mágica, no podía creer que Valeria siguiera aferrada a algo como eso. La cascada jamás iba a secarse ni tampoco los árboles dejarían de dar frutos, ¿en qué estaba pensando Amne? Quizá era demasiado lista y había inventado todo aquel ritual Kheshia para tener a Valeria en expectativa. Era demasiado cruel, pensó. Mantenerla con una esperanza mientras su vida pasaba.
Se puso de pie y caminó hasta el borde del precipicio mirando su profundidad. Si alguien lanzaba un cuerpo ahí nadie lo encontraría, si alguien lanzaba un cuerpo por todos los alrededores por órdenes de Don Lisandro Lizano, nadie lo encontraría. Amne representaba una amenaza para el viejo después de todo. Era médico, era Kheshia y tenía totalmente enamorada a su hija. Eran motivos suficientes desde su perspectiva.
—¿Alguna vez has pensando que podría estar muerta? ¿Que alguien la asesinó?
Valeria cambió su expresión de inmediato. Se puso de pie y caminó hasta Helena para sujetarla por la cintura y alejarla del borde del precipicio.
—Todo el tiempo —susurró, aferrándose fuertemente a la cintura de Helena.
Estaba llorando, podía sentir su cuerpo temblar y el sentimiento desgarrador que la abordaba de solo pensar que esa idea fuera verdad. Helena acarició su cabeza, besando su frente.
—No te aferres a esa ilusión. Quizá, quienes te hemos dicho que te marches de aquí y lo olvides todo es precisamente por eso ¿no te das cuenta, Valeria? Este lugar te consume, todas esas promesas son palabras que se han desvanecido y solo quedaron en tu mente. Amne es cruel contigo, no es justo que seas tú la que se quede aquí alimentando esperanzas, ¡hagamos algo! Empezando por tu padre...
Los ojos de Helena revelaron durante un instante el odio inmenso que sentía por ese hombre.
—Estoy segura de que él debe ser el autor de esto y de muchas cosas más... Y cuando todo se sepa, vendrán por ti... no voy a permitirlo.
Aquellas palabras eran una especie de soliloquio. Valeria solamente observaba a la chica con curiosidad. Hasta que finalmente Helena se dio cuenta de que estaba diciendo demasiado.
—¿Quién vendrá por mí, Helena? ¿De qué hablas?
Respiró agitada. Había perdido por completo la cabeza, no había forma de echarse para atrás y arruinar el plan. Aunque Valeria tuviera rencor con su familia, sabía perfectamente que los Lizano eran todo lo que tenía. No podía decirle nada más, no podía confesarle que era policía y que su estadía ahí era parte de un plan para mandar a la cárcel a su padre.
—Lo siento, estoy perdiendo la cabeza. Ese brebaje continúa haciendo de las suyas dentro de mí.
Valeria sonrió. Se acercó hasta ella y la abrazó, besando su frente.
—Pensé que solo yo podía hacerte perder la cabeza.
Helena rio. Se aferró al pecho de Valeria, hundiendo el rostro en su cuello para respirar su aroma. La tranquilizaba, lo había descubierto desde la primera noche que pasaron juntas y la chica despertó a su lado. Esa piel fría, y ese aroma a flores silvestres era como estar sobre la cascada todo el tiempo.

***

Pasaron un par de días con los Kheshia, Helena pudo observar la dedicación con la que Valeria les ayudaba. Había hecho curaciones, consultas, y alguna que otra cirugía ambulatoria a algunos de sus pacientes. Había quienes la miraban con esperanza y otros con rencor, y preferían sufrir dolores y enfermedades antes que ser tocados por un Lufier. Helena no sabía lo que esa palabra significaba, pero la escuchaba constantemente entre ellos cada que alguien se dirigía a Valeria.
—Significa demonio. Dentro de su cultura el Lufier es un demonio que devora todo a su paso. Mi padre simboliza eso para ellos y así mismo, yo.
—¡Pero si tú solamente estás ayudándolos!
—El lazo sanguíneo es importante para ellos, Helena. No importa quién seas, si tu padre es un infeliz tú lo serás también porque su sangre corre por tus venas.
Aquello parecía injusto pero no era como si pudiera culparlos. Después de todo, sus carencias y su exilio era culpa de Lisandro, no había mejor forma de describirlo que como un demonio.
—Es hora de partir —dijo Valeria mirando a Helena—. Tu padre estará furioso, le dije que solo charlaríamos, ¿recuerdas?
Era verdad, Ulises debía estar hecho un verdadero demonio por su ausencia durante tanto tiempo. Pero lo compensaría, había muchas formas de hacer feliz a ese hombre, aunque entre más pasaba tiempo con Valeria, menos podía complacerlo. Ese sentimiento de traición se hacía latente, y no podía con más con él.
Pronto se marcharon, Kanem las bendijo en su camino y les obsequió frutas y agua para su regreso. Helena y Valeria le agradecieron su hospitalidad y finalmente comenzaron su retorno a la hacienda Lizano.
Durante el recorrido, Valeria no dijo mucho, estaba un poco más taciturna de lo normal y Helena no quería presionarla así que no intentó hacer una charla formal. Sabía lo suficiente ahora, y así mismo, esperaba que Ulises hiciera su trabajo para averiguar aún más sobre las injusticias de Lizano.

***

Ulises estaba fatigado, sacó una botella de licor que llevaba en el pecho y le dio un profundo trago. Miró al perro que iba custodiándolo en aquella misión. Un hombre corpulento de poca estatura que parecía tener mejor condición que él.
—Solo un poco más, licenciado. Falta solo una pendiente.
Aquello era demasiado, sentía que las piernas le temblaban y el calor se intensificaba en aquel lugar a pesar de que aún era invierno. No entendía por qué Lizano le había enviado a esa maldita encomienda.
«—No confío en un perro cuando se trata de dinero, tú eres mi contador. Necesito que seas tú quien vaya por el dinero.»
Habían sido las palabras de Don Lisandro.
Volvió a darle un trago a su botella, hasta que a lo lejos pudo ver una pequeña choza mugrienta y agrietada. Un hombre venía hacia ellos, era alto, pero su estructura ósea se había encorvado por la edad. En cuanto vio al perro se quitó su sombrero, lo aferró corrugado a su pecho y comenzó a hablarle con palabras incompletas como si no fuera hablante nativo del español.
—Comida, bebida... —dijo el viejo, y el perro asintió.
—Es lo menos que puedes hacer por el licenciado, pinche indio.
Ulises miró al perro, pasó de largo hasta llegar junto al viejo que los dirigió hasta su choza. El lugar parecía terrible, no había mucho alrededor, ni siquiera árboles que cubrieran el perímetro. El viejo les ofreció entrar a la choza, había solamente una mesa, una fogata que usaban de estufa y una cama.
Una tierna mujer anciana estaba cerca del fuego preparando un poco de comida. Se inclinó asustada y sumisa al ver al perro.
—Una buena cena, seño. En honor al licenciado. —Subió los pies a la mesa, pero Ulises se los bajó con un manotazo.
Aquel sujeto era frustrante, hubiera preferido ir con el imbécil de Camilo que con ese idiota parlanchín y desagradable.
—Una disculpa, señora —dijo el hombre y el perro rio.
—Ella no habla nada de español, el viejo apenas si lo domina. Son como animalitos, no se preocupe licenciado. Véales el cuero, lo tienen grueso como caimanes, el patrón se ha encargado de tenerlos bien domaditos a estos indios.
La mujer se acercó hasta Ulises para servirle un plato de frijoles y pan recién horneado. Era cierto lo del cuero, las manos de la mujer parecían casi escamosas y lastimadas. Seguro ellos también trabajaban en uno de los laboratorios y su piel sufría las consecuencias. Le sonrió.
—Agradécele por mí.
El perro refunfuñó, pero logró decirle gracias a la mujer en su idioma nativo. Una pequeña sonrisa torcida se dibujó en ese rostro cansado. Por un instante, fue como si ya hubiera visto esa expresión en alguien más.
Cenaron plácidamente, Ulises se dio cuenta de que el hombre no había estado presente durante la cena. El perro estaba recostado en la cama. Ulises no podía soportar más su insolencia así que le ordenó que saliera de la choza y comenzara a prender una fogata afuera.
—¿Está usted loco, licenciado? ¡Aquí hay serpientes y coyotes! ¡Afuera nos van a tragar!
—Entonces vamos a hacer vigilia. Dormirás un rato tú y luego yo.
El perro estaba furioso, no podía creer que Santos tuviera tanta compasión con un par de indios viejos. No dijo más, obedeció y comenzó a prender una fogata para que los resguardara esa noche.
Ulises estaba dentro de la choza, esperando al anciano que había salido por la caja fuerte en donde ocultaba el dinero de Lisandro.
Volvió después de un rato, con la caja entre las manos y los pantalones llenos de tierra.
—Contemos entonces —le dijo Ulises y el hombre asintió nervioso.
Conocía perfectamente el procedimiento de Lisandro si faltaba dinero. Por eso llevaba al perro. Mientras contaba cada uno de los fajos de dinero rezaba para que no faltara ni un centavo o las consecuencias serían funestas para aquel par de viejecitos.
—Nueve mil setecientos —dijo Ulises suspirando—.  Faltan cien pesos, señor. No puedo entregarle al jefe esta cantidad, lo sabe.
El anciano temblaba nervioso, mientras su mujer se aferraba a su hombro. Ulises miró hacia afuera, el perro roncaba como mil tormentas. Así que sacó su cartera e introdujo un billete de cien entre los fajos de Lisandro.
—Esto no puede volver a pasar. Ustedes saben cómo son las cosas con don Lisandro. O se paga o se paga.
La mujer se acercó hasta Ulises, besando sus manos mientras, a duras penas, se inclinaba para agradecerle en su dialecto. Santos la alejó. Una especie de frustración lo apoderó haciéndolo salir de la choza.
Encendió un cigarrillo con sus manos temblorosas y lo fumó deprisa. Solo un monstruo sin corazón podía hacerle algo así a un par de ancianos. A un pueblo completo.
No pudo evitar pensar en la madre de Helena. Ella sabía aquello, conocía perfectamente los planes de Lisandro y nadie le había creído. Ni siquiera él. Ahora, lo único que podía hacer, era vengar su muerte. Porque era claro, su amada debía haber sido víctima del régimen de Lisandro Lizano. Había quedado muy claro que a ese sujeto no le gustaban los héroes.
Se recostó junto al fuego, sería una larga noche. Dudaba que el perro despertara en algún momento. Sin embargo, el cansancio del viaje terminó por vencerlo, haciéndolo dormir profundamente.
Por la mañana despertó de golpe, el perro continuaba roncando mientras que el par de viejos ya habían iniciado las labores del día.
—Buenos días —dijo Ulises entrando a la choza.
—Bue-buenos días —contestó el viejo y la mujer asintió con la cabeza—. ¿Durmieron bien? —continuó el anciano y Santos asintió.
—De hecho jamás había dormido tan plácidamente. Debió haber sido la taza de té que me ofreció su mujer.
El anciano asintió y le ofreció una silla a Ulises. Al parecer el hombre había ganado su aprecio. Se sentaron a la mesa con él ofreciéndole pan y arroz para acompañar un par de huevos frescos.
—Les agradezco —contestó Ulises.
Los ancianos no comían nada, solo estaban en la mesa observando a Ulises.
—Coman, por favor, no me gusta comer solo.
El anciano se inclinó hacia su mujer, susurrándole algo. La mujer se puso de pie y sirvió dos platos más con un caldo y un poco de algo que parecía papa.
No iban a comer lo mismo que él, era extraño.
—Son sus creencias pendejas. Les ofrecen lo mejor a sus invitados y ellas no comen nada. Es parte de su cultura, ¿por qué crees que fue fácil para don Lisandro acabar con ellos? Prácticamente se lo dieron todo.
El perro estaba en el marco de la puerta, sin camisa y con el pantalón desabrochado cuando se sentó a la mesa.
—¡Dile a tu mujer que quiero más pan!
La anciana se puso de pie deprisa y fue hasta la chimenea comenzó a amasar un poco de pan para después servirlo al perro.
Ulises golpeó la mesa con fuerza, elevando su tenedor hasta el cuello del perro.
—Podrías al menos pedirlo con un poco de educación, cerdo hijo de puta.
El perro sintió el tenedor sobre su garganta y sonrió nervioso. Asintió, y fue entonces cuando Santos bajó aquel artefacto para limpiarlo con su camisa.
—Tocó tu asquerosa piel.
El perro no dijo más. Comió tranquilamente hasta que terminó con dos porciones y finalmente se marchó al monte para encontrar un lugar y eliminar toda esa comida que había engullido como un animal.
Ulises estaba preparando todo para irse esa misma mañana, decidió dar una vuelta por la choza para mirar los amuletos y las imágenes que colgaban de las paredes. Los Kheshia era una cultura muy peculiar. Tenían más de un dios, pero así mismo creían en uno solo todo poderoso. Sus casas eran de barro resistente, que sacaban de lo más profundo de esas tierras, y tenían especial culto por el amor y las relaciones humanas con la naturaleza. Lizano había acabado con gran parte de ellos, y Santos no podía explicarse el motivo.
Entre unas velas, Ulises miró un pedazo de hoja quemado. Era una fotografía vieja y amarillenta por el tiempo y las condiciones del lugar. Llamó su atención de inmediato y cuando la vio fijamente supo por qué.
—Amne... —susurró.
La anciana fue hasta él, le arrebató la foto sin pensarlo y comenzó a gritarle sin que entendiera ni una sola palabra.
—¡Cálmese, por favor!
Pero la anciana parecía fuera de si. Fue entonces que su marido llegó, seguido por el perro. Intentó tranquilizarla pero fue en vano, la mujer quería golpear a Santos, sin embargo, fue el perro quien dio el primer golpe al arrojar a la anciana en el piso con violencia. El pobre anciano no pudo más que reaccionar contra el perro que con un derechazo lo dejó de bruces contra el piso.
—¡¿Qué haces pedazo de imbécil!?
Santos lo tomó por la camisa alejándolo de ellos. Lo sacó de la choza, para arrojarlo a la tierra y comenzar a patearlo con furia.
El perro quedó de bruces, tragando tierra, totalmente inconsciente. Ulises fue hasta donde estaba el viejo, tenía la boca abierta así que lo obligó a tomar un poco de su licor para limpiarse la herida.
Su expresión era de terror, se abrazaban y besaban con pánico mientras rezaban y se hablaban.
—¿Quién es ella? —preguntó Santos al hombre, refiriéndose a la chica de la foto—. ¿Es Amne? ¿Se llama así?
—Amne...no —dijo el hombre, con la barbilla bañada en sangre y saliva—. No Amne... hija...eri...mi hija...
Unas lágrimas brotaron de los ojos del hombre, mientras su esposa lo aferraba y lloraba a su lado.
Santos no podía creerlo. Si esa mujer no era Amne, la ex novia de Valeria, ¿quién era? ¿Y por qué la chica Lizano guardaba una foto de ella? Santos no podía equivocarse, era ella. La misma que Helena le había mostrado en aquella foto.
Ulises se puso de pie, tomó el dinero y lo puso en su maletín arrojándoles un fajo de dinero a los viejos. Se dio la media vuelta y se dio cuenta de que el perro comenzaba a recuperar el conocimiento.
—Andando, ¿o quieres que te dé otra paliza?
El perro negó, escupió un cuajaron de sangre, y se colocó la camisa y el sombrero. Caminaron un par de kilómetros hasta donde habían dejado la camioneta. Santos no podía quitarse de la mente a ese par de ancianos. Eran muchas las incógnitas alrededor de los Lizano. Era como cavar en un pozo sin fondo, como enterrar la verdad durante la búsqueda.

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