4. Amigos
Se cree que aún es de noche porque, al despertar, todo sigue a oscuras. Pero una tenue luz proveniente de la cocina lo hace espabilarse. Además, el olor que viene de ella lo anima a levantarse y averiguar de dónde procede ese aroma tan delicioso. Se levanta del sofá cama, tropezando con sus propios zapatos y maldiciendo en un susurro. Camina descalzo, frotándose los ojos, y cuando llega a la cocina, se encuentra a Valentina delante de una sartén, preparando tortitas.
- Buenos días – saluda él, llamando su atención.
Ella se gira un poco, sonriendo y señalando con orgullo y emoción el plato que acumula una montaña de tortitas.
- Hice pancakes, ¿querés?
- ¿Tenés dulce de leche?
- Ehm... No – niega ella. – Pero tengo sirope de arce.
- Sos tremenda cipaya, Valen – se burla él, y ella frunce el ceño, ofendida.
- Acá en Canadá lo típico es el sirope de arce, no es nada fácil encontrar dulce de leche.
- Lo que vos digas...
- Cerrá el orto, Fran. Si no querés pancakes, más para mí – bufa, ligeramente enojada. Lo está preparando con mucha ilusión para que ahora él se queje porque no tiene dulce de leche.
- No te enojes, linda – le dice, acercándose. – Huele re bien. ¿Puedo ayudarte con algo?
- Andate a la mierda. Podés ayudarme con eso.
- Te ves re tierna cuando te enojas – sigue hablando él, queriendo que su amiga deje de estar molesta. – Era una joda, Valen.
- ¿Te diste cuenta de lo dominado que sos? – Se burla ella entonces, girándose para encararlo. – Primero, venís a Quebec para buscarme. Segundo, Francia. Y tercero, me rogás desesperado cuando me enojo con vos.
Franco se aguanta la risa por el pequeño chiste en referencia al mundial de 2022, y frunce el ceño, queriendo negar todo lo demás, pero sabiendo que, objetivamente, no puede hacerlo. Ella tiene razón. Pero es obvio que prefiere morir a tener que admitir alguna de esas dos cosas.
- Primero, yo no vine acá buscando a nadie, y segundo, vos sos la que actúa como una nena chiquita, enojándose por boludeces – se defiende como puede, y desde su punto de vista, resulta muy convincente.
- Mentís como el orto, Fran – se ríe, volviendo a su tarea de hacer los pancakes. – Poné la mesa, por favor. Ya voy a terminar esto.
Él resopla, pues no quiere que ella piense que está desesperado por reconciliarse con ella. Y mucho menos quiere que sepa lo que está dispuesto a hacer por recuperarla. Su orgullo se lo impide, y sabe que jamás podrá confesarle todo lo que cruza su mente. E intenta distraerse poniendo la mesa, ignorando a esa molesta voz que sólo piensa en Valentina. En sus ojos verdes aceituna. En su cabello negro azabache. En su rostro completamente hegemónico y su cuerpo esbelto y absolutamente deseable.
No se la saca de la cabeza.
Sencillamente no puede.
Hace meses que vio que su cuenta de Instagram es pública, y desde entonces revisa su perfil casi cada día, esperando ver una foto nueva de ella. Su única intención al mirar su perfil era ver qué era de su vida después de tanto tiempo, si tenía novio o no, si estudiaba o trabajaba. Pero no esperaba encontrar a una mujer en el lugar donde debería estar su amiga de la infancia Valentina. Porque Franco no ha dejado de pensar en ella en años, pero volver a verla en esas fotos, le ha hecho darse cuenta de que no sólo ha pensado en ella nostálgicamente, como se piensa de un viejo amigo al que extrañas. Se ha dado cuenta de que ese enamoramiento que tuvo con catorce años, sigue intacto.
Y eso explica muchísimas cosas.
Explica por qué todas sus relaciones han sido cortas y patéticas. Por qué sabotea él mismo las pocas relaciones que le van bien. Por qué cada vez que se acuesta con una chica, siente ese vacío por dentro.
Siempre ha sido por Valentina. Todo en él lo sabe, lo ha sabido siempre, y él apenas se está dando cuenta ahora.
Por eso, mientras desayuna, piensa qué puede hacer para que lo perdone. Piensa qué puede hacer para descubrir si ella siente lo mismo. La parte racional de su cerebro, le dice que no, que ella no siente nada, que sólo un necio como él seguiría enamorado después de tanto tiempo. Pero desea con todas sus fuerzas que esas voces se equivoquen.
- ¿Pensaste en qué podemos hacer esta noche? – Pregunta ella entonces, echándole una cantidad preocupante de sirope a sus tortitas.
- ¿Sabés cocinar? – Ella se lo queda mirando, y enarca una ceja. – No me mires así.
- Yo sí sé cocinar – contesta. – Pero estoy segura de que vos no. Y no voy a preparar la cena yo sola – declara llevándose un bocado a la boca.
- Había que intentarlo – murmura él, sonriendo de forma traviesa. – Podemos salir a cenar, si la nieve lo permite.
- Acá en la ciudad no hay problema con eso. Conozco un lugar bastante bueno para comer, puedo conseguir mesa.
- ¿El día de Nochebuena?
- Tengo contactos, Fran – responde, guiñándole el ojo. – Pero antes de eso, tenemos que hacer algo.
- Sorprendeme.
- Decorar la casa – dice, como si fuera una obviedad, señalando a su alrededor. – Como iba a pasar las fiestas con mi familia, no perdí el tiempo comprando decoración. Pero ya que vamos a quedarnos acá y celebrar... Celebremos bien.
Él sonríe, conforme, y asiente con la cabeza, encantado con la idea.
- Así que vamos a pasar la mañana comprando y decorando. No suena mal – admite. – ¿Y después?
- A improvisar.
★★★
Es mujer muerta. Lo sabe, lo sabe mejor que nada en el mundo. No sabe en qué momento ha terminado en esta situación, pero sabe que difícilmente va a salir de esta.
Han comprado un árbol que apenas ha entrado por la puerta, y lo han decorado con todo lo que han comprado, dejando la estrella para el final. Y Valentina ha querido ponerla, pero no ha llegado. Entonces, sin decir nada, mientras ella se intentaba estirar para colocarla, Franco se ha puesto detrás de ella, la ha agarrado por las caderas y la ha levantado lo suficiente para que alcanzara el pico del árbol.
Ahora, de nuevo en el suelo, siente que su cuerpo ha reaccionado exageradamente a él. Siente su cara arder, y jura que aún siente la presión de los dedos de su amigo en sus caderas, aunque ya la haya soltado hace unos segundos. No sabe qué decir ni qué hacer, pero él ya se ha alejado, como si nada, para seguir sacando cosas de las bolsas llenas de decoración y seguir adornando la casa. Respira hondo y hace lo mismo, pero se siente estúpida por haberse quedado tan atolondrada por una tontería como esa.
"Sólo me alzó para alcanzar a poner la estrella, dejate de boludeces, Valentina", se dice a sí misma, aunque no logra convencerse de que no ha sido un gesto raro por parte de Franco. Raro en un buen sentido.
- Che, Valen, ¿dónde puedo poner este coso?
Ella lo mira, aún aturdida, y mira a su alrededor, pensando (o intentando pensar) dónde podrían colocar ese muñeco de Papá Noel.
- No sé. Ponelo donde se te cante – dice finalmente, incapaz de sostenerle la mirada por demasiado tiempo. – Voy a poner las luces y ya. Avisame cuando termines.
- Sí, señora.
No tardan mucho en acabar, y cuando conectan las luces y todo empieza a brillar, sonríen satisfechos, muy orgullosos de su trabajo. Chocan los cinco y se ríen, sin saber cuál es el siguiente paso.
- ¿Pedís algo para comer? – Sugiere él.
- Dale – asiente ella.
Poco después están en el sofá cama, esperando a que su pedido de comida china llegue, y viendo un programa de repostería en el televisor. Cada uno está en un extremo, como si estar más cerca fuese peligroso (pues probablemente así sea), y ninguno dice nada, ambos sumidos en sus pensamientos.
Valentina sabe que todo lo que está haciendo, lo está haciendo mal. Se suponía que jamás lo perdonaría por abandonarla, y ahora está durmiendo en su casa y celebrando las fiestas con ella. Van a salir a cenar y eso suena como una cita, y no sabe dónde se está metiendo. No tendría que haber dado su brazo a torcer, él tendría que estar en un hotel y ella sola en su apartamento. No los dos juntos en el mismo sofá, como si esos seis años sin el otro nunca hubiesen pasado.
Pero en el fondo sabe que en algún momento tenía que dejar de remar en contra de lo que siente. Y dejarse llevar no le está resultando nada difícil.
Franco piensa que todo le está saliendo a pedir de boca. Se acuerda de cuando era un adolescente enamorado, y se acuerda de que pensaba que nunca se declararía porque no quería estropear la amistad. Ahora se ríe de ese adolescente. La estropeó igualmente. Y ahora, es un todo o nada. O consigue que ella lo perdone o lo manda todo a la mierda.
Y algo en él está convencido de que las cosas van a salirle bien, porque ella no muestra señales de que él la incomode o moleste de alguna manera.
Cuando la comida llega, los dos almuerzan en el sofá, y se pasan la tarde viendo la tele tranquilamente, hasta que dan las ocho y los dos tienen que comenzar a vestirse.
Se turnan para ducharse, y ella se encierra en su habitación, dejando que él se arregle en el baño. Valentina opta por un vestido largo y pegado, de color rojo y con un escote en forma de pico. Se pone un abrigo negro bastante grueso y unos tacones del mismo color rojo, recogiéndose el pelo en una trenza, y maquillándose para la ocasión. No se hace nada exagerado, pero se asegura de pintar sus labios del color rojo más intenso que encuentra. ¿Su intención? Ir navideña. O así se engaña a sí misma, porque en realidad quiere ver la reacción de su amigo. Por otro lado, Franco se pone un esmoquin que milagrosamente encuentra en su maleta, sencillo y elegante a partes iguales, tal como ella le ha dicho que tiene que ir. Se peina los rizos de la mejor forma que puede, y luego se pasa media hora esperando a que ella termine.
- Dale, Valen, llevás un siglo ahí dentro. ¿Tanto vas a tardar, boluda? – Se queja, tocando en su puerta.
- Ya voy, dejá de romper las bolas – contesta ella, y cuando abre la puerta, debe contener la risa al ver la expresión de Franco. – ¿Pasá algo, Fran?
- ¿Eh? No – niega, moviendo la cabeza de lado a lado, pero no es verdad, y los dos lo saben. Está despampanante, y puede jurar que nunca ha deseado tanto a nadie. – Estás muy linda, nada más.
- Vos también te ves bien, Franquito – se ríe, agarrando su bolso. – ¿Nos vamos?
- Sí.
Y tras ponerse sus chaquetones, salen del apartamento. Ella se deleita con lo guapo y elegante que va su amigo. Él lucha desesperadamente por no perderse en ese escote. Cuando llegan al restaurante, el contacto de Valentina les consigue rápidamente una mesa.
El lugar es caro, se ve a la legua. Es moderno y hermoso, aunque algo soberbio. Está lleno hasta arriba, y los camareros corren como pollos sin cabeza, cargados de platos y copas. Uno de ellos no tarda en llegar para tomarles nota.
- Qu'est-ce que tu vas boire?
- ¿Qué dijo? – Pregunta él, frunciendo el ceño.
- ¿Qué querés beber?
- No sé. ¿Vino? – Duda, encogiéndose de hombros.
- ¿Pagás vos? – La pregunta de Valentina lo hace reír.
- Supongo.
Ella sonríe y se dirige al camarero, que está esperando la respuesta.
- Apportez le vin le plus cher de la maison, s'il vous plaît.
El camarero asiente con la cabeza y lo anota en su libreta antes de marcharse. Franco la mira con una ceja enarcada, y ella se ríe.
- Pediste el vino más caro, ¿no?
- ¿Qué comes que adivinas? – Se ríe más, y él sonríe, porque no le molesta nada ver cómo ella gasta su dinero.
Ese siempre ha sido su sueño, en cierto modo. Una vida en la que Valentina está a su lado y puede permitirse todos los lujos que quiera.
- Yo pensé que no te pagaban un carajo en Williams – dice entonces.
- Pagan poco comparado con los otros pilotos – replica. – De todos modos, sólo es una cena. Mi billetera va a sobrevivir – asegura, aunque ella no parece muy convencida. – No te preocupes por la plata, Valen. Preocupate de gastarla.
Los dos ríen y ella se siente extrañamente cómoda con esto. No le importaría convertir en una rutina esto de salir juntos y dejar que la mime un poco. Tampoco le importaría acostumbrarse a cenar charlando con él. Riendo, compartiendo, disfrutando. Recordando momentos de su infancia, contando anécdotas, discutiendo por tonterías.
La cena transcurre de modo lento pero perfecto. La dinámica y la química entre los dos es ideal, y todo fluye con una facilidad que los asusta un poco, porque empiezan a sentir que han estado perdiendo el tiempo durante muchísimos años. Aunque ninguno se atreva a admitirlo, en realidad.
Él no deja de pensar en ella. Ella no deja de pensar en él. Ambos no dejan de pensar en lo perfecto que es todo cuando están juntos. Como si estuvieran hechos para encajar. Como si todo estuviera escrito para ser así.
- ¿Vas a pedir postre? – Inquiere ella. – Yo no puedo más.
- Yo tampoco – coincide él, sonriendo levemente. – Creo que jamás comí tanto.
- Estaba todo tan rico – señala, bebiendo un sorbo de su copa. – Era difícil resistirse.
- Si vuelvo a Quebec, voy a volver acá, podés estar segura.
Valentina lo mira con una pequeña sonrisa. "Es tan hermoso", piensa, perdiéndose en esos encantadores ojos verdes. Recuerda lo que le dijo la madre del chico sobre no dejarse chamuyar, y sabe que no le ha hecho caso en absoluto.
- ¿Querés que pida la cuenta? Ya es tarde – dice, intentando dejar de pensar tanto.
- Por mí está bien. Estoy re cansado.
- No hiciste nada hoy – lo molesta la chica.
- Tengo sueño igual – protesta infantilmente, haciéndola reír.
Franco casi se cae de la silla cuando le traen la cuenta, pero finge lo mejor que puede que esa suma de dinero no le parece exagerada y paga la cena como el caballero que intenta ser. Poco después, ambos están caminando en la acera nevada de la ciudad de Quebec. El apartamento de Valentina no está lejos, por lo que pedir un taxi se les antoja estúpido. Van charlando de un tema u otro, hasta que Franco se atreve a llevar la conversación a algo más personal.
- ¿No tenés novio ni nada parecido? Una argentina debe de causar impresión acá. A los gringos les gusta lo exótico – dice en cierto tono bromista, para que parezca que es una pregunta casual y no intencional.
- No son del todo gringos – replica, riendo. – Y no, no tengo novio. Soy demasiada mujer para andar con cualquier gil.
Franco sonríe y asiente con la cabeza. No se esperaba una respuesta menos presuntuosa de su parte. Valentina siempre ha sabido que es la más linda del salón, y nunca ha dudado en usarlo en su beneficio. Es inteligente y astuta, y sabe usar sus atributos a la perfección.
- ¿Y vos? – La pregunta lo sorprende, y la mira confundido, como si no entendiera lo que le ha dicho. – ¿No tenés alguna modelo portuguesa esperando por vos en Europa?
Él niega con la cabeza, metiéndose las manos en los bolsillos. Ya quisieran las modelos portuguesas ser la mitad de guapas de Valentina. Franco sabe que no podría conformarse con menos.
- Soy un pibe humilde, Valen. A mí me importan los sentimientos – miente con descaro, y los dos se ríen porque son conscientes de eso. – Igual no son tan lindas las europeas. Prefiero las argentinas.
- ¿Cómo vas a decir eso, boludo? – Se sorprende ella. – Las minas de allá son diosas. Y los pibes – añade. Valentina quiere aprovechar el rumbo que ha tomado la conversación para poner a prueba a su amigo. – El inglés ese de McLaren, el de los rulos, ¿cómo se llamaba? Norris era. Ese pibe es hermoso.
Franco suelta un bufido, poniendo los ojos en blanco.
- Qué exagerada que sos – masculla, claramente celoso.
Valentina contiene una sonrisa orgullosa y sigue hablando, con malévolas intenciones de ver cuánto aguanta Franco.
- Y el español, Sainz, tiene cara de que te...
- Dejá de hablar de cómo te querés garchar a mis rivales – la interrumpe, molesto.
- Lo lamento – se disculpa, tratando de dejar de sonreír. Aún así, tiene intenciones de averiguar más cosas sobre su amigo. – Entonces, ¿no hay ninguna minita que te interese?
- No tengo tiempo para eso – contesta, evitando ceder ante un ataque de sinceridad y decirle "vos me interesás, boluda".
- Sé lo que es eso – asiente ella. – No tengo tiempo para soportar a un pelotudo. A veces ni a mí me soporto.
Ambos ríen y siguen caminando en silencio unos metros, sin saber qué decir. Franco piensa cómo continuar la conversación, mientras Valentina se distrae con el ambiente navideño. La nieve en la acera, las luces adornando las calles, los escaparates con decorativos navideños, los árboles de navidad colocados en cada parque. Apenas le importa el frío que le cala los huesos, pues está acostumbrada y siempre fue parte de su sueño. Y cuando mira hacia un lado y ve a Franco a su lado, una extraña sensación se adueña de ella, como si algo dentro de sí dijera: "ahora sí estoy completa".
No les falta mucho para llegar al apartamento de Valentina cuando un señor mayor cargado de rosas los detiene y empieza a hablarle al chico, que no entiende nada.
- Tu veux une fleur pour ta copine?
Valentina se ríe por la confusión latente en el rostro de Franco. La mira esperando a que ella le traduzca.
- Cree que soy tu novia. Quiere que le compres una flor.
- Decile que no sos mi novia – se apresura a decir.
- Excusez-moi monsieur, mais nous ne sommes pas un couple.
- Désolé pour la confusion, tu ne veux pas de fleur de toute façon?
Ella se ríe y le traduce a Franco.
- Insiste en lo de la flor.
- ¿Vos la querés? – Pregunta entonces, mirándola. Ella finge que le da igual, encogiéndose de hombros. Pero espera y desea que tenga ese detalle con ella. – Dale, decile que nos llevamos una.
Valentina se encarga de traducir a uno y a otro, y poco después, siguen andando, ella con su rosa roja en las manos.
- Gracias por el detalle, Fran.
Él le sonríe dulcemente, y en las miradas de ambos se refleja todo lo que sienten, aunque ninguno sepa verlo todavía.
Cuando llegan a la casa y se quitan los chaquetones, Franco aprovecha sus últimas oportunidades de ver a Valentina así vestida, con ese look que le deja apreciar todas sus curvas. Se queda sin aliento enseguida, dándose cuenta de que estaba tan concentrado que incluso ha dejado de respirar.
- Me voy a la cama – anuncia ella, dejando su bolso colgado en la entrada. – Buenas noches, Fran.
- Buenas noches, Valen – contesta, viéndola alejarse por el pasillo hasta entrar en su habitación. No trata de disimular que le mira el culo con descaro. Al fin y al cabo, ella está de espaldas a él. – La puta madre – maldice para sí, yendo al salón para ponerse el pijama y acostarse en el sofá cama. – ¿Cómo vas a estar tan buena, hija de puta? – Dice en voz baja, exteriorizando sus pensamientos.
Tarda en dormirse, pues en su mente repasa cada detalle que ha podido admirar esta noche de Valentina. Sus labios, su cuello, sus manos, su cintura, sus pechos, sus ojos... Todo en ella le encanta y lo invita a pecar. Y le cuesta dormirse sabiendo que la tiene tan cerca y, aún así, no es suya.
★★★
Valentina plantea el día de forma más tranquila. Oficialmente, es Navidad. Llama a su madre y hace una videollamada con su familia, hasta que escucha ruidos en el salón.
Cuando sale de su habitación, se topa con Franco, que sale del baño con el pelo revuelto y una sonrisa somnolienta.
- Feliz Navidad, Valen.
- Feliz Navidad, Fran – contesta, y los dos se abrazan brevemente. Parece que les da miedo tocarse demasiado. Como si no pudiesen responsabilizarse de sus actos si dejan que vaya un poco más allá. – Quedaron pancakes de ayer, ¿los querés? Se calientan en el microondas y listo.
- Dale – asiente enseguida, sintiendo que sus tripas rugen.
Y al rato están desayunando en la cocina, arrasando con las sobras de la mañana anterior. Conversan y ríen despreocupadamente, discutiendo por tonterías y molestándose el uno al otro. A Franco lo llaman sus padres por videollamada, y Valentina le obliga a contestar. Durante diez minutos, los padres de Franco se dedican a burlarse de su hijo con la ayuda de la chica, hasta que suena el timbre y Valentina se va a abrir. Cuando el piloto se queda a solas con sus padres, estos atacan sin piedad.
- ¿Algún avance, soldado? – Dice su padre de modo bromista.
- Dale, pa – se ríe, negando con la cabeza. – Creo que Valen no me da bola – suspira, encogiéndose de hombros. – Es como si tuviéramos quince otra vez. Somos buenos amigos, pero nada más.
- Esa mina estaba enamorada de vos, pelotudo – replica su madre. – Y ahora también. Los hombres son todos unos giles.
- Che, yo no hice nada – protesta el hombre mayor. Luego mira a su hijo. – Pero tu mamá tiene razón. Le gustás.
- Tenés que encararla vos, ella no va a hacerlo – añade su madre. – Además...
Franco escucha que Valentina regresa a la cocina, así que se apresura a acabar la conversación.
- Gracias por los consejos. Los quiero, chau.
No les da tiempo a reaccionar cuando cuelga. Al girarse, Valentina está detrás de él con una caja en sus brazos. Él frunce el ceño y la observa dejar la caja en la encimera. Se levanta para acercarse mientras ella la abre y saca lo que hay en su interior: todo tipo de instrumentos para hacer repostería, aparentemente con motivos navideños.
- ¿Qué es esto?
- Un caballo – contesta ella con sarcasmo. – ¿Sos ciego, boludo?
- Baja un cambio – se ríe, tomando un molde con forma de árbol. – Yo no sé hacer galletitas.
- Por eso las vamos a hacer juntos – propone la chica con una bonita sonrisa.
- ¿Ahora?
- No, ahora hay que acomodar este desastre – dice señalando la mesa de la cocina, donde están los platos y lo demás del desayuno.
Se entretienen guardando y limpiando las cosas de la cocina, y deciden que este día será uno tranquilo, de película y manta.
Se pasan la mañana en el sofá cama, viendo películas con temática navideña, riendo y llorando (en realidad Valentina es la única que llora y Franco es quien la consuela). Piden pizza para almorzar mientras ponen la tercera película del día, con la esperanza de que esta tenga un final más alegre.
Cada uno está en un lado del sofá, como siempre manteniendo la distancia. Franco se lo está pasando realmente bien, agradece toda esta tranquilidad después de pasarse medio año viajando como loco por medio mundo; pero le reconcome por dentro no poder tenerla más cerca, no poder abrazarla y sentir cómo ella apoya la cabeza en su pecho. Valentina está disfrutando de la sensación familiar de la situación, el calor de estar viendo películas con alguien a quien quiere, porque debe admitir que aunque Quebec es parte de su sueño, su sueño es uno muy solitario; y odia no poder estar más cerca de él, odia pensar que esto que está viviendo se acabará en un par de días cuando los aviones vuelvan a poder despegar.
Ambos tratan de ignorar esa frustración que los hace sentir que, pese a estar tan cerca, en realidad están muy lejos. O quizá no es que estén lejos, es que simplemente no están tan cerca como quieren.
El timbre vuelve a sonar, y es Valentina la que de nuevo va a abrir. Es el repartidor de pizza, y tras pagarle, regresa al salón con la caja humeante. Esta vez comen en silencio, cómodos pero con sus corazones llenos de incertidumbre. Franco no deja de pensar en las palabras de sus padres. Valentina no deja de pensar en las de los suyos. Cuando la película termina, la caja de pizza está vacía, y deciden que es hora de hacer las galletas.
Los dos sacan todo lo que traía la caja que ha recibido Valentina esa misma mañana. Hizo el pedido el día anterior, con intención de poder hacer esto ahora. No es la primera vez que lo hace, aunque en esta ocasión está más contenta, porque tiene con quien compartirlo. Hacer tú sola unas galletas que luego te vas a comer tú sola... Es ciertamente deprimente.
- Estás armando un quilombo – se ríe la joven al ver cómo su amigo bate la mezcla de forma horrible. – Dejame a mí.
- Yo no sé hacer esto, boluda – se queja, impotente. Observa cómo ella bate, asintiendo con la cabeza. – Sos una crack, Valen.
- ¿Soy una crack o vos sos inútil? – Conviene, riéndose y haciéndole reír a él.
- No me quemés, Valentinita.
Ella sonríe al oír ese mote. Así le decía cuando eran más jóvenes. Siempre ha amado oírle llamarla así, y escucharlo después de tanto tiempo es... Es muy tranquilizador, de cierto modo. Hacía una semana habría jurado que jamás habría vuelto a escuchar esa palabra salir de los labios de su amigo de la infancia.
Él la mira como el bobo enamorado que es. No le importa ser un inútil en la cocina, si ella va a ser su profesora. Y observarla hacer cualquier cosa ya es un premio para él, aunque vaya en pijama, no se haya peinado y esté sin maquillar. Está perfecta.
Cuando terminan de batir la mezcla, Valentina divide la masa en dos. Cada uno hará sus galletas y las adornará a su gusto. Ambos saben cuáles serán más bonitas y cuáles más feas.
- Esto es re difícil – murmura él.
- Sólo tenés que usar el molde, Fran, no pensé que fueras tan pelotudo.
- Si no dejás de insultarme vas a ver, eh – la reta, a lo que ella sonríe de modo desafiante.
- No te tengo miedo, Colapinto.
Grato error. Un par de segundos después, el piloto lanza un trozo de masa de galleta en dirección a su cara.
- ¡Franco! – Lo riñe, tratando de limpiarse. – La comida no se desperdicia, pelotudo de mierda – él se ríe y sigue haciendo galletas con su molde, mientras ella se limpia. – Ya vas a ver, estúpido.
No contesta porque sabe que es más seguro para él no hacerlo. Así que continúan con su labor en silencio. Cuando llega el siguiente paso, no hay complicación: meter las galletas al horno. Valentina deja que Franco haga eso, y él se siente muy orgulloso cuando cierra el horno.
- Nunca viste nada igual.
- Tenés razón, nunca nadie cerró un horno con tanta elegancia.
Ambos se ríen. Ambos se dan cuenta de que cuando están juntos, siempre están riendo. Y ambos ignoran ese hecho porque les da miedo afrontar lo que significa.
- Mientras se hacen las galletas, podemos ver otra película – sugiere ella.
- Dale.
Esta vez ponen un clásico navideño: un nene se queda solo en casa porque su familia se va de viaje y se olvidan de él. Franco y Valentina han visto esa película juntos docenas de veces, y la verdad es que nunca se cansarán de ella. Y se acuerdan de sacar las galletas del horno únicamente porque la alarma que ha puesto la chica comienza a sonar.
Con mucho cuidado de no quemarse sacan la bandeja del horno, y esperan un rato a que se enfríe para poder empezar a decorarlas. Ahí empieza el desastre. Valentina lo hace a la perfección, como una auténtica repostera, pero Franco no puede decir lo mismo ni por asomo. Evidentemente, es fácil reconocer de quién es cada galleta.
- La puta madre, tremenda mierda que es esto – maldice él, y Valentina trata de no reírse. – ¿Cómo hacés vos para que queden tan lindas?
- Siendo increíblemente increíble – contesta orgullosamente. – Vos manejás autos muy rápidos y yo hago galletas. Superalo si podés.
- Bajale al ego, linda.
- Y vos a la envidia, lindo.
Franco sigue quejándose por el desastre que son sus galletas, y al final Valentina decide ayudarlo un poco. Les toma su tiempo, pero cuando terminan, sólo tienen que meterlas un rato más al horno.
- Me voy a bañar mientras. Vigilá que no se quemen, ¿sí?
- Podés confiar en mí.
Obviamente, Valentina no confía en él. Así que se ducha lo más rápido que puede, lavándose el pelo y enjabonándose bien. Cuando sale de la ducha se seca y se arregla el cabello, recogiéndolo en una coleta poco apretada. Se pone un pijama nuevo y regresa a la cocina, donde Franco está sentado en una silla frente al horno, mirando fijamente las galletas.
- ¿Están listas?
- No sé – murmura él. – Yo no entiendo este coso.
- Vos no entendés nada – lo incordia, mirando si se pueden sacar. – Ya están. Las sacamos, dejamos que enfríen y listo. A comer.
- Esa es mi parte favorita.
Es él quien se encarga de sacarlas, y las dejan en la encimera enfriando. Regresan al salón para seguir viendo la película, y cuando terminan con esa, Valentina va a por las galletas mientras Franco escoge otra película.
Debía de haber dos docenas de galletas o más. Cuando terminan la siguiente película, ya no queda ninguna. Los dos han comido hasta reventar. Y contra todo pronóstico, las galletas de Franco, a pesar de ser visualmente feas, están ricas.
Valentina mira la hora en su teléfono, y descubre que ya es de noche. Definitivamente no van a cenar. Si comen algo más, vomitan. Pero las cinco películas que han visto hoy les parecen pocas, por lo que van a por la sexta. No discuten mucho para escogerla, porque saben que se van a dormir viéndola; ya notan el sueño apoderarse de ellos. El sofá cama se les hace pequeño conforme se van recostando más y más, y a pesar de que los instintos de ambos les advierten del peligro, terminan acurrucándose. Están más cerca de lo que lo han estado todo este tiempo, y aún así, no es raro, incómodo o extraño. Es la cosa más natural para ellos. Y a la vez, saben el riesgo que conlleva.
A Valentina le encantaría ser más fuerte. Le encantaría levantarse y decir "me voy a la cama". Pero no quiere. Quiere estar ahí, arrebujada bajo las mantas, pegada a él. Y a él le encantaría ser más valiente. Le encantaría abrazarla y atraerla hacia sí. Pero le da miedo estropear lo que tiene ahora.
En vista de que ninguno se atreve a hacer nada, es el sueño quien se encarga de todo. A Valentina se le cierran los ojos poco a poco, y conforme la abandona la consciencia, más cerca de Franco está. Y sin darse cuenta, tiene la cabeza en su pecho, y sus brazos abrazándolo. Él intenta no morir de la felicidad por estar así con ella, y no se mueve, temiendo despertarla y que la fantasía se termine. Pero al cabo de un rato, no puede más y, sencillamente, se rinde; se recuesta aún más en el sofá cama y la abraza, manteniéndola cerca, tan cerca como lleva queriendo tanto tiempo.
Al final, él también sucumbe al sueño, y ambos pasan la noche así, abrazados y enamorados.
★★★
Valentina se despierta sola y desorientada, hasta que comprende que anoche se durmió en el salón. Una vez que sabe dónde se encuentra, la primera pregunta que acude a su mente es: ¿Dónde está Franco?
La respuesta es sencilla. Está dándose una ducha, tratando de librarse de las ilusiones que se ha hecho por dormir así con ella. Se repite a sí mismo que sólo se quedaron dormidos, pero no se lo quiere creer. Y sale de la ducha sin saber qué hacer a continuación. ¿La despierta? ¿Desayuna? ¿Sale a pasear? ¿Se vuelve a acostar junto a ella y finge que nada ha pasado?
Todas esas opciones quedan descartadas cuando va al salón y la ve incorporada, estirándose para desperezarse.
- Buenos días, Valen – la saluda con cierta timidez.
- Buenos días, Fran – le contesta ella con una sonrisa que le parece excesivamente adorable. – Perdoname por robarte la cama.
Las palabras de su madre acuden a su mente de nuevo. "Tenés que encararla vos, ella no va a hacerlo". No puede vivir con la incertidumbre. No puede esperar a que ella dé el primer paso. Ha viajado a Quebec con un propósito y no va a olvidarse de ello ahora.
- Prefiero compartirla con vos que dormir solo – se atreve a decir, al fin.
El piloto observa con cautela la reacción de su amiga, que parece procesar esa información lentamente. Lo que no sabe es que Valentina está saltando de alegría por dentro. La vocecita que le dice que no lo perdone apenas es audible ya. La voz que desea a Franco es la única que puede escuchar ahora mismo.
- ¿No te molesté? – Inquiere, mirándolo con sus mejores ojos de cervatillo.
Franco jura que jamás ha querido poseer a nadie como la quiere poseer a ella. "Mía. Mía. Mía". Eso parece rugir su interior. Y otra parte más dulce, no puede dejar de pensar en lo mucho que la quiere.
- Vos nunca me molestas, linda – responde al fin, sonriéndole. – Dormir con vos fue lo mejor de mi semana.
- Exagerado.
- Hablo muy en serio, Valen.
Ella sonríe, como si estuviera esperando esa declaración.
- ¿Viniste a buscarme a Quebec? – Pregunta entonces.
Franco entiende enseguida lo que quiere. Y él va a complacerla en todo lo que quiera, porque la quiere, y la quiere ya.
- Sí. Vine acá por vos.
- ¿Con qué intención?
Los dos se sostienen la mirada, en una especie de duelo por ver quién se sonroja y cede antes. Franco no piensa ceder ahora, cuando al fin las cosas le están saliendo bien.
- Encontrarte. Disculparme. Y enamorarte.
Ella se ríe al oírle decir eso.
- Sos todo un romántico, Fran – susurra, sin dejar de mirarlo con esa intensidad que enloquece a su amigo. Sigue sentada en la cama, inmóvil. Franco siente el impulso de acercarse, pero no se atreve todavía. – ¿Sos cagón?
Él niega con la cabeza.
- Hacen falta pelotas para subir a un fórmula uno, linda.
- ¿Y por qué no tenés los huevos de besarme de una vez?
Y Franco jura que no necesita más. Ella quiere que la bese. Y él siente que se morirá si no la besa de inmediato.
Por suerte, 1+1 siempre da 2.
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